Sería bueno que revisitáramos hoy ejemplos políticos como el de Carmen Alborch.
No importaba el contexto ni el momento.
Su sonrisa era siempre providencial. Con ella, la cordialidad resonaba con un colorido luminoso, que anticipaba la compañía posterior de un flujo inteligente de palabras que sabía atrapar la atención del interlocutor.
Era fácil hablar con ella, sin duda, también de política.
Entre otras cosas, porque no ocultaba nunca que lo que tenía que decir quien estaba delante le interesaba.
En este sentido, sabía salvar lo personal y no levantaba muros de indiferencia ni trincheras de confrontación frente a sus adversarios políticos.
Tenía claras sus ideas, pero no las convertía en algo arrojadizo.
Escuchaba y respetaba al otro, apreciando lo que decía, aunque no estuviera de acuerdo. Su capacidad conciliadora era evidente. También su visión de Estado y su compromiso con una visión deliberativa de la democracia, que entendía que se basaba en la palabra y no en el griterío.
Lo demostró especialmente en los difíciles momentos que tuvo que gestionar como ministra de Cultura en la última legislatura de Felipe González.
Su aterrizaje en la Casa de las Siete Chimeneas no fue fácil, pero fue
enderezándolo con la experiencia de quien no era nueva en la gestión
cultural, después de los años pasados en el Gobierno valenciano y en el
IVAM.
De 1993 a 1996 llevó adelante un intenso quehacer ministerial, que
fraguó en varias iniciativas que abordaron cuestiones tan complicadas
como la propiedad intelectual o la financiación del cine.
De todas ellas, la que mejor define su visión política fue el pacto de
Estado que alcanzó, en 1995, con los partidos de la oposición para
desactivar cualquier batalla partidista alrededor de los museos del
Prado y del Reina Sofía.
Pacto, por cierto, que fundó las bases para el
desarrollo con los años de las leyes de autonomía que han permitido
fortalecer el prestigio de sendas instituciones.
En este sentido, me
consta que su capacidad de diálogo fue fundamental en un contexto
crispado por una política demasiado visceral, como era la que se vivía
en aquellos momentos.
Sería bueno que revisitáramos hoy ejemplos
políticos como el suyo y que encontráramos en su compromiso apasionado
por la cultura, el feminismo y la tolerancia, las mejores muestras de
que se puede hacer buena política con una sonrisa y tendiendo la mano al
otro.
José María Lassalle fue secretario de Estado de Cultura con el Gobierno del PP.
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