Este licor me lleva directamente a los tiempos de felicidad de mi primer viaje a Italia
Con un poco de suerte podría ver a Pier Paolo Pasolini escribiendo sentado en una terraza.
1. Puestos a seguir la ruta de la memoria por donde
conducen también algunas bebidas, el Campari me lleva directamente a los
tiempos de felicidad de mi primer viaje a Italia.
Ignoro de qué clase de hierbas se compone ese trago amargo y ligero, pero yo era tan frívolo que al principio lo bebía solo por su color rojo quisquilla y por el placer de tenerlo en la mano.
La primera vez fue en el Rosati en la plaza del Popolo de Roma, un día de primavera, en una mesa donde, según el camarero, solían sentarse a charlar Fellini y Alberto Moravia.
Como siempre sucede, ellos ese día no estaban allí.
Fue un año indefinido del que solo recuerdo la sensación de libertad que suponía dejar atrás por unos días aquella España de esparto y estameña y creerse libre como un perro al que le quitan la correa y el collar.
En aquel tiempo cualquier progresista llegado a Roma tenía la obligación de visitar a Alberti o fingir que lo había visitado en su casa de Vía Garibaldi, en el Trastevere.
No fue mi caso puesto que en ese momento yo tenía otro dios, llamado Pier Paolo Pasolini, y mi sueño consistía en imaginar que un día podría cruzar mi campari con el suyo haciendo sonar nuestros vidrios en el aire.
Alguien me había contado que Pasolini solía comer en una trattoria llamada Al Biondo Tevere, junto a la basílica de San Pablo en la Vía Ostiense.
Con un poco de suerte podría verlo escribiendo sentado en la terraza que daba al Tíber o en su asidua tertulia con Moravia, Elsa Morante, Fellini, Sordi y Anna Magnani.
Pregunté por él a Giuseppina, la mujer de Vincenzo, el dueño, quien me dio largas diciendo que hacía tiempo que Pasolini ya no iba por allí.
Años después, esa trattoria se convirtió en un lugar de culto, parada obligatoria para muchos devotos de este santo laico representado en las fotografías que cubrían las paredes, porque la noche del 2 de noviembre de 1975, antes de tomar la Vía Nazionale en sentido al Lido di Ostia, donde fue asesinado, Pasolini se detuvo allí con su verdugo, el chapero Giuseppe Pelosi, al que había cargado en su coche en los aledaños de la estación Termini.
El chico pidió unos espaguetis y el poeta, que ya había cenado, se tomó una cerveza y un plátano.
. Se dice que no hay que morir sin haberse reflejado en los espejos biselados de todos los cafés literarios donde se han sentado los artistas que admiras. En mis primeros tiempos de Campari yo sufría esta devoción de la que me he curado por completo, gracias a la aversión que llegó a producirme la figura de Hemingway como marca turística. Así que, recién llegado por primera vez a Venecia, fui a sentarme en la bombonera del Caffè Florian, que sigue en pie en la plaza de San Marcos desde principios del siglo XVIII, y me tomé un campari, a la sombra de Proust, que pasó muchas veces por allí cuando se hospedaba en el hotel Danieli. Fuera, en la plaza, una orquestina tocaba un vals mientras la ciudad, como el Titanic, se hundía en la laguna. Entonces aún se podía pasar la noche en un saco de dormir bajo los soportales de la plaza y cientos de jóvenes se disponían a hacerlo como caídos en un campo de batalla después de orinar contra las paredes de la fenecida belleza.
El Campari brillaba sobre el color de limón podrido de la ciénaga donde se ahogaba la estética.
3. Sentado en un viejo sillón de mimbre, en el belvedere del Grand Hotel Villa Politi de Siracusa, en Sicilia, con los pies desnudos apoyados en la barandilla que guarda el foso de la latomia de Capuchinos me recuerdo con un campari en la mano leyendo El Inmoralista de Gide.
Las latomias de Siracusa son las profundas galerías, abiertas algunas a pleno sol, que dejaron las antiguas canteras de los griegos, desde el siglo Vl antes de Cristo, de donde se extrajo toda la piedra caliza para levantar bastiones militares, teatros, templos y los dioses respectivos.
Hoy los templos antiguos ya no existen y los dioses también han desaparecido, pero estas grutas gigantescas poseen la sombra idealista de la que extrajo Platón el mito de la caverna.
