El fango de Aznar y la espada de Sánchez malogran la carrera del político contemplativo.
El camino y las escaleras que conducían al asiento de Pedro Sánchez
debieron parecerle el Gólgota a Mariano Rajoy.
No podía sustraerse al trance de la felicitación.
Y recorrió el trayecto parlamentario con la agilidad de atleta crepuscular que imprime cada mañana a los ejercicios de tonificación.
Sánchez lo esperaba de pie. Y remarcaba la distancia jerárquica en el saludo.
Se dieron la mano con la frialdad patibularia de la víctima y del verdugo.
Rajoy deseaba suerte al heredero mientras buscaba la escapatoria y se ruborizaba.
No sólo dejaba de ser presidente del Gobierno.
Entregaba la espada al mayor adversario y a la persona que acaso más detesta.
Aquel niñato que lo llamó indecente en televisión y que renegó de su investidura —no es no—. Y que regresó a la escena del crimen esta vez para cobrarse el alma del político inmortal.
Hubiera preferido Rajoy un desenlace menos humillante y traumático, sobre todo porque la experiencia de capitular delante de Sánchez ha profanado los prodigios homeostáticos que hicieron del "señor de Pontevedra" —realmente nació en Santiago— un político de inverosímil capacidad de amortiguación y de insólita resiliencia. Rajoy era el junco que se pliega en la riada, la reencarnación de Buda en la contemplación del cielo estrellado y el toro de Guisando en su antigua rocosidad, aunque la referencia taurina que más reflejaba su prodigioso inmovilismo acaso fuera Don Tancredo, cuya reputación de estatua viviente convirtió al maestro valenciano, Don Tancredo López, en un fenómeno de indescriptible popularidad a caballo del siglo XIX y el XX, partiendo de una actuación ante el toro Espantavivos donde expuso su tauromaquia de quietud y ensimimismamiento.
Las reses se resistían a embestir al extraño homínido como no hubieran embestido la fuente del pueblo ni al monumento de los caídos, de forma que Don Tancredo, igual que Rajoy, paseaba su reputación de "sugestionador" —así aparecía en los carteles— y prodigaba encima de un taburete las artes de prestidigitación, muchas veces encalándose la cara y la indumentaria, hasta asemejarse a la escultura de un sepulcro.
El dontancredismo de Rajoy era descriptivo de su pasividad creativa.
Igual que un monje taoista, el expresidente del Gobierno —impresiona escribirlo así— se había demostrado y había demostrado que no convenía intervenir en la naturaleza de los hechos.
Se propuso dejar que se manifestaran por sí solos.
Y bien podría haberse tatuado en el antebrazo el ideograma chino del Wu wei, principio de no actuación, o de acción decreciente, o de voluntad menguante, retórica y práctica de la vida contemplativa que desesperó a sus rivales y que inquietó a sus allegados, tantas veces desconcertados por la pachorra de don Mariano en las situaciones de emergencia.
Su puro, su Marca. Sus horas de televisión en el ciclismo y el tenis. Su Real Madrid. Sus dos hijos.
Su discretísima mujer. Y su posición de temible autócrata.
Rajoy no fue nunca el ave del paraíso, sino el caimán que se mece dormido y durmiente en el agua hasta que el hambre e instinto de conservación despedazan de una dentellada a las criaturas descarriadas.
Y no solo los adversarios naturales, sino los ministros y colegas que se sustrajeron a la lealtad (Soria, Margallo, Gallardón).
Una autoridad poco evidente en la forma y en la arrogancia, pero inequívoca en la definición jerárquica de un partido y de un Gobierno expuestos ahora no a la disciplina de la oposición, sino a un proceso de descomposición cuyo hedor proviene precisamente de la dependencia e identificación con el líder.
Rajoy ha logrado desconcertar a su propia grey.
No terminan de explicarse que se abandonara a beber y a fumar en la barra de un bar ni que eludiera el cataplasma de la dimisión. Hubiera sido la manera de ganar tiempo.
Y de evitar la entrega de la Moncloa. "Por eso nos sentimos traicionados", condescendía un allegadísimo colaborador.
"Su sentido de Estado tenía que haber prevalecido. Yo no reconozco a Rajoy en ese comportamiento. Ni la espantada al restaurante ni la pasividad ante Sánchez.
Las últimas horas de Rajoy han sido irreconocibles".
Puede que hubiera llevado demasiado lejos el dogmatismo de Don Tancredo López.
Y que la obstinación en la posición de loto le hubiera conducido a descuidar el escarmiento que sacudió al torero valenciano.
Un toro de Anastasio Martín lo retiró en Madrid en 1901.
Lo descompuso como un pelele.
