Una investigación negligente mantiene sin aclarar la muerte de Casta Castrillo en dicha localidad cordobesa, el 19 de julio de 1995.
El cadáver fue hallado en un olivar con un fuerte golpe en la cabeza.
Una calurosa tarde, Casta Castrillo, de 31 años, pasea en bicicleta. No regresa a casa.Su cadáver fue hallado en un olivar. Una nefasta investigación mantiene el caso abierto 23 años después.
El asesino o los asesinos andan sueltos por los alrededores.
Este es un reportaje, publicado en EL PAÍS el 5 de agosto de 2007, que narra uno de los casos más mediáticos que ha vivido la localidad cordobesa de Puente Genil en las últimas dos décadas:
Nada parece haber cambiado cuando Cipriano Castrillo deshoja las tardes por el camino del canal como si andando fuera posible retroceder en el tiempo al día en el que asesinaron a su hija Casta.
El hombre reconstruye el mismo itinerario que ella recorrió en bicicleta el miércoles 19 de julio de 1995, entre las ocho y media y las nueve y media de una calurosa jornada.
Algunos lugareños recuerdan haberla visto durante el recorrido, una vecina entabló conversación con ella, pero nadie sabe cómo desapareció.
Un agricultor encontró la bicicleta en medio de la calzada y la desplazó a la cuneta.
Otro vecino vio esa bicicleta apartada y sin dueño: no sospechó nada, pero recuerda la hora porque sonaron las campanadas de las diez.
Una semana después, el cuerpo semidesnudo de Casta fue hallado bajo un olivo a cuatro kilómetros del lugar.
De su bicicleta nunca volvió a saberse nada. Tampoco del autor o autores del asesinato.
El camino arranca en uno de los márgenes de la localidad cordobesa de Puente Genil (30.000 habitantes).
Es una vieja calzada asfaltada que circula paralela al canal del río Genil y a la carretera de Montalbán, un trayecto oscilante, de suaves pendientes cuyos márgenes están ocupados por olivares y alguna casa.
No es un lugar alejado y solitario, concurrido generalmente por ciclistas, alguna prostituta, automóviles en tránsito y vecinos que pasean, como hace Cipriano por la tarde desde hace 12 años, quien todavía se pregunta cómo a esas horas de un mes de julio, aún bajo la tibia luz del sol que se apaga, pudo su hija desaparecer sin que nadie viera o escuchara algo.
Todavía se pregunta cómo la Guardia Civil acumuló tal cantidad de errores en la investigación.
Por eso rehace el camino buscando respuestas del pasado.
A sus 72 años, lo único que desea es no morirse sin conocer antes al asesino o asesinos de su hija.
Cipriano conoce cada metro del camino. Hace 12 años, cuando aquella noche su hija faltó de casa, comenzó a frecuentarlo palmo a palmo.
Durante siete días y siete noches, ayudado por compañeros camioneros y vecinos del pueblo, participó en batidas, examinó cada metro cuadrado, inspeccionó todos los pozos del lugar, hasta que una mañana llegó el aviso de que habían hallado el cuerpo de su hija.
Fue encontrado en medio de un olivar. El calor había acelerado su descomposición.
No estaba muy lejos, ni oculto, pero el fuerte olor que desprendían los pechines (residuos de los olivos) desperdigados por el campo motivó que el tufo de la putrefacción no delatase antes su presencia.
Su cadáver fue enviado al cementerio, donde un forense inexperto practicó la autopsia en una sala del mismo camposanto.
Tardó apenas hora y media.
Su informe fue deficiente a juicio de los expertos: apenas pudo determinar si la mujer fue violada.
Murió de un fuerte impacto en la cabeza. Extrajo algunas muestras, vello de pubis en una de sus manos y unos restos de sangre entre las uñas.
Se dijo entonces que del vello no podía extraerse ningún dato porque carecía de raíz. Comenzaba así una secuela de despropósitos que han llegado hasta nuestros días.
El lugar donde fue hallado el cadáver no fue debidamente acordonado y fue pasto de morbosos.
Por un motivo inexplicable, la Guardia Civil tomó fotografías del cuerpo en blanco y negro.
La inspección ocular fue deficiente y no se tomaron muestras de la tierra bajo el cuerpo para determinar si Casta falleció en ese lugar, fue depositada allí poco después de desaparecer o algunos días más tarde.
Una parte de las pruebas forenses útiles para una investigación quedaron contaminadas en esas horas.
Algunos testigos que vieron a Casta aquella tarde recordaban la presencia de un coche oscuro aparcado en la cuneta, en cuyo interior se ocultaba un hombre con bigote, que no fue debidamente identificado.
La misma noche del hallazgo del cadáver se produjo una llamada anónima a la Policía Local de Puente Genil de una voz agitada que citaba nombre y primer apellido de una persona relacionada con el crimen.
La policía comprobó que no había empadronado nadie con esa identidad en el pueblo y aparcó la denuncia.
Nadie cayó en la cuenta hasta transcurrido mucho tiempo de que había cinco personas con idéntico nombre y apellido en los pueblos de alrededor.
Hace unos meses, casi 12 años después, la Guardia Civil hizo esa verificación.
No se investigó el entorno de Casta durante aquellas fechas, una práctica esencial en cualquier investigación, y fue hace tres meses cuando la Guardia Civil decidió tomar muestras de ADN de sus familiares.