Los salones del Villa Politi albergan los espectros de Renan, de Maupassant, de André Gide, de personajes de la alta sociedad centroeuropea que en el periodo de entreguerras pasearon por este lugar una tuberculosis muy elegante, románticos exploradores del sur, todos en busca de los últimos placeres de los sentidos bajo el fuego del siroco.
Ignoro de qué clase de hierbas se compone ese trago amargo y ligero, pero yo era tan frívolo que al principio lo bebía solo por su color rojo quisquilla y por el placer de tenerlo en la mano.
La primera vez fue en el Rosati en la plaza del Popolo de Roma, un día de primavera, en una mesa donde, según el camarero, solían sentarse a charlar Fellini y Alberto Moravia.
Como siempre sucede, ellos ese día no estaban allí.
Fue un año indefinido del que solo recuerdo la sensación de libertad que suponía dejar atrás por unos días aquella España de esparto y estameña y creerse libre como un perro al que le quitan la correa y el collar.
En aquel tiempo cualquier progresista llegado a Roma tenía la obligación de visitar a Alberti o fingir que lo había visitado en su casa de Vía Garibaldi, en el Trastevere.
No fue mi caso puesto que en ese momento yo tenía otro dios, llamado Pier Paolo Pasolini, y mi sueño consistía en imaginar que un día podría cruzar mi campari con el suyo haciendo sonar nuestros vidrios en el aire.
Alguien me había contado que Pasolini solía comer en una trattoria llamada Al Biondo Tevere, junto a la basílica de San Pablo en la Vía Ostiense.
Con un poco de suerte podría verlo escribiendo sentado en la terraza que daba al Tíber o en su asidua tertulia con Moravia, Elsa Morante, Fellini, Sordi y Anna Magnani.
Pregunté por él a Giuseppina, la mujer de Vincenzo, el dueño, quien me dio largas diciendo que hacía tiempo que Pasolini ya no iba por allí.
Años después, esa trattoria se convirtió en un lugar de culto, parada obligatoria para muchos devotos de este santo laico representado en las fotografías que cubrían las paredes, porque la noche del 2 de noviembre de 1975, antes de tomar la Vía Nazionale en sentido al Lido di Ostia, donde fue asesinado, Pasolini se detuvo allí con su verdugo, el chapero Giuseppe Pelosi, al que había cargado en su coche en los aledaños de la estación Termini.
El chico pidió unos espaguetis y el poeta, que ya había cenado, se tomó una cerveza y un plátano.
. Se dice que no hay que morir sin haberse reflejado en los espejos biselados de todos los cafés literarios donde se han sentado los artistas que admiras. En mis primeros tiempos de Campari yo sufría esta devoción de la que me he curado por completo, gracias a la aversión que llegó a producirme la figura de Hemingway como marca turística. Así que, recién llegado por primera vez a Venecia, fui a sentarme en la bombonera del Caffè Florian, que sigue en pie en la plaza de San Marcos desde principios del siglo XVIII, y me tomé un campari, a la sombra de Proust, que pasó muchas veces por allí cuando se hospedaba en el hotel Danieli. Fuera, en la plaza, una orquestina tocaba un vals mientras la ciudad, como el Titanic, se hundía en la laguna. Entonces aún se podía pasar la noche en un saco de dormir bajo los soportales de la plaza y cientos de jóvenes se disponían a hacerlo como caídos en un campo de batalla después de orinar contra las paredes de la fenecida belleza.
El Campari brillaba sobre el color de limón podrido de la ciénaga donde se ahogaba la estética.
3. Sentado en un viejo sillón de mimbre, en el belvedere del Grand Hotel Villa Politi de Siracusa, en Sicilia, con los pies desnudos apoyados en la barandilla que guarda el foso de la latomia de Capuchinos me recuerdo con un campari en la mano leyendo El Inmoralista de Gide.
Las latomias de Siracusa son las profundas galerías, abiertas algunas a pleno sol, que dejaron las antiguas canteras de los griegos, desde el siglo Vl antes de Cristo, de donde se extrajo toda la piedra caliza para levantar bastiones militares, teatros, templos y los dioses respectivos.
Hoy los templos antiguos ya no existen y los dioses también han desaparecido, pero estas grutas gigantescas poseen la sombra idealista de la que extrajo Platón el mito de la caverna.
Los salones del Villa Politi albergan los espectros de Renan, de Maupassant, de André Gide, de personajes de la alta sociedad centroeuropea que en el periodo de entreguerras pasearon por este lugar una tuberculosis muy elegante, románticos exploradores del sur, todos en busca de los últimos placeres de los sentidos bajo el fuego del siroco.
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