Hacia Bizancio
Hoy las personas pueden atravesar la tierra ‘ignorándolo todo’, desde
lo ocurrido antes de su llegada hasta lo pensado por filósofos y
escritores.
Una historia
en mi diminuta editorial Reino de Redonda. Como era uno de los
poquísimos autores vivos de la colección, y mi admiración por él venía
de antiguo, en seguida le ofrecí la posibilidad de convertirse en Duke del Reino fantasmal.
Aunque ya poseía un verdadero título, el de Vizconde Norwich, heredado de su muy singular padre Duff Cooper,
mi propuesta le hizo aparente ilusión, sobre todo porque le sugerí ser
Duke of Bizancio, a cuyo imperio había dedicado tres gruesos volúmenes
entre 1988 y 1995.
También es enorme su Historia de Venecia en
dos tomos, y son varias sus obras sobre un asunto que, cuando él lo
abordó por primera vez en 1967, se había estudiado poco o nada, a saber,
la larga dominación de Sicilia por los normandos, que ha dejado en esa
isla varias maravillas arquitectónicas y un extraño bagaje cultural que
se mezcla con el de tantos otros dominadores, incluidos los españoles.
Pero, además de sus numerosos libros (el más reciente, sobre Francia,
apareció poco antes de su muerte), durante años dirigió y condujo
programas de radio y televisión en la BBC, sobre cuestiones tan variadas
como la caída de Constantinopla, Napoleón, Cortés y Moctezuma,
Maximiliano de México, los Caballeros de Malta, la Guerra Zulú, Turquía y
Toussaint l’Ouverture.
Fue un hombre modesto, que reconoció no haber
“descubierto” un solo hecho histórico en su vida, y haberse limitado a
contarlos de forma clara, ordenada, amena y también ingeniosa —pero en
todo caso rigurosa—. Tituló sus memorias Trying to Please, o Intentando agradar,
haciendo suya la frase que le dedicó su niñera: “Este bebé trata de
agradar”.
Según me cuentan ahora su hija y su yerno, los distinguidos
escritores Artemis Cooper y Antony Beevor, se ha despedido procurando no
molestar:
“Ha sido lo bastante listo”, decían, “para cesar justo antes
de entrar en el mundo de las sillas de ruedas y los cuidadores
permanentes”.
Siempre que se muere alguien con inmensos saberes, me pregunto por la extraña cesación de esos saberes, que, por mucho que hayan quedado plasmados en tinta, desaparecen con la persona que los fue acumulando a lo largo de toda una vida.
La idea me causa tanta desazón como la de la
desaparición de los recuerdos de cada individuo, que, sean anodinos o
llamativos, espectaculares o vulgares, son los suyos, y como tales
únicos y queridos.
Haberlos contado en memorias o en diarios o en una
autobiografía no sirve de mucho desde mi punto de vista, porque los
recuerdos ajenos, por sobresalientes que sean, suelen dejar indiferentes
a los demás.
Nadie es capaz de apreciar nuestros recuerdos como
nosotros mismos: lo que para nosotros tiene un sentido o es relevante, o
nos conmueve de manera poco explicable, suele dejar frío al resto de la
humanidad, que, en el mejor de los casos, lo escucha o lo lee con una
combinación de impaciencia e intermitente curiosidad.
Esa desaparición final de los saberes —la difusa conciencia de que eso
sucederá tarde o temprano— creo que es lo que lleva a muchos miembros de
la sociedad actual a no intentar ni siquiera adquirirlos. Para qué
tanto esfuerzo, debe de pensar hoy la mayoría de la gente, cuando los
“datos” están ahí, al alcance de unos pocos clics, en caso de necesidad.
Para qué asumir o asimilar, como hicieron Norwich y tantos otros, la
complicadísima y entera historia de Bizancio, o de Venecia, o del
Papado.
Ya se ve que las personas pueden atravesar tranquilamente la
tierra ignorándolo todo, desde lo ocurrido en el mundo antes de
su llegada hasta lo pensado por los filósofos y los escritores; desde
quién fue Newton hasta qué fue Lo que el viento se llevó;
qué enseñó Platón y cómo cantó Elvis Presley, hoy se borra todo con
suma facilidad.
A los gobernantes no parece importarles un planeta lleno
de analfabetos virtuales y de ignorantes profundos.
Al contrario, lo
propician por todos los medios, con unos planes de educación cada vez
más “lúdicos” y más lelos, en los que se prima lo estrictamente
contemporáneo, es decir, lo efímero y fugaz, lo obligatoriamente sin
peso ni poso, lo forzosamente necio y superficial.
Hace ya décadas que se crean sujetos para los que el mundo empieza con
su nacimiento, a los que les trae sin cuidado saber por qué somos como
somos y qué nos ha traído hasta aquí; qué hicieron nuestros antepasados y
qué pensaron las mejores mentes que nos precedieron.
Para colmo, se ha
convencido a estos cerebros de conejo de que son “la generación mejor
preparada de la historia”, cuando probablemente constituyan la peor, con
frecuencia primitivos atiborrados de información superflua y sólo
práctica.
Pero ochenta y ocho años son muchos, y no todos pueden pasarse
en la inopia, la autocomplacencia y el desconocimiento, si queremos
abrirnos paso y enterarnos de algo.
Pensar que total para qué, si un día
todo desaparecerá, es tan absurdo como no afanarse en ganar dinero (y
bien que se afana la gente en eso), dado que tampoco nos lo podremos
llevar a la tumba, o que tan sólo necesitaremos una moneda para
remunerar al barquero, cuando tal vez zarpemos hacia Bizancio en la
travesía final.
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