Cuando fueron a tomarlas, uno de los hermanos de Casta se encaró indignado con los agentes:
"Tomadme la muestra, pero no la de ahora; ¡tomadme la de hace 12 años!". La investigación del crimen había pasado de mano en mano, de un juez a otro, de unos agentes a otros, tramitada como un asunto extraviado.
Dos años después del asesinato, un agente decidió investigar el entorno de Casta.
Encontró algunos nexos entre la mujer y el único sospechoso que llegó a ser detenido por el crimen, pero no pudo avanzar más: el caso volvió a caer en otras manos.
No se entiende esa desidia en una provincia donde un asesinato es un suceso muy escaso, tanto es así que 2005 se cerró sin crímenes, y 2006, con sólo tres, según datos de la Subdelegación de Gobierno de Córdoba.
Por esa razón, aquel crimen causó un gran impacto y provocó varias manifestaciones.
La detención de un sospechoso acalló esas protestas; luego, el paso del tiempo hizo el resto.
Pero incluso aquella primera detención también fue defectuosa.
El detenido era un hombre solitario, afectado por depresiones, un viajante que vivía en Lucena, un pueblo cercano.
Viajaba siempre en una furgoneta.
Casualmente, antes de encontrarse el cadáver, fue visto en actitud sospechosa en el cementerio del pueblo.
Era de madrugada, tenía la furgoneta en marcha con las luces encendidas y caminaba por el camposanto con una cuerda.
Cuando fue abordado por los componentes de una de las batidas que buscaban a Casta mostró una actitud sospechosa.
Entre esos hombres estaba casualmente el padre de Casta.
Allí residían unos monjes de la Orden de los Hermanos de la Resurrección, que estaban al cuidado del cementerio.
El hombre dijo estar allí porque quería confesarse.
A regañadientes, accedió a que los hombres de la batida pudieran observar el interior del vehículo.
No había nada salvo algunas gotas de sangre, a las que nadie dio importancia.
Semanas después, cuando Cipriano visitaba la tumba de su hija se le acercó uno de aquellos monjes.
Palabra por palabra, aquella conversación está grabada en su memoria.
-Quiero hablar con usted -le dijo el monje.
Cipriano hizo un aparte y dejó a su mujer ante el nicho-. ¿No dan con el asesino de su hija?
-No lo sé.
-Pues yo sí que lo sé.
-Suelta.
-Tengo que reflexionar sobre eso. Soy católico.
-Serás lo que quieras, pero lo vas a soltar aquí mismo.
-¿Se acuerda del hombre de aquella noche?
-Sí.
-Pues ése ha sido.
El monje le explicó que el hombre de la furgoneta se había confesado con el prior de la orden como autor del crimen.
Cipriano informó a la Policía Local de las palabras del monje, pero pasaron unos días hasta que la Guardia Civil decidiera tomarle declaración.
Para entonces, el monje se había marchado.
El hombre fue detenido. Su testimonio sufría algunas contradicciones.
Se le tomaron muestras de ADN y de la sangre hallada en su furgoneta.
Estuvo varios días en la cárcel, hasta que se encontró al monje en Sevilla, ingresado en un psiquiátrico después de haberse intentado suicidar, según su relato, porque había acusado a alguien sin motivo.
Esa confesión determinó la libertad del sospechoso.
Las pruebas dieron también resultado negativo. Los restos de sangre en su furgoneta pertenecían a un animal.
El caso pareció quedar cerrado, a pesar de la insistencia de Cipriano, quien logró que en la Universidad de Santiago de Compostela sacaran muestras de ADN de aquel vello.
Solicitó infructuosamente una segunda autopsia del cadáver. Casta dejaba tras de sí dos muestras de ADN diferentes y un puñado de incógnitas, pero el caso pasaba de mano en mano, de juez en juez, sin resultados aparentes.
Así ha permanecido hasta hace escasamente unos meses.
Ha vuelto a reabrirse.
Hay un testigo protegido. Una persona a quien alguien confió que años atrás participó en un crimen.
Es una segunda confesión. Según su relato, fueron cuatro hombres en un coche, borrachos y alguno drogado.
Vieron a una mujer joven y la intentaron forzar. Ella se resistió, recibió un golpe con una piedra y murió.
Intentaron ocultar el cadáver, intentaron quemarlo sin conseguirlo. Y sellaron un pacto de silencio.
De esa nueva investigación se conoce muy poco.
El procedimiento sigue siendo muy lento.
Un enésimo agente está encargado de las pesquisas y, en algún caso, ha decidido hacer lo que el protocolo marca desde el inicio: tomarles el ADN a los familiares.
También acaba de verificar los datos de la llamada anónima realizada hace 12 años.
Algunos investigadores dan poco crédito a esta última confesión y se inclinan por la versión del monje, que fue mal tramitada, en la hipótesis de que el primer sospechoso acudió al cementerio a ocultar el cadáver de Casta.
Sin embargo, no se interrogó adecuadamente al hombre de bigote que esperaba dentro de un vehículo oscuro.
Ni se ha practicado una segunda autopsia de Casta.
Los monjes de la Orden de la Resurrección abandonaron Puente Genil en 2004.
Casta tenía 31 años.
Era graduada social. Algunas tardes paseaba con una amiga en bicicleta, una mountain bike de color negro y naranja.
La tarde del 19 de julio de 1995, su amiga estaba en Córdoba resolviendo unos asuntos y no pudo acompañarla.
Casta terminó de ver la serie de Los vigilantes de la playa en televisión.
E inició su camino en bicicleta.
Doce años después, Cipriano, su padre, repite el recorrido. Necesita una respuesta.
Dos pruebas de ADN buscan dueño.
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