HE AQUÍ A Dolors Montserrat compitiendo con Martes y Trece en el
número de las empanadillas.
Se había levantado del asiento para aconsejar a la vicepresidenta que se coordinara cuando ella misma devino en pura descoordinación sintáctica y temática y tonal.
Hablaba sin decir nada y cuanto más se esforzaba en la captura de los significados menos era lo que decía, de modo que al comprender interiormente la vaciedad de su propuesta comenzó a actuar con los brazos y con las manos y con los ojos también, en fin, con todo el cuerpo, que flameaba como el de una bacante en pleno éxtasis.
La suma de los enunciados verbales y de los no verbales arrojaba resultados tan estremecedores que sus señorías permanecían perplejas, con los cinturones de seguridad abrochados, como cuando el finiquito en diferido de Cospedal y Bárcenas, otro momento cumbre de la sindéresis nacional, de la elocuencia patria.
Al discurso de la diputada, leído atentamente, se le adivina sin embargo una intención irónica de tal altura que después de prepararlo debió de pensar que iba a dar el golpe.
De ahí su desconcierto ante las primeras risitas. Se burlaban de una obra maestra de la retórica, de una pieza oratoria cuya singularidad, enseguida lo advirtió, no tendría la recepción que se merecía.
Ahí es donde comenzó a atorarse, a dudar de si había metido a los niños en el horno y había llevado a las empanadillas al colegio o al revés.
Un aplauso cerrado y una carcajada unánime premiaron su desvarío. “Cada crítica, una medalla”, diría después Teodoro García, secretario general de la portavoz. Qué vida.
Se había levantado del asiento para aconsejar a la vicepresidenta que se coordinara cuando ella misma devino en pura descoordinación sintáctica y temática y tonal.
Hablaba sin decir nada y cuanto más se esforzaba en la captura de los significados menos era lo que decía, de modo que al comprender interiormente la vaciedad de su propuesta comenzó a actuar con los brazos y con las manos y con los ojos también, en fin, con todo el cuerpo, que flameaba como el de una bacante en pleno éxtasis.
La suma de los enunciados verbales y de los no verbales arrojaba resultados tan estremecedores que sus señorías permanecían perplejas, con los cinturones de seguridad abrochados, como cuando el finiquito en diferido de Cospedal y Bárcenas, otro momento cumbre de la sindéresis nacional, de la elocuencia patria.
Al discurso de la diputada, leído atentamente, se le adivina sin embargo una intención irónica de tal altura que después de prepararlo debió de pensar que iba a dar el golpe.
De ahí su desconcierto ante las primeras risitas. Se burlaban de una obra maestra de la retórica, de una pieza oratoria cuya singularidad, enseguida lo advirtió, no tendría la recepción que se merecía.
Ahí es donde comenzó a atorarse, a dudar de si había metido a los niños en el horno y había llevado a las empanadillas al colegio o al revés.
Un aplauso cerrado y una carcajada unánime premiaron su desvarío. “Cada crítica, una medalla”, diría después Teodoro García, secretario general de la portavoz. Qué vida.
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