El Rayo Verde de Gerra
Un prado con vistas al Cantábrico, conciertos y cócteles para disfrutar de la puesta de sol en el parque natural de Oyambre
Algunos básicos que aprendí de pequeña sobre el comportamiento
tradicional en los arenales cántabros: uno va a la playa a bañarse y si
al llegar está lloviendo o siente que el agua está fría no se echa atrás
–si la zambullida es rápida te has pegado un cole–.
En el cesto, además de una toalla, no debe faltar un jersey ligero. Por otro lado, aunque brille mucho el sol –y ya se sabe que un buen día del norte vale por 20 del sur– tampoco debe extenderse demasiado el tiempo que uno pasa al borde del mar porque entonces no vas a la playa sino “de excursión a la playa” y más de un par de acampadas en un verano sería un exceso, así que preferiblemente se vuelve a comer casa.
Los chiringuitos en la arena son notables excepciones.
La terraza del Rayo Verde se alza en una colina, hay que pasar la Ría de la Rabia y dejar atrás la playa de Oyambre, para llegar al alto donde se abre la apabullante vista de suaves montañas y lánguidas vacas, con la larga playa de arena blanca de Gerra y su continuación en la playa de Merón, y el final de la ría de San Vicente de la Barquera con su castillo y los Picos de Europa como telón de fondo.
Paula Filella plantó aquí (literalmente) su chiringuito hace ya cuatro años, en el prado trasero del restaurante Gerruca, colindante con el del hotel Gerra Mayor.
Tenía entonces 19 y quería trabajar sin renunciar al lugar donde había pasado todos los veranos de su vida.
Su padre le dio la idea y el nombre: El Rayo Verde.
Ella enroló a sus dos hermanas, Livia y Alba, y fue sumando a amigos al proyecto.
Las jóvenes rubias ampurdanesas abren del 15 de julio al último fin de semana de septiembre, desde las 5 de la tarde hasta medianoche, siempre que la meteorología lo permita.
La paparda son esos pececillos diminutos y algo inútiles que nadan en
las charcas que se forman entre las rocas al bajar la marea, y así es
como los lugareños, con retranca cántabra, bautizaron a los veraneantes
del pueblo de Comillas
y alrededores.
El término no es catalán pero suena a catalán, y muchos de los distinguidos residentes estivales de esta zona también lo son y lo eran.
No es el Rayo Verde el primer negocio que un veraneante monta, pero éste demuestra que a veces los pececillos crecen y realzan sin estorbar el atractivo de un lugar que estiman.
Hay un suave toque jamaicano, relajado, asequible y falto de pretensiones, en la estructura de madera pintada de desvaído verde y rojo, con techo de cáñamo, donde se encuentra la barra tras la que preparan pisco sour, bloody mary, mojitos, piña colada y caipirinha.
Las mesas y sillas de metal ocupan la colina descendente cara al mar de Gerra, y el camión en el que hacían hamburguesas y patatas este año lo ha traído una marca de cervezas; la comida sale ahora de una pequeña cocina tras la barra.
La lista de conciertos va creciendo, pero el pequeño escenario mantiene su toque casero, y la clientela mezcla a veraneantes y locales, jóvenes y mayores.
La importante mejora de esta temporada: un parking en el prado de abajo que permite no acabar con una multa por colapsar la carretera.
Dice Paula, mientras atiende a un proveedor, y enseña a su hermana ese golpe seco con el que hay que terminar de agitar la coctelera, que solo prepara comida y bebida que ella tomaría, que aquí la vista lo es todo y no hay que poner más, excepto buena música: se trata de no estropear el lugar, ni distraer del espectacular atardecer en el que cada verano todos se esfuerzan por ver ese último rayo mágico que dicen que brilla justo antes de que el sol se oculte.
Puede que tal rayo no exista, pero la parada sin duda merece la pena. (Si que existe por lo menos en las Islas Canarias se suele ver pero es como una joya preciosa, nunca sabes si lo verás alguna otra vez)
En el cesto, además de una toalla, no debe faltar un jersey ligero. Por otro lado, aunque brille mucho el sol –y ya se sabe que un buen día del norte vale por 20 del sur– tampoco debe extenderse demasiado el tiempo que uno pasa al borde del mar porque entonces no vas a la playa sino “de excursión a la playa” y más de un par de acampadas en un verano sería un exceso, así que preferiblemente se vuelve a comer casa.
Los chiringuitos en la arena son notables excepciones.
La terraza del Rayo Verde se alza en una colina, hay que pasar la Ría de la Rabia y dejar atrás la playa de Oyambre, para llegar al alto donde se abre la apabullante vista de suaves montañas y lánguidas vacas, con la larga playa de arena blanca de Gerra y su continuación en la playa de Merón, y el final de la ría de San Vicente de la Barquera con su castillo y los Picos de Europa como telón de fondo.
Paula Filella plantó aquí (literalmente) su chiringuito hace ya cuatro años, en el prado trasero del restaurante Gerruca, colindante con el del hotel Gerra Mayor.
Tenía entonces 19 y quería trabajar sin renunciar al lugar donde había pasado todos los veranos de su vida.
Su padre le dio la idea y el nombre: El Rayo Verde.
Ella enroló a sus dos hermanas, Livia y Alba, y fue sumando a amigos al proyecto.
Las jóvenes rubias ampurdanesas abren del 15 de julio al último fin de semana de septiembre, desde las 5 de la tarde hasta medianoche, siempre que la meteorología lo permita.
El término no es catalán pero suena a catalán, y muchos de los distinguidos residentes estivales de esta zona también lo son y lo eran.
No es el Rayo Verde el primer negocio que un veraneante monta, pero éste demuestra que a veces los pececillos crecen y realzan sin estorbar el atractivo de un lugar que estiman.
Hay un suave toque jamaicano, relajado, asequible y falto de pretensiones, en la estructura de madera pintada de desvaído verde y rojo, con techo de cáñamo, donde se encuentra la barra tras la que preparan pisco sour, bloody mary, mojitos, piña colada y caipirinha.
Las mesas y sillas de metal ocupan la colina descendente cara al mar de Gerra, y el camión en el que hacían hamburguesas y patatas este año lo ha traído una marca de cervezas; la comida sale ahora de una pequeña cocina tras la barra.
La lista de conciertos va creciendo, pero el pequeño escenario mantiene su toque casero, y la clientela mezcla a veraneantes y locales, jóvenes y mayores.
La importante mejora de esta temporada: un parking en el prado de abajo que permite no acabar con una multa por colapsar la carretera.
Dice Paula, mientras atiende a un proveedor, y enseña a su hermana ese golpe seco con el que hay que terminar de agitar la coctelera, que solo prepara comida y bebida que ella tomaría, que aquí la vista lo es todo y no hay que poner más, excepto buena música: se trata de no estropear el lugar, ni distraer del espectacular atardecer en el que cada verano todos se esfuerzan por ver ese último rayo mágico que dicen que brilla justo antes de que el sol se oculte.
Puede que tal rayo no exista, pero la parada sin duda merece la pena. (Si que existe por lo menos en las Islas Canarias se suele ver pero es como una joya preciosa, nunca sabes si lo verás alguna otra vez)
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