Cuando supe que la Final de la Copa de Europa iba a ser Real
Madrid-Liverpool, me vi transportado a 1981, cuando se disputó el mismo
partido.
Ya se sabe que la memoria es sólo a medias gobernable, y cualquier
detalle convoca recuerdos desterrados hacía décadas.
En el momento en
que supe que la Final de la Copa de Europa de este año, el próximo
sábado, iba a ser Real Madrid-Liverpool,
me he visto transportado a 1981, que es cuando se disputó el mismo
partido, con el mismo título en juego, en el Parque de los Príncipes
parisino.
Si lo tengo grabado no es porque esa fuera una de las tres
finales perdidas por el Madrid, de las quince a que ha llegado (serán
dieciséis ahora).
Las derrotas dejan tanta huella como las victorias, si
no más, de igual manera que duran más las tristezas que las alegrías,
los fracasos que los éxitos, las ofensas que los halagos.
Es, sobre
todo, porque en los preliminares, si no me equivoco, hice la única
entrevista de mi vida, y por eso me sentí aún más involucrado y
concernido.
A título muy personal, además de como madridista.
Tenía por entonces una novia estadounidense que llevaba años viviendo en
Madrid.
Había sido trapecista del circo Ringling Brothers en su país, y
ahora ejercía de modelo y empezaba a hacerlo también de fotógrafa.
La
verdad es que no teníamos mucho que ver.
Era una de esas personas que no
le ven sentido a estarse quietas, por lo general condición
indispensable para leer libros.
También era bastante calamitosa en la
vida cotidiana: siendo bondadosa y encantadora, atraía los problemas
como un imán (y algún desastre de vez en cuando).
Yo procuraba ayudarla a
salir de ellos, en la medida de mis posibilidades.
Vivía con una gata
blanca contagiada del carácter de su dueña, y por su culpa (de la gata)
estuve a punto de perder mi amistad con Don Álvaro Pombo.
Pero esa es otra historia.
Aquel verano CB (esas eran y son sus
iniciales) lo iba a pasar en su ciudad natal, Seattle, y se le ocurrió
hacer en España una serie de entrevistas con personajes de aquí que se
pudieran ofrecer y vender allí.
Apenas había entonces españoles
conocidos en los Estados Unidos.
Creo que consiguió un encuentro con
Antonio Gades, y, aunque nuestro fútbol no es popular en América, le
sugerí probar con el extremo del Real Madrid Laurie Cunningham.
Si el equipo se coronaba campeón y Cunningham destacaba… Cunningham fue
el segundo futbolista negro en jugar para la selección inglesa a
cualquier nivel, y el primer británico que el Madrid había fichado en
toda su historia.
Ese tipo de detalles podrían hacerlo atractivo en los
Estados Unidos.
Pero CB no entendía nada de fútbol, así que pueden
imaginarse a quién le tocaba hablar con el gran e intermitente extremo
izquierda. No tengo ni idea de cómo, logré contactar con él y me citó,
me parece, en el gimnasio en que se recuperaba de una lesión que lo
había tenido de baja bastante tiempo.
Al menos tenía todo el rato un pie
descalzo; me suena que lo habían operado de la rotura de un dedo.
Grabé sus declaraciones en inglés (como casi todos los jugadores
británicos —véanse hoy Bale y antes Beckham—, era incapaz de aprender
lenguas), luego las transcribí y se las entregué a CB, que ya partía en
breve.
Cunningham dejó, sobre todo, una actuación espectacular en el
Camp Nou, que lo ovacionó pese a haber marcado un gol o dos y haber
traído de cabeza a la defensa blaugrana.
No fue tan memorable
su participación en aquella Final, en la que saltó al campo con Camacho,
Del Bosque, Stielike, Santillana, Juanito y unos cuantos más con menos
poso.
Así que el Madrid-Liverpool lo vi deseando no sólo que el Madrid
ganara, como he deseado siempre salvo en alguna ocasión con Mourinho al
frente, sino que Cunningham triunfara a lo grande, por él y por mi
novia, que en ese caso quizá podría vender la entrevista. No fue así.
En
el minuto 82 el Liverpool sacó de banda (¡de banda!), un defensa
nuestro se despistó y el lateral izquierdo Alan Kennedy metió el gol
único y definitivo, uno de los poquísimos de su carrera.
El Madrid era
el perdedor.
Cunningham brilló a ratos, pero andaba mermado.
En 1983 o quizá 1984
el club lo dejó ir, y en 1989, a los treinta y tres años, se mató en un
accidente de coche en Madrid, adonde había vuelto para jugar en Segunda
con el Rayo Vallecano.
Llevo aguardando el resarcimiento de aquella derrota aciaga desde
1981, me doy cuenta ahora con sorpresa.
Lo más probable es que ningún
futbolista actual del Madrid sepa quién fue Cunningham, ni siquiera
Zidane seguramente.
Pero tengo el pálpito —es puro deseo— de que el
próximo sábado ganarán su tercera Final consecutiva, impulsados por
otros motivos.
Pero, si así sucede, yo se lo agradeceré doblemente,
porque no podré evitar pensar en el pobre Laurie Cunningham, que me cayó
bien, que no tuvo suerte con las lesiones y además murió muy joven
dejando viuda y un hijo españoles.
Y me acordaré vagamente de la mañana
en que lo entrevisté en un gimnasio con su pie descalzo, para ayudar a
la novia de entonces, algo calamitosa y encantadora.
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