POR QUÉ NO EXISTE un museo de la llama? Tal es lo que nos preguntamos al
contemplar este museo en llamas.
Acostumbrados, pongamos por caso, a la
del mechero, ya hemos olvidado cómo era la del mixto de cera, incluso
la del fósforo de madera.
Ha habido a lo largo de la historia una
sucesión de llamas que no tenemos dónde revisitar porque no se
encuentran ya en ninguna parte.
En mi infancia, por ejemplo, había
muchos cortes de luz, por lo que en las despensas de los hogares se
guardaba un atado de velas, a las que llamábamos bujías, cuya llama
minusválida ilumina aún nuestra memoria, aunque nos resultaría imposible
mostrarla a nuestros hijos.
Cada siglo ha tenido sus llamas. ¿Cómo eran
las del medievo, cómo las Renacimiento, las de la Ilustración, las del
Romanticismo? ¿A la luz de qué clase de fuego se llevaron a cabo las
pinturas rupestres?
Aparte de la que producen en la actualidad las cocinas de gas, ¿qué
otras llamas de las inventadas por el hombre resultaría interesante
recuperar para exhibirlas como cuadros en una pinacoteca?
Cierro los ojos y recorro las salas de ese museo imaginario donde
tropiezo con la llama furiosa de la soldadura autógena, la llama naranja
del testigo del calentador de gas, la llama promisoria del cóctel
molotov, incluso la simbólica llama del amor.
Todas podríamos hallarlas
en ese museo que iluminaría nuestra historia del mismo modo que el
chorro de agua de la manguera de la foto parece que da luz al incendio
del Museo Nacional del Brasil, pobre.
¿Qué clase de pirómano, por
cierto, osaría prender fuego a un museo de la llama?
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