Algunos comienzos de libros se hacen tan célebres que se convierten en lugares comunes:
'El Quijote', 'Cien años de soledad', 'La metamorfosis'... ¿Qué secreto encierran esas frases que pasan a la posteridad?
Cuando el Conejo Blanco aparece ante el Rey Rojo para dar su
testimonio en el País de las Maravillas, dice que no sabe por dónde
empezar.
“Empiece en el principio”, le dice el Rey, “y siga hasta que llegue al final. Entonces deténgase”.
¿Pero qué es ese principio? San Juan, pensando sin duda que aclaraba así el complejo dogma cristiano, escribió que en el principio era el verbo.
Siglos más tarde, en la primera parte del Fausto, el desilusionado doctor busca en esa primera palabra el entendimiento que siente le falta.
Lutero había traducido ese verbo (logos) como wort, “palabra”, perdiendo así los otros sentidos implícitos en el vocablo griego, y Fausto se propone leerlos como “sinn”, “kraft” y “tat” —“intelecto”, “fuerza” y “acción”—.
Para Fausto, en el principio del libro sagrado están todas esas cosas.
Las palabras iniciales de todo texto deben hacer presentir las páginas que siguen.
Pausada o bruscamente, resumiendo el argumento o distrayendo al lector para que no adivine el desenlace, indicando el tono de la narración que vendrá o dando falsos indicios, excusándose o vanagloriándose de la aptitud del autor, las primeras palabras son el gesto de reconocimiento o desafío lanzadas desde el punto final de un libro al lector que inicia el recorrido.
Por motivos por lo general misteriosos, ciertas de estas aperturas se hacen tan célebres que se transforman en lugares comunes, mientras que otras son relegadas al olvido como enamoramientos fugaces.
Todo lector reconoce el aterrador inicio de La metamorfosis, de Kafka:
“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto”
Nadie puede olvidar el inapelable comienzo de El contrato social, de Rousseau:
“El hombre ha nacido libre y en todas partes se halla en cadenas”. ¿Por qué recordamos el musical inicio de Las ruinas circulares, de Borges (“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”), y no con igual facilidad “
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua”, de Casa tomada, de Cortázar?
Quizás por el poder del inaudito adjetivo “unánime”, tanto más memorable que los banales aunque exactos epítetos “espaciosa y antigua”.
Esto sugiere que tal vez nos dejemos seducir más prontamente por el tono de los comienzos que por su significado.
“Háblame, Musa, del varón de gran ingenio” con que inicia la Odisea y “Canta, diosa, la cólera de Aquiles” de la Ilíada dependen, para que las recordemos, y a menos que sepamos griego antiguo, de la traducción que elijamos para leerlas.
Sin tomar en cuenta las páginas preliminares que Cervantes escribió para su Quijote, aun quienes no han leído la novela se saben de memoria las primeras hoy célebres palabras del primer capítulo.
Sin embargo, a pesar de los innumerables comentarios que aparecieron desde la publicación del libro en 1605 (y aún antes, cuando circulaban copias manuscritas del libro, como prueban las respuestas que da Lope a Cervantes en El peregrino en su patria, publicado el año anterior), no sabemos nada de cómo el Quijote fue compuesto.
No conservamos un manuscrito de la mano de Cervantes, no sabemos cuáles fueron sus primeros esbozos, sus dudas, qué otras palabras iniciales fueron imaginadas y desechadas, cuál fue su inspiración inicial.
El imprescindible Francisco Rico, comentando en 1996 una edición crítica del Quijote de Rodríguez Marín, observó que la larga nota acerca de aquel “lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” señalaba la influencia de “un menguado romancillo que ni el autor ni nadie podía tener presente” y no decía nada sobre la palabra lugar, que el lector, según Rico, “interpreta indefectiblemente y equivocadamente como ‘sitio’, ‘paraje’ y no como pueblecito”.
Rico añade que la emoción que pueden despertar en el lector las famosas palabras de Cervantes muchas veces requiere el salteo de todo el armatoste crítico.
Las primeras palabras de una obra maestra pueden prescindir de celestinas.
Goethe decía que, antes de escribir un libro, uno tenía que tener “el todo en su cabeza” porque “un libro no empieza necesariamente por la primera frase”.
“Empiece en el principio”, le dice el Rey, “y siga hasta que llegue al final. Entonces deténgase”.
¿Pero qué es ese principio? San Juan, pensando sin duda que aclaraba así el complejo dogma cristiano, escribió que en el principio era el verbo.
Siglos más tarde, en la primera parte del Fausto, el desilusionado doctor busca en esa primera palabra el entendimiento que siente le falta.
Lutero había traducido ese verbo (logos) como wort, “palabra”, perdiendo así los otros sentidos implícitos en el vocablo griego, y Fausto se propone leerlos como “sinn”, “kraft” y “tat” —“intelecto”, “fuerza” y “acción”—.
Para Fausto, en el principio del libro sagrado están todas esas cosas.
Las palabras iniciales de todo texto deben hacer presentir las páginas que siguen.
