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Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
24 jul 2018
El odio visceral entre Joan Crawford y Bette Davis que duró hasta la muerte
Sr. GarcíaLa meca del cine era demasiado pequeña para el ego desbordante de estas dos leyendas. El rodaje de ‘¿Qué fue de Baby Jane?’, en el que coincidieron, desató un odio visceral que les duró hasta la muerte. CUANDO EN SU ÚLTIMO encuentro con periodistas le preguntaron por el amor, Bette Davis
fue sincera y precisa: “No ha sido uno de mis grandes éxitos”. Apenas
unos días después, el 6 de octubre de 1989, la actriz fallecía en el
hospital Americano de París, a los 81 años. Davis había viajado desde
Los Ángeles hasta Europa no solo para recibir en el Festival de Cine de
San Sebastián un premio más en su laureada carrera, sino para,
literalmente, morir con las botas puestas, aunque fuese interpretando el
papel de sí misma en el escenario de un país lejano. Como recoge el
documental El último adiós de Bette Davis (Pedro González
Bermúdez, 2014), la férrea determinación y la profesionalidad que
demostró la actriz durante aquellos días fueron sobrecogedoras. Midió
cada aparición pública, preparó de forma meticulosa cada detalle y
controló con mano de hierro algo que le preocupaba: que la fotografiasen
en silla de ruedas. Sentenciada por un avanzado cáncer, era un cadáver, pero nada minó su voluntad, y el registro que queda de aquel último suspiro solo engrandece su leyenda.
La gestualidad es el patrimonio de los actores y esconder la condena a
una silla de ruedas no es un detalle nimio cuando hablamos de una
estrella del Hollywood clásico. Joan Crawford,
cuatro años mayor que Davis, fallecida en 1977, a los 69 años, también
de cáncer, conocía bien la importancia de esos gestos que muchas veces
se etiquetan como meros caprichos de diva. El director George Cukor dijo
de Crawford que se la podía fotografiar desde cualquier ángulo, porque
siempre resultaba magnífica, aunque su mayor talento, el más misterioso
de todos, era su manera de caminar. “Crawford atrae su atención por el
simple hecho de moverse. Ni siquiera necesita abrir la boca: solo tiene
que andar. Y estará soberbia”. Cuando en San Sebastián le preguntaron por su compañera de reparto en ¿Qué fue de Baby Jane?
(Robert Aldrich, 1962), Davis prefirió dar la espalda a la verdad: “Al
trabajar juntas desilusionamos a toda la prensa americana, que esperaban
que nos tirásemos de los pelos. Nada de eso ocurrió y tuvimos una
relación muy amistosa”. Como recoge la serie Feud,
que ha devuelto actualidad a la célebre enemistad entre las dos
“fieras”, este manoseado cliché responde a hechos reales. La terrible
manipulación a la que fueron sometidas las dos estrellas por parte de
sus jefes, encabezados por el capo del estudio, Jack Warner, respondía a
un solo y perverso fin: divide y vencerás. Las dos actrices daban mucha
más publicidad y, por tanto, eran mucho más rentables si su relación se
vendía como un patético combate entre dos viejas glorias. De nada
sirvió la astucia de ambas; cayeron como niñas en la trampa y a partir
de la película de Aldrich vivieron para odiarse.
Joan Crawford (izquierda) y Bette Davis, en un fotograma de '¿Qué fue de Baby Jane?'.Cordon Press
Los 21 días de rodaje fueron suficientes para tejer la serie de malentendidos que derivaron en su célebre hostilidad.
La película, que suponía el regreso de Davis a la Warner, estudio que
había llevado a los tribunales para recuperar su libertad y poder
dirigir el rumbo de su carrera, era la historia de dos hermanas,grotescas ex niñas prodigio, que viven atrapadas en su ocaso con un
sórdido Hollywood como telón de fondo. Un éxito que instauró el
subgénero de viejas-estrellas-interpretando-papeles-de-freaks. Lo que no se cuenta en Feud, interpretada por dos enormes Jessica
Lange y Susan Sarandon, es lo que se puede leer en la crónica negra de
Hollywood y en muchas biografías, sobre todo las que salvan a la
talentosa y altiva Davis frente a la bella y voraz Crawford. Según
Charles Higham, autor de Bette Davis al desnudo, Crawford no solo
envidiaba a su compañera de cartel, sino que había estado secretamente
enamorada de ella. “Bette estaba irritada por el hecho de que Joan había
reemprendido su asedio enviándole zapatos, pañuelos y bisutería”,
escribe Higham. La supuesta pasión se remontaba a cuando las dos
estrellas habían coincido por primera vez en la Warner; allí Crawford
había intentado sin éxito captar la atención de su colega con regalos e
invitaciones a cenas que Davis rechazaba una y otra vez.Harta de tantos desaires, alimentada por sucios chismes que solo
querían provocar su rivalidad, Crawford empezó a engendrar la semilla
del odio. Durante el rodaje de Baby Jane,
y ante la nueva negativa de Davis, Crawford se volvió insoportable y
quisquillosa, según Higham. El pasado de La Bruja Joan, como la llamó el
cineasta y escritor Kenneth Anger en su conocida crónica Hollywood
Babilonia, estaba manchado por unos inicios en los que tuvo que hacer
algo más que cine porno para sobrevivir. Crawford reinó en el Hollywood
libre y disoluto de los años veinte, donde nadie, ni hombre ni mujer,
resistía sus encantos. Pero con la llegada a mediados de los años
treinta del temible código Hays (con el que los productores
cinematográficos regularon lo moralmente aceptable en una película), el
cristalino aire de las colinas de Hollywood se volvió turbio e
irrespirable. Se ha hablado del Círculo de la Costura, secreto club de
lesbianas que incluía a Greta Garbo, Marlene Dietrich, Barbara Stanwyck y
a la propia Crawford, pero lo cierto es que cada una capeó como pudo el
temporal.En el caso de Crawford, la forma de ahogar su homosexualidad fue seducir
a todos los hombres posibles y, a la vez, construirse una postal
familiar de una pulcritud insoportable junto a sus cuatro hijos
adoptados. Obsesionada con su imagen, se protegió con una coraza de
moralidad estridente. Cuando enviudó de Alfred Steele, presidente de
Pepsi-Cola, la estrella entró a formar parte de la directiva de la
compañía llevando al delirio su imagen-anuncio.
