En el Starlite, los cuerpos bellísimos se retuercen bailando, hay risas, hay esa atmósfera de la gente que es guapa y lo sabe.
Al principio me gusta Sisi.
Suena delicado, un poco bobo, muy en la onda de todos los diminutivos de grandes de España: Tita, Colate, Pipe.
Más tarde concluyo que es demasiado poco, y que se me puede ver el plumero.
Es como robar: si hurtas una chocolatina mirando como un desquiciado hacia todos lados, lo más probable es que te pillen. Si, en cambio, coges una pantalla plana y sales alegremente por la puerta del centro comercial, es posible que pases desapercibido.
Por ello, decido ir por la puerta grande y que esta noche, en el Starlite, me llamaré Ernestina.
Es un nombre lo suficientemente increíble como para resultar creíble. Me parece, además, que sugiere una verdadera fortuna, clases de equitación, gran compromiso con alguna causa solidaria y, sobre todo, muchos veranos en Marbella, en el barco de papá. ¿Qué hace papá? Negocios. ¿Y yo? Soy artista.
Ernestina, un personaje bastante vago, queda más o menos asentado cuando me visto y me maquillo.Sé que no doy el pego, pero Ernestina puede ser bohemia, estar un poco pirada, no importarle una mancha en su falda larga estampada. Me miro en el espejo.
Podría ser la hermana baja, fea y descuidada de Tatiana Santodomingo.
Eso es un OK. Nada más llegar, por supuesto, mi OK se derrumba. Frente al photocall del Starlite, mujeres que no sé quiénes son muestran largas hileras de dientes blanquísimos, melenas infinitas y brillantes, miembros bronceados, gran profusión de blancos y dorados.
Tiemblo levemente. Hace tres meses que no me tiño el pelo y la mancha de mi falda, de pronto, es inmensa.
"Ernestina -me digo- solo tienes que ser tú misma".
Hay algo sectario en la entrada al Starlite, cuestión que creo que incluso ha sido reforzada para potenciar la sensación de exclusividad.
Los taxis llegan solo hasta un punto de la montaña en la que se encuentra la antigua cantera en la que se celebra el festival.
Allí hay que bajarse y esperar unos microbuses del festival, que bajan y suben gente constantemente a lo largo de toda la noche. Arriba, no puedo evitar una sensación de claustrofobia.
"Después del concierto de Texas, es mejor que te quedes ya hasta la pinchada de Juan Magán, porque se va a atascar el camino y no va a haber forma de bajar", me indican en el departamento de acreditaciones.
Estoy atrapada con una tonelada de gente muy pija, famosos, algunos turistas ricos y unas cuantas decenas de personas más normales en una antigua cantera en los altos de Marbella.
Pocas veces he estado en un lugar pretendidamente lujoso que soportase la bajada del telón.
En cuanto tiras de la manta que oculta la cutrez, la cutrez está ahí, agazapada.
Desde las bodas de alto copete en las que trabajé como camarera, hasta algunos hoteles a los que he ido por trabajo, pasando por unos pocos restaurantes y experiencias con el sello del lujo a los que he sido invitada como periodista: todos ellos eran simples fachadas, intentos por ocultar, en realidad, realidades mucho más penosas y cutres que la verdadera realidad.
Cuando nada se oculta, cuando las cosas son buenas porque lo son, ahí es cuando el lujo, sin ser llamado lujo, aparece.
El Starlite es un tipo aparentemente guapísimo que intenta gustarte a base de insistencia, peloteo y toneladas de maquillaje.
El interés decae, los defectos brillan, no te apetece quedar.
Creo que incluso Ernestina, pija bohemia, estaría más a gusto en la cantera rojiza, sin escenarios ni grandes efectos de luces, sin tiendas de lujo ni helados diseñados por ti que no saben a nada.
El espacio, de por sí, es tan bello, que no necesita esos arreglos. Claro que el concierto de Texas es impecable, con Sharleen, amor de adolescencia, derrochando simpatía y comentarios al público, e incluso defendiendo a una chica del marcaje de un segurata.
Por supuesto, que Juan Magán enloquece a los asistentes.
Los cuerpos bellísimos se retuercen bailando, hay risas, hay copas de vino blanco y cava, hay esa atmósfera inconfundible de la gente que es guapa y lo sabe, y sabe cómo potenciarlo, y realmente disfruto y admiro viendo lo que han conseguido.
Incluso estos adolescentes, que empiezan a aparecer en manada nada más terminar Texas, dejándose ver, tienen más control y consciencia de sus cuerpos del que yo tendré jamás sobre el mío. Algunos de los chicos fuman unos puritos finos con la camisa un poco abierta, los pantalones blancos y esas inconfundibles ondas pijas en el pelo.
Ellas no son, como las chicas Medusa Sunbeach, clones perfectamente estudiados, pero clones adolescentes.
En el mundo Starlite, a los 18 años, cada una maneja un estilo distinto, con opciones que a veces rozan el riesgo.
Tanto ellos como ellas parecen ansiosos por ser mayores.
Es como ver a unos niños jugar a las casitas de una forma tan convincente que da miedo.
En la zona del anfiteatro, cada cierto tiempo se divisa un famoso. Desearía tener un Shazam [aplicación que identifica música] de caras de famosos que me permitiese identificarlos, pero solo tengo una app de reconocimiento de plantas que he utilizado dos veces. Cayetano Martínez de Irujo y Fran Rivera resplandecen, muy bronceados, no muy lejos de donde estoy.
El grupo con el que trabo conversación tiene mi edad, trabaja, en su mayoría, en el propio negocio del lujo (y lo dicen así: trabajo en el sector del lujo) y comenta cotilleos del día de ayer, el día que no había que perderse y que Ernestina se perdió "porque estaba en una reunión en Madrid, qué pena".
Ayer Antonio Banderas estaba enfadado, ayer Antonia Dell'Atte se desmayó y vino la ambulancia.
Creo que una de ellas me descubre buscando en el móvil -mi móvil con la funda destrozada; el personaje de Ernestina se va despeñando lentamente por un barranco- "Sharleen Spiteri lesbiana" (realmente, no sé cómo, a los 12 años, cuando estaba enamorada de la cantante de Texas, no me lo pregunté) y temo, porque mi lugar en ese grupo es precario, y sé que ya hay evidencias que hacen que me sientan muy distinta de ellos.
Cuando huyo al baño, me encuentro con que los baños se han tupido y grandes bolas de papel mojado llenan las tazas.
Las puertas no cierran bien y una señora se hace daño en un dedo intentando cerrar el pestillo.
Veo sangre y salgo instantáneamente.
He pasado algo de miedo al pasar bajo el anfiteatro para acceder a los baños, porque todo vibraba, se oía el retumbar de los pasos.
A la salida, la vibración y el derrumbe del viaducto de Génova encienden a la paranoica que hay en mí.
Así que Ernestina, esa farsante, atraviesa el recinto para irse. Al pasar junto a un grupo de hombres con camisas pastel que toman champán, escucho "Marichalar" y "vaya crack" en su conversación. Llego a la entrada corriendo, justo a tiempo para coger el microbús que me llevará al mundo de abajo.
Desde la ventana, miro el resplandor de la cantera y le digo adiós a Ernestina.
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