Pausada o bruscamente, resumiendo el argumento o distrayendo al lector para que no adivine el desenlace, indicando el tono de la narración que vendrá o dando falsos indicios, excusándose o vanagloriándose de la aptitud del autor, las primeras palabras son el gesto de reconocimiento o desafío lanzadas desde el punto final de un libro al lector que inicia el recorrido.
Por motivos por lo general misteriosos, ciertas de estas aperturas se hacen tan célebres que se transforman en lugares comunes, mientras que otras son relegadas al olvido como enamoramientos fugaces.
Todo lector reconoce el aterrador inicio de La metamorfosis, de Kafka:
“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto”
Nadie puede olvidar el inapelable comienzo de El contrato social, de Rousseau:
“El hombre ha nacido libre y en todas partes se halla en cadenas”. ¿Por qué recordamos el musical inicio de Las ruinas circulares, de Borges (“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”), y no con igual facilidad “
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua”, de Casa tomada, de Cortázar?
Quizás por el poder del inaudito adjetivo “unánime”, tanto más memorable que los banales aunque exactos epítetos “espaciosa y antigua”.
Esto sugiere que tal vez nos dejemos seducir más prontamente por el tono de los comienzos que por su significado.
“Háblame, Musa, del varón de gran ingenio” con que inicia la Odisea y “Canta, diosa, la cólera de Aquiles” de la Ilíada dependen, para que las recordemos, y a menos que sepamos griego antiguo, de la traducción que elijamos para leerlas.
Sin tomar en cuenta las páginas preliminares que Cervantes escribió para su Quijote, aun quienes no han leído la novela se saben de memoria las primeras hoy célebres palabras del primer capítulo.
Sin embargo, a pesar de los innumerables comentarios que aparecieron desde la publicación del libro en 1605 (y aún antes, cuando circulaban copias manuscritas del libro, como prueban las respuestas que da Lope a Cervantes en El peregrino en su patria, publicado el año anterior), no sabemos nada de cómo el Quijote fue compuesto.
No conservamos un manuscrito de la mano de Cervantes, no sabemos cuáles fueron sus primeros esbozos, sus dudas, qué otras palabras iniciales fueron imaginadas y desechadas, cuál fue su inspiración inicial.
El imprescindible Francisco Rico, comentando en 1996 una edición crítica del Quijote de Rodríguez Marín, observó que la larga nota acerca de aquel “lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” señalaba la influencia de “un menguado romancillo que ni el autor ni nadie podía tener presente” y no decía nada sobre la palabra lugar, que el lector, según Rico, “interpreta indefectiblemente y equivocadamente como ‘sitio’, ‘paraje’ y no como pueblecito”.
Rico añade que la emoción que pueden despertar en el lector las famosas palabras de Cervantes muchas veces requiere el salteo de todo el armatoste crítico.
Las primeras palabras de una obra maestra pueden prescindir de celestinas.
Goethe decía que, antes de escribir un libro, uno tenía que tener “el todo en su cabeza” porque “un libro no empieza necesariamente por la primera frase”.
Probablemente esto sea cierto, pero hay algo inefable en
las palabras iniciales que para un lector es el “Ábrete, Sésamo” de un
texto.
“Arma virumque cano”, “Nel mezzo del cammin di nostra vita”, “Call me Ishmael”, “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”,
“Longtemps je me suis couché de bonne heure”,
se han convertido, al correr de nuestras lecturas, en una suerte de
catálogo abreviado de la literatura universal canónica.
Al placer de la
cita reconocida (de la Eneida, la Divina comedia, Moby-Dick, Anna Karénina,
En busca del tiempo perdido) se agrega la emoción de iniciar un viaje, el encanto de una aventura compartida.
A veces, la arqueología literaria nos permite entrever la
prehistoria de una obra.
Boccaccio nos cuenta que Dante empezó a
escribir su Comedia en latín antes de elegir la lengua florentina, y que sus primeras palabras fueron“ultima regna canam”
(“los reinos ultraterrenos cantaré”), en lugar de la oscura selva y el
camino de la vida.
Sabemos, por el manuscrito que se conserva en la
Fundación Bodmer de Ginebra, que Proust imaginó las palabras“Pendant bien des années, chaque soir, quand je venais me coucher” antes de preferir la frase ahora célebre.
El tapuscrito de Cien años de soledad
(conservado en la Universidad de Texas) nos revela en la primera página
una única corrección: la primera frase que anuncia el descubrimiento
del hielo no tiene alteraciones, pero, en cambio, los dos párrafos
iniciales se convierten en uno solo.
Louis Aragón, en desacuerdo con Goethe, declara en Je n’ai jamais appris à écrire que la escritura no ocurre después de concebir la obra entera sino en el incipit,
por detrás de las palabras iniciales y también a partir de ellas.
Aragón no entendía por “palabras iniciales” las que aparecen impresas en
el primer renglón de un libro, sino esa primera iluminación verbal que
tiene un escritor, una suerte de epifanía literaria a partir de la cual
una obra empieza a existir.
“Una historia no tiene ni principio ni fin”
son las primeras palabras de El fin de la aventura, de Graham Greene.
