Estaban oficiando una misa por el alma de un individuo que resultó ser un amigo de la infancia.
Alterado por la coincidencia, me arrodillé y pensé en mi vida.
Fui a primera hora a sacarme sangre para un análisis.
En la clínica me dieron un vale de cinco euros para que desayunara en una cafetería cercana.
Como aún no la habían abierto, decidí dar una vuelta a la manzana y pasé por la puerta de una iglesia en la que entré.
Estaban oficiando una misa por el alma de un individuo al que el cura citó con nombre y apellidos y que resultó ser un amigo de la infancia.
Alterado por la coincidencia, me arrodillé y pensé en mi vida. Cuando el sacerdote dijo que nos diéramos la paz, la señora del banco de delante, que no tenía a nadie al lado, se volvió hacia mí y al estrecharnos la mano nos reconocimos.
Era la hermana del fallecido, de la que yo había estado enamorado en aquella época remota.
Durante los dos segundos del encuentro, cada uno vio en el otro un fantasma de aquellos días pretéritos.
Abandoné la iglesia antes de que acabara la misa y fui a desayunar con el vale que me habían dado en la clínica.
Tomé un zumo de naranja y un té verde con un cruasán a la plancha.
Lo hacía todo de manera mecánica, sin dejar de pensar en lo que acababa de suceder.
Luego, para aprovechar al máximo aquella escapada matinal, fui a cortarme el pelo.
La peluquera me aconsejó que me depilara las orejas con cera, a lo que no dije que no. Debido a mi trastorno, habría accedido a cualquier propuesta.
La depilación, muy dolorosa, me gustó.
Necesitaba que alguien me hiciera un poco de daño. Tras arreglarme el cabello y las orejas, deambulé por el centro comercial y compré lotería en un establecimiento de la segunda planta.
Me lo aconsejó el muerto, o eso me pareció escuchar dentro de mi cabeza.
No me resignaba a que lo sucedido en la iglesia se quedara ahí. La lotería sale mañana. A ver qué pasa.
En la clínica me dieron un vale de cinco euros para que desayunara en una cafetería cercana.
Como aún no la habían abierto, decidí dar una vuelta a la manzana y pasé por la puerta de una iglesia en la que entré.
Estaban oficiando una misa por el alma de un individuo al que el cura citó con nombre y apellidos y que resultó ser un amigo de la infancia.
Alterado por la coincidencia, me arrodillé y pensé en mi vida. Cuando el sacerdote dijo que nos diéramos la paz, la señora del banco de delante, que no tenía a nadie al lado, se volvió hacia mí y al estrecharnos la mano nos reconocimos.
Era la hermana del fallecido, de la que yo había estado enamorado en aquella época remota.
Durante los dos segundos del encuentro, cada uno vio en el otro un fantasma de aquellos días pretéritos.
Abandoné la iglesia antes de que acabara la misa y fui a desayunar con el vale que me habían dado en la clínica.
Tomé un zumo de naranja y un té verde con un cruasán a la plancha.
Lo hacía todo de manera mecánica, sin dejar de pensar en lo que acababa de suceder.
Luego, para aprovechar al máximo aquella escapada matinal, fui a cortarme el pelo.
La peluquera me aconsejó que me depilara las orejas con cera, a lo que no dije que no. Debido a mi trastorno, habría accedido a cualquier propuesta.
La depilación, muy dolorosa, me gustó.
Necesitaba que alguien me hiciera un poco de daño. Tras arreglarme el cabello y las orejas, deambulé por el centro comercial y compré lotería en un establecimiento de la segunda planta.
Me lo aconsejó el muerto, o eso me pareció escuchar dentro de mi cabeza.
No me resignaba a que lo sucedido en la iglesia se quedara ahí. La lotería sale mañana. A ver qué pasa.
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