Dos tareas: luchar contra la extorsión de Villarejo y contra conductas indignas.
La detención del comisario jubilado José Manuel Villarejo ha revelado
la existencia de una extensa red de espionaje a empresarios, políticos,
periodistas y altos funcionarios en la que podrían haber participado
además miembros de la Administración del Estado.
Durante años, la red fue acumulando datos de las personas que investigaba sin ninguna cobertura legal y con el único propósito de extorsionarlas.
El descubrimiento de la trama y el ingreso en prisión de sus principales cabecillas ha hecho que estos pretendan obtener impunidad por el mismo procedimiento con el que la buscaron para sus clientes: revelando información comprometida sobre personalidades relevantes del Estado, y, en particular, sobre presuntas ilegalidades cometidas por el rey emérito, Juan Carlos I.
La gravedad del chantaje no solo deriva del contenido de la información revelada, sino del hecho de que su objetivo es hacer que el Ejecutivo o la justicia, además de la prensa de la que se sirven los extorsionadores, dejen de cumplir sus respectivos deberes, a fin de evitar, o de precipitar, una nueva crisis en un contexto político como el que atraviesa España.
La intolerable pretensión del comisario Villarejo y los suyos solo puede prosperar si cualquiera de las instancias a las que buscan involucrar en el chantaje concede mayor relevancia a la información revelada que a la manera en la que fue obtenida, porque es en esa diferencia donde confían encontrar impunidad.
En caso de que la justicia estimara que la información revelada constituye indicio suficiente para proceder, ambos extremos —la información y la manera de obtenerla— serían de idéntica gravedad y tendrían que ser abordados con un rigor judicial, político y periodístico equivalente, por razones distintas.
La simple existencia de una red como la establecida por Villarejo constituye un ataque intolerable contra los más elementales derechos constitucionales de los ciudadanos, como la inviolabilidad de la intimidad y de las comunicaciones, en tanto que los presuntos casos de corrupción aireados constituyen un uso tal vez delictivo de altas magistraturas de Estado.
Un caso más que sumar a la larga lista de actos vergonzosos cometidos por distintos poderes a lo largo de estos años.
Los tribunales tienen que tomar cartas en ambos asuntos, defendiendo, por una parte, a los ciudadanos de este género de extorsión, y, por otra, preservando el sistema constitucional, por la vía de depurar, desde sus propias reglas, los eventuales comportamientos ilícitos de quienes tenían, y tienen hoy también, el deber de representarlo con dignidad.
El esclarecimiento de la actuación de la red no puede limitarse al comisario Villarejo y a sus presuntos cómplices, asimismo policías. En la medida en que pudieron operar con el conocimiento de uno o de varios titulares de Interior, es preciso conocer y determinar las responsabilidades de qué cargos ministeriales los pudieron encubrir o recurrir incluso a sus servicios en beneficio de sus propios intereses, personales o políticos.
Por lo que respecta a la información aireada por la Red, y en
particular la referida al anterior jefe del Estado, de ser finalmente
investigada por los tribunales, puede desencadenar una crisis
institucional
. Ocultarla sería insensato, lo mismo que abordarla desde presupuestos políticos equivocados e iniciativas que confundan los planos en juego.
Lo que una eventualidad como la apertura de una investigación o de un proceso judicial contra un mandatario pone en cuestión no es la continuidad de una forma de gobierno, la monarquía en este caso, sino la capacidad del sistema político para depurar las responsabilidades y castigar los comportamientos ilícitos con independencia de quién o quiénes sean sus autores.
Solo si se revelara incapaz de hacerlo el sistema perdería legitimidad, porque sería la constatación de que en su interior pesan más los grupos de interés que el compromiso con las leyes, frente a las que todos los ciudadanos somos iguales.
La solución, sin embargo, no debe confundirse con ninguna catarsis, sino con la aplicación fría y rigurosa de las normas.
Porque lo contrario sería tanto como cerrar un peligroso negocio: entregar un sistema político que es de todos a quienes, por un extremo o por otro, han podido usarlo en su propio y exclusivo beneficio.
Durante años, la red fue acumulando datos de las personas que investigaba sin ninguna cobertura legal y con el único propósito de extorsionarlas.
El descubrimiento de la trama y el ingreso en prisión de sus principales cabecillas ha hecho que estos pretendan obtener impunidad por el mismo procedimiento con el que la buscaron para sus clientes: revelando información comprometida sobre personalidades relevantes del Estado, y, en particular, sobre presuntas ilegalidades cometidas por el rey emérito, Juan Carlos I.
La gravedad del chantaje no solo deriva del contenido de la información revelada, sino del hecho de que su objetivo es hacer que el Ejecutivo o la justicia, además de la prensa de la que se sirven los extorsionadores, dejen de cumplir sus respectivos deberes, a fin de evitar, o de precipitar, una nueva crisis en un contexto político como el que atraviesa España.
La intolerable pretensión del comisario Villarejo y los suyos solo puede prosperar si cualquiera de las instancias a las que buscan involucrar en el chantaje concede mayor relevancia a la información revelada que a la manera en la que fue obtenida, porque es en esa diferencia donde confían encontrar impunidad.
En caso de que la justicia estimara que la información revelada constituye indicio suficiente para proceder, ambos extremos —la información y la manera de obtenerla— serían de idéntica gravedad y tendrían que ser abordados con un rigor judicial, político y periodístico equivalente, por razones distintas.
La simple existencia de una red como la establecida por Villarejo constituye un ataque intolerable contra los más elementales derechos constitucionales de los ciudadanos, como la inviolabilidad de la intimidad y de las comunicaciones, en tanto que los presuntos casos de corrupción aireados constituyen un uso tal vez delictivo de altas magistraturas de Estado.
Un caso más que sumar a la larga lista de actos vergonzosos cometidos por distintos poderes a lo largo de estos años.
Los tribunales tienen que tomar cartas en ambos asuntos, defendiendo, por una parte, a los ciudadanos de este género de extorsión, y, por otra, preservando el sistema constitucional, por la vía de depurar, desde sus propias reglas, los eventuales comportamientos ilícitos de quienes tenían, y tienen hoy también, el deber de representarlo con dignidad.
El esclarecimiento de la actuación de la red no puede limitarse al comisario Villarejo y a sus presuntos cómplices, asimismo policías. En la medida en que pudieron operar con el conocimiento de uno o de varios titulares de Interior, es preciso conocer y determinar las responsabilidades de qué cargos ministeriales los pudieron encubrir o recurrir incluso a sus servicios en beneficio de sus propios intereses, personales o políticos.
La investigación del anterior jefe del Estado no pondría en cuestión la forma de gobierno
. Ocultarla sería insensato, lo mismo que abordarla desde presupuestos políticos equivocados e iniciativas que confundan los planos en juego.
Lo que una eventualidad como la apertura de una investigación o de un proceso judicial contra un mandatario pone en cuestión no es la continuidad de una forma de gobierno, la monarquía en este caso, sino la capacidad del sistema político para depurar las responsabilidades y castigar los comportamientos ilícitos con independencia de quién o quiénes sean sus autores.
Solo si se revelara incapaz de hacerlo el sistema perdería legitimidad, porque sería la constatación de que en su interior pesan más los grupos de interés que el compromiso con las leyes, frente a las que todos los ciudadanos somos iguales.
La solución, sin embargo, no debe confundirse con ninguna catarsis, sino con la aplicación fría y rigurosa de las normas.
Porque lo contrario sería tanto como cerrar un peligroso negocio: entregar un sistema político que es de todos a quienes, por un extremo o por otro, han podido usarlo en su propio y exclusivo beneficio.
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