Davis (izquierda) y Crawford parecen charlar animadas mientras preparan su papel.Cordon Press | Everett Collection
Quizá lo más gracioso de la pelea entre Bette Davis y ella es cómo la protagonista de La loba
(Davis) sacaba de sus casillas a la de Mildred Pierce (Crawford)
invitando a todo el equipo a beber la marca rival, Coca-Cola. Guerra
sucia que llevó a sus últimas consecuencias el día que organizó una
fiesta Coca-Cola en el plató de Canción de cuna para un cadáver
(Aldrich, 1964). La película pretendía explotar el filón de ¿Qué fue de Baby Jane?
reuniendo por segunda vez a las enemigas. Pero la idea fue un desastre
que acabó con Crawford en cama y Olivia de Havilland, amiga de Davis,
arrebatándole el trabajo. Era la venganza por el lamentable papelón de
Crawford en los Oscar de 1962, donde hizo lo indecible para robarle el
protagonismo y boicotear la que hubiese sido la tercera estatuilla de su
némesis. El Oscar lo ganó Anne Bancroft por El milagro de Ana Sullivan,
pero lo recogió Crawford, que se ofreció voluntaria para sustituir a la
ganadora, ausente en Broadway. Davis nunca se lo perdonó.
Había celos profesionales (la Academia había reconocido solo el
trabajo en Baby Jane de Bette Davis), pero también la certeza de que
absolutamente nada podía herir tanto a su colega como quedarse sin lo
que más ambicionaba: un tercer Oscar. En una entrevista televisiva de
1987, la anciana Davis lo confesaba con su habitual altivez: “Estaba
furiosa, se comportó como una idiota, nos hizo perder mucho dinero. Yo hubiese sido la primera persona en lograr tres Oscar. Y además, lo
merecía. Éramos, como actrices y como mujeres, muy distintas”.
Se equivocaba también en esto último, porque las coincidencias entre
ellas no son anecdóticas: nacidas bajo el signo de Aries, tercas como
mulas, bebedoras empedernidas, casadas cuatro veces y, ya reconvertidas
en madres solteras, unas incompetentes a la hora de querer a sus
vástagos. La venganza de Barbara D. Hyman, primogénita de Davis, y la de
Christina Crawford, una de sus hijas adoptivas, fue la misma: regalaron
a sus madres sendos libros donde desnudaban el calvario que según ellas
había sido su infancia . En Mommie Dearest (1978), Christina pintaba a su madre como una borracha ninfómana, mientras que en My Mother’s Keeper
(1987), B. D. Hyman retrataba a Davis como una tirana egoísta que
arruinó su vida. Cuando esta viajó a San Sebastián acompañada de su
secretaria y varias decenas de baúles ya había firmado el testamento que
excluía a su hija y sus dos nietos. Crawford hizo lo mismo antes de
morir: desheredó a sus hijos mayores, Christina y Christopher. Las coincidencias se alargan hasta la ficción, a las dos obras maestras que han fijado el mito moderno de ambas actrices. En Eva al desnudo
(Joseph L. Mankiewicz, 1950), Davis daba vida a Margo Channing,
torrencial actriz en su madurez que descubre con pavor cómo una dulce y
servil advenediza es capaz de todo por suplantarla. En Johnny Guitar
(Nicholas Ray, 1954), Crawford era Vienna, otra mujer con edad y pasado
que decide tirar las maletas y levantar un salón de juego en un pueblo
dominado por una joven celosa y cacique, en la piel de la magistral
Mercedes McCambridge, capaz de todo por arrebatarle a la forastera el
árido trono del desierto. Margo y Vienna se parecían tanto como Bette y
Joan: dos diosas con cicatrices, dos guerreras hartas de luchar, dos
mujeres admiradas por hombres jóvenes y adultos, dos seres amenazados
por un nuevo orden al que se enfrentaron, dentro y fuera de la pantalla,
con uñas y dientes.
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