El cabo Calvin Bates, del 20º Regimiento de Infantería de Maine del
Ejército de la Unión, fue hecho prisionero por soldados de la
Confederación en mayo de 1864, durante la Guerra de Secesión de EE UU
(1861-1865). Apenas estuvo cuatro meses en el campo de prisioneros de
Andersonville (Georgia) pero salió de allí demacrado, enfermo, con los
dos pies amputados y un intenso sufrimiento en su mirada (ver
fotografía). Tan duras eran las condiciones que el 40% de los prisioneros no
salieron vivos de allí. Ahora, un estudio con miles de ellos muestra que
los hijos que tuvieron los supervivientes de aquel infierno vivieron
menos que los de otros veteranos. Incluso, murieron a una edad más
temprana que sus hermanos nacidos antes de la guerra. De alguna manera,
el dolor de sus padres se grabó en su genética.
Desde
hace años, estudios en animales han mostrado que determinados factores
ambientales provocan cambios en la información genética que pasan de una
generación a otra. Es como si dejaran marcas que apagaran o encendieran
genes pero sin alterar el ADN. Así se ha comprobado que el azúcar que toman los padres puede hacer obesos a sus descendientes o que la mala alimentación de los abuelos
perjudicaría la salud de sus futuros nietos. A pesar del gran impacto
que podría tener en la ciencia y en la salud, se sabe poco de estos
mecanismos epigenéticos en humanos y saber más exigiría unos
experimentos que la ética impide. Por eso es tan excepcional la historia de Bates y el experimento social
que supuso el internamiento de unos 200.000 soldados de la Unión en
prisiones sudistas durante la guerra que dividió a EE UU. Un grupo de
investigadoras de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) han
rastreado qué fue de ellos una vez que salieron de los campos. Gracias a
los archivos militares, saben si se casaron o ya estaban casados, dónde
vivían, a qué se dedicaban o cuándo y cuántos tuvieron hijos . También
pudieron ver cuándo murieron ellos, su mujer y sus hijos. Así
comprobaron que, tal y como publican en PNAS, los que tuvieron después de pasar por sitios como Andersonville vivieron menos que los hijos de otros veteranos de guerra. "Pasaron dos cosas en el campo: inanición, con los hombres convertidos
en cadáveres andantes que morían de escorbuto y diarrea, y estrés
psicológico", comenta la economista de la UCLA y principal autora del
estudio Dora Costa. Ni ella ni sus colegas son especialistas en genética
ni se ha podido estudiar el ADN de los 6.500 veteranos de guerra y sus
20.000 hijos que han investigado. Pero han llegado a la epigenética por
descarte: Controlando diversos factores, como condición socioeconómica,
origen, fecha de alistamiento, estado de salud previo... compararon la
longevidad de los hijos de los veteranos que fueron prisioneros de los
que no lo fueron, viendo que, en iguales circunstancias y a la misma
edad, los primeros tenían el doble de posibilidades de haber muerto. Hay
otro dato que refuerza la tesis de la base epigenética: Dentro de la
misma familia, los hijos que el prisionero de guerra tuvo después de
sobrevivir a uno de esos campos tenían hasta 2,2 veces más
probabilidades de morir antes que sus hermanos a la misma edad.
"Ciertamente hay transferencia intergeneracional de rasgos en
humanos, algo que puede ocurrir por métodos bien conocidos, como la herencia genética
o la herencia cultural, como el aprendizaje", recuerda el profesor de
la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia), Neil Youngson. "Lo
que es especial aquí es que esta investigación muestra un mecanismo de
herencia diferente, la epigenética, en el que una exposición ambiental
(en este caso el hambre o el estrés, las autoras no pueden decir cuál)
inducen cambios moleculares en los gametos que, a su vez, afectan a la
salud o conducta de sus descendientes", explica este investigador, no
relacionado con el estudio.
En los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, el norte de
los Países Bajos, aún bajo dominación alemana, sufrió una terrible
hambruna. En ciudades como Róterdam o Ámsterdam las raciones no
alcanzaron ni las 1.000 kilocalorías diariasUno
de los soldados de la Unión, tras ser liberado de una prisión
confederada. Las imágenes frontales recuerdan a las de los
supervivientes del Holocausto.Biblioteca del Congreso de EE UU
Hasta ahora, los escasos experimentos sociales que han permitido
estudiar la transmisión intergeneracional del trauma en humanos habían
tenido como protagonistas a los niños, incluso aún por nacer, pero no a
adultos.
En los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, el norte de
los Países Bajos, aún bajo dominación alemana, sufrió una terrible
hambruna.
En ciudades como Róterdam o Ámsterdam las raciones no
alcanzaron ni las 1.000 kilocalorías diarias El
hambre afectó a la fertilidad de las mujeres, pero lo peor vendría
después: los niños de las embarazadas en aquellos meses nacieron con una
media de 300 gramos menos. Ya de adultos, aquella exposición prenatal
al hambre redujo su tamaño corporal y aumentó la incidencia de diabetes y
esquizofrenia. Estos efectos se manifiestan a veces en la tercera generación. En
2017, un trabajo con una enorme muestra de 800.000 niños suecos comprobó
que el trauma de perder a un padre o una madre deja una marca que heredan los hijos. Sus autores vieron que, los niños que se quedan huérfanos en los años
anteriores a la adolescencia tienden a tener, ya de adultos, más hijos
prematuros y con menor peso que los que no perdieron a sus padres .
"Justo antes de la pubertad, durante el periodo de crecimiento lento, es
cuando se programa la espermatogénesis y cuando los testículos empiezan
a formarse . También es un momento psicológicamente formativo y en
nuestro estudio vimos que un trauma psicológico grave, la muerte de un
padre, durante este período predecía los resultados al nacer de los
hijos de los chicos", explica la investigadora de la Universidad de
Estocolmo (Suecia) y coautora de este estudio, Kristiina Rajaleid.
Las hijas de los prisioneros de guerra, sin embargo, fueron tan longevas como los niños de los demás veteranos
Uno de los padres de la hipótesis epigenética de la transmisión del
trauma es el investigador del Instituto Karolinska (Suecia), Lars Olov
Bygren. Junto al genetista británico Marcus Pembrey, Bygren llevó a cabo
el llamado estudio Överkalix
en el que observaron una relación entre la disponibilidad de comida a
edades tempranas y el estado de salud de los descendientes entre los
habitantes de un pequeño pueblo por encima del Círculo Polar Ártico. En
concreto, comprobaron que los nietos de aquellos que, siendo niños,
habían pasado penurias por las malas cosechas, tienen mayor incidencia de problemas cardiovasculares. "Nosotros hemos visto tres periodos sensibles a la respuesta
transgeneracional, los primeros meses, hasta los dos años, durante el
periodo de crecimiento lento [en torno a los 10 años] y en los 17-18
años", cuenta Bygren en un correo . Muchos de los que se alistaron para
combatir a los confederados tenían esa edad. Pero hay un último dato del estudio de los prisioneros de guerra que
intriga a los científicos: el trauma por tanto sufrimiento solo lo
heredaron los hijos varones, las hijas fueron tan longevas como las del
resto de los que fueron a la guerra. Ni las autoras ni los expertos
consultados saben con certeza el porqué de esta discriminación por
sexos. Igual el análisis de los datos de la tercera generación, de los
nietos y nietas de soldados como el cabo Bates, que está en curso, pueda
explicarlo.
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