"Nunca he visto a un hombre atrapar el mundo entero en la palma de su
mano de esa forma". Así describe Peter Freestone, asistente personal de
Freddie Mercury (Tanzania, 1946 – Londres, 1991)
todo lo que sucedió el 12 de julio de 1986 en el estadio de Wembley, de
Londres. El concierto pasaría a la historia de la música y de la
cultura popular: el mundo dejó de girar durante tres horas y toda una
generación asociaría para siempre al líder de Queen con esa chaqueta
amarilla, ese mostacho y ese éxtasis musical casi religioso. Lo más fascinante de aquel espectáculo es que se puede percibir cómo el
cantante es perfectamente consciente de que está haciendo historia.
Tanto, que ni siquiera le hizo falta una canción de verdad para
despertar el fervor de 70.000 creyentes: le bastó con una improvisación
de apenas 2 minutos. Hoy esa aparentemente intrascendente improvisación
condensa todo lo que convirtió a Freddie Mercury, que hoy cumpliría 72
años, en una leyenda.
Así se domina con chulería y elegancia un escenario
Era el escenario más grande construido hasta el momento, y se le
quedaba pequeño. Mercury se pasea como un animal que sabe que conquista
inmediatamente el terreno que pisa, y en ningún momento parece
intimidado ante la responsabilidad de seducir a 70.000 personas. Resulta
tan chulesco como entrañable. Sus posturas triunfales mientras
improvisa, a medio camino entre la ópera y la verbena de pueblo,
generaron una corriente eléctrica que consiguió que el público no
sintiese que estaba repitiendo cantos tiroleses, sino que formaba parte
de la historia de la música.
Siempre cantando como si fuera la última vez en su vida
"No puedo llegar tan alto, vamos a bajar otra vez", reconoce el
cantante en el vídeo. Pero enseguida vuelve a elevar su voz con una
magnitud que no cabía en Wembley. A pesar de que el rango vocal de
Mercury llegaba a la estratosfera como pocos cantantes masculinos han
logrado, daba la sensación de que su vigor no nacía de la técnica, sino
de las entrañas. El público respondió entusiasmado a sus gorgoritos,
porque Freddie se lo estaba tomando tan en serio como si se tratase de
la última canción de su vida.
Mercury se arrodilla ante Brian May en el concierto de Wembley de 1986.Getty
Líder de masas
El flautista de Hamelin era un aficionado al lado de Mercury. Aquella
masa entregada había pagado 17 euros por la entrada, en la que sin duda
es la mejor inversión de toda su vida. Y se dejaron llevar por la
euforia de Queen. La indumentaria de Mercury le hace parecer un líder
militar sacado de un sueño, y sostiene su característico micrófono con
la actitud épica de quien ostenta un cetro. Le falta la corona, pero ya
se encarga él de comportarse como si fuera el rey del mundo. El público
estaba tan a sus pies que si al terminar el concierto Freddie llega a
proponer invadir Polonia, esas 70000 personas le habrían seguido sin
pensarlo dos veces.
Un anfitrión divertido que invita a todo el mundo a la fiesta
Despedir el numerito con ese "que os jodan" y recibir una ovación
como respuesta es algo que solo pueden permitirse las estrellas de
verdad. Mercury se ha metido a Wembley entero en el bolsillo, y lo ha
conseguido porque la arrogancia solo es carismática cuando nace de la
positividad y no de la prepotencia. El cantante arranca su improvisación
con un mini/cachi/maceta en la mano, que le haría parecer el borracho
de turno de la fiesta si no fuera porque su presencia es majestuosa. Él
es el primero en sorprenderse por lo receptivo que está el público, y
parece querer poner a prueba la obediencia de sus fieles, pero no lo
hace con superioridad (aunque la disfruta), sino invitando a todo el
mundo a la fiesta.
Despreocupadamente atractivo
Freddie Mercury no era guapo, pero exhibía el bigote
como pocos. Sus pantalones ajustados, su apego por las camisetas de
tirantes y lo empapado que terminaba en cada actuación resultaba
asombrosamente atractivo, precisamente gracias a que no le preocupaba lo
más mínimo.
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