“Uno elige arbitrariamente el instante de la experiencia desde el cual mirar hacia atrás o hacia adelante”.
Ese instante puede estar fuera del marco de la historia.
Sabemos que en el caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, ese instante fue una pesadilla, una de las muchas en las que sentía que lo que él llamaba “la bruja nocturna” lo atrapaba por la garganta y le impedía respirar.
La pesadilla no fue verbal sino física: la sensación de estar poseído por un temible y aborrecido color pardo.
Para Flaubert, su Madame Bovary no comenzó con el aún hoy misterioso “nosotros” que reciben en su clase al nuevo alumno Charles Bovary, sino con la breve lectura de un suelto policial que le inspiró no sólo el argumento, sino también el estilo llano del libro.
“Anoche empecé mi novela”, le escribe Flaubert a su amiga Louise Colet el 20 de septiembre de 1851.
“Entreveo ahora dificultades de estilo que me aterran.
No es un simple asunto ser sencillo
. Tengo miedo de caer en un Paul de Kock o en un Balzac chateaubrianizado”.
El lector de Madame Bovary siente el deseo de consolar a Flaubert y decirle que por cierto no fue así.
Hay primeras palabras de obras ilustres que no nos dicen nada de la genialidad a venir o por lo menos no nos embelesan.
No creo que la lectura de “Bien, desde ahora, Génova y Lucca no son más que haciendas, dominios de la familia Bonaparte” haga que un lector desprevenido intuya que está empezando a leer Guerra y paz, ni que “Un fantasma recorre Europa” es la introducción al Manifiesto comunista.
Por otra parte, hay comienzos tan geniales que el lector no puede sino sentirse desilusionado con las páginas que le siguen. Por ejemplo, no sé si el Monsieur Teste, de Valéry, cumple con la promesa de su admirable inicio,
“La estupidez no es mi fuerte”, ni si Las torres de Trebisonda, de Rose Macaulay, mantiene a lo largo del libro la sutil ironía de su primera frase:
“Toma mi camello, querida’, dijo mi tía Dot al desmontar del animal al regresar de la misa”.
Los lectores sentimos que las palabras con las que comienza un libro son esenciales, quizás más que las últimas, porque sabemos que toda conclusión tiene algo de Ítaca y que llegados a ella ya no hay más viajes ni aventuras.
La frase inicial de un texto presagia (aunque no revela) ese arribo al ansiado puerto.
“Si seré el héroe de mi propia vida, o si ese rol será adjudicado a otro, las páginas siguientes lo dirán”, escribe Dickens al comienzo de David Copperfield.
Lo mismo puede decirse de toda primera palabra.
Sabemos que en el caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, ese instante fue una pesadilla, una de las muchas en las que sentía que lo que él llamaba “la bruja nocturna” lo atrapaba por la garganta y le impedía respirar.
La pesadilla no fue verbal sino física: la sensación de estar poseído por un temible y aborrecido color pardo.
Para Flaubert, su Madame Bovary no comenzó con el aún hoy misterioso “nosotros” que reciben en su clase al nuevo alumno Charles Bovary, sino con la breve lectura de un suelto policial que le inspiró no sólo el argumento, sino también el estilo llano del libro.
“Anoche empecé mi novela”, le escribe Flaubert a su amiga Louise Colet el 20 de septiembre de 1851.
“Entreveo ahora dificultades de estilo que me aterran.
No es un simple asunto ser sencillo
. Tengo miedo de caer en un Paul de Kock o en un Balzac chateaubrianizado”.
El lector de Madame Bovary siente el deseo de consolar a Flaubert y decirle que por cierto no fue así.
Hay primeras palabras de obras ilustres que no nos dicen nada de la genialidad a venir o por lo menos no nos embelesan.
No creo que la lectura de “Bien, desde ahora, Génova y Lucca no son más que haciendas, dominios de la familia Bonaparte” haga que un lector desprevenido intuya que está empezando a leer Guerra y paz, ni que “Un fantasma recorre Europa” es la introducción al Manifiesto comunista.
Por otra parte, hay comienzos tan geniales que el lector no puede sino sentirse desilusionado con las páginas que le siguen. Por ejemplo, no sé si el Monsieur Teste, de Valéry, cumple con la promesa de su admirable inicio,
“La estupidez no es mi fuerte”, ni si Las torres de Trebisonda, de Rose Macaulay, mantiene a lo largo del libro la sutil ironía de su primera frase:
“Toma mi camello, querida’, dijo mi tía Dot al desmontar del animal al regresar de la misa”.
Los lectores sentimos que las palabras con las que comienza un libro son esenciales, quizás más que las últimas, porque sabemos que toda conclusión tiene algo de Ítaca y que llegados a ella ya no hay más viajes ni aventuras.
La frase inicial de un texto presagia (aunque no revela) ese arribo al ansiado puerto.
“Si seré el héroe de mi propia vida, o si ese rol será adjudicado a otro, las páginas siguientes lo dirán”, escribe Dickens al comienzo de David Copperfield.
Lo mismo puede decirse de toda primera palabra.
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