Y desfiguró los ripios que arropaban la gloria del artista del pedestal: "Don Tancredo, Don Tancredo, que nunca tuvo miedo...".
No podía sustraerse al trance de la felicitación.
Y recorrió el trayecto parlamentario con la agilidad de atleta crepuscular que imprime cada mañana a los ejercicios de tonificación.
Sánchez lo esperaba de pie. Y remarcaba la distancia jerárquica en el saludo.
Se dieron la mano con la frialdad patibularia de la víctima y del verdugo.
Rajoy deseaba suerte al heredero mientras buscaba la escapatoria y se ruborizaba.
No sólo dejaba de ser presidente del Gobierno.
Entregaba la espada al mayor adversario y a la persona que acaso más detesta.
Aquel niñato que lo llamó indecente en televisión y que renegó de su investidura —no es no—. Y que regresó a la escena del crimen esta vez para cobrarse el alma del político inmortal.
Hubiera preferido Rajoy un desenlace menos humillante y traumático, sobre todo porque la experiencia de capitular delante de Sánchez ha profanado los prodigios homeostáticos que hicieron del "señor de Pontevedra" —realmente nació en Santiago— un político de inverosímil capacidad de amortiguación y de insólita resiliencia. Rajoy era el junco que se pliega en la riada, la reencarnación de Buda en la contemplación del cielo estrellado y el toro de Guisando en su antigua rocosidad, aunque la referencia taurina que más reflejaba su prodigioso inmovilismo acaso fuera Don Tancredo, cuya reputación de estatua viviente convirtió al maestro valenciano, Don Tancredo López, en un fenómeno de indescriptible popularidad a caballo del siglo XIX y el XX, partiendo de una actuación ante el toro Espantavivos donde expuso su tauromaquia de quietud y ensimimismamiento.
Las reses se resistían a embestir al extraño homínido como no hubieran embestido la fuente del pueblo ni al monumento de los caídos, de forma que Don Tancredo, igual que Rajoy, paseaba su reputación de "sugestionador" —así aparecía en los carteles— y prodigaba encima de un taburete las artes de prestidigitación, muchas veces encalándose la cara y la indumentaria, hasta asemejarse a la escultura de un sepulcro.
El dontancredismo de Rajoy era descriptivo de su pasividad creativa.
Igual que un monje taoista, el expresidente del Gobierno —impresiona escribirlo así— se había demostrado y había demostrado que no convenía intervenir en la naturaleza de los hechos.
Se propuso dejar que se manifestaran por sí solos.
Y bien podría haberse tatuado en el antebrazo el ideograma chino del Wu wei, principio de no actuación, o de acción decreciente, o de voluntad menguante, retórica y práctica de la vida contemplativa que desesperó a sus rivales y que inquietó a sus allegados, tantas veces desconcertados por la pachorra de don Mariano en las situaciones de emergencia.
Su puro, su Marca. Sus horas de televisión en el ciclismo y el tenis. Su Real Madrid. Sus dos hijos.
Su discretísima mujer. Y su posición de temible autócrata.
Rajoy no fue nunca el ave del paraíso, sino el caimán que se mece dormido y durmiente en el agua hasta que el hambre e instinto de conservación despedazan de una dentellada a las criaturas descarriadas.
Y no solo los adversarios naturales, sino los ministros y colegas que se sustrajeron a la lealtad (Soria, Margallo, Gallardón).
Una autoridad poco evidente en la forma y en la arrogancia, pero inequívoca en la definición jerárquica de un partido y de un Gobierno expuestos ahora no a la disciplina de la oposición, sino a un proceso de descomposición cuyo hedor proviene precisamente de la dependencia e identificación con el líder.
Rajoy ha logrado desconcertar a su propia grey.
No terminan de explicarse que se abandonara a beber y a fumar en la barra de un bar ni que eludiera el cataplasma de la dimisión. Hubiera sido la manera de ganar tiempo.
Y de evitar la entrega de la Moncloa. "Por eso nos sentimos traicionados", condescendía un allegadísimo colaborador.
"Su sentido de Estado tenía que haber prevalecido. Yo no reconozco a Rajoy en ese comportamiento. Ni la espantada al restaurante ni la pasividad ante Sánchez.
Las últimas horas de Rajoy han sido irreconocibles".
Puede que hubiera llevado demasiado lejos el dogmatismo de Don Tancredo López.
Y que la obstinación en la posición de loto le hubiera conducido a descuidar el escarmiento que sacudió al torero valenciano.
Un toro de Anastasio Martín lo retiró en Madrid en 1901.
Lo descompuso como un pelele.
Y desfiguró los ripios que arropaban la gloria del artista del pedestal: "Don Tancredo, Don Tancredo, que nunca tuvo miedo...".
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