Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

12 may 2018

Por qué Baroja merece una revolución y que volvamos a él

Publicado por
Pío Baroja (1872-1956). Fotografía: Cordon.
Quienes nacimos en los ochenta y noventa también somos hijos de Pío Baroja.
 O, dicho de otra manera: don Pío también es nuestro.
 ¡Que no nos lo arrebaten! Saquémoslo de copas, apoyémoslo en la barra de un bar, preguntémosle por lo que sucede, exorcicémonos con sus aventuras… 
Aprendamos a mandar a la mierda lo que repudiamos con el ingenio que acuñó.
 Incluso leámosle para darnos el gusto de rechazar sus libros o maneras con conocimiento de causa. 
Todavía estamos a tiempo de engordar la familia de los hijos que Baroja no tuvo.
 Que vuelva Silvestre Paradox a los colegios y que El árbol de la ciencia sea materia de examen en la selectividad.
Llueve en Madrid. 
El cielo grisáceo encaja con los muros de Ruiz de Alarcón, último despacho del escritor. Baroja es uno de esos narradores que arropa mejor cuando fuera hace frío y se puede agarrar una taza caliente entre capítulo y capítulo.
 Sus héroes, los que se estrellan contra el destino, se imaginan de carne y hueso cuando la niebla está cerca y las gotas resbalan por los cristales.
 Caro Raggio acaba de reeditar Laura o la soledad sin remedio, a la que ha despojado de la censura sufrida.
 Es una tarde cuajada de signos, que se presta a clamar por la revolución: ¡Barojianos del mundo —que no sabemos que lo somos—! ¡Uníos! ¿Por qué es tan necesario este novelista?
Todos necesitamos escapar
La rutina es fuerza bruta para lograr estabilidad, pero también para engullir un cuerpo hasta sumirlo en un pozo oscuro, en un vagón de metro que da vueltas sin parar. 
¿Quién no ha sentido, como Andrés Hurtado, que siempre habrá en su vida una ventana abierta al abismo?
 ¿Alguien no ha pensado alguna vez que el sol y las casas carecen de realidad por culpa de los problemas que rumian su cabeza? ¿Y si es verdad que el hombre «terminará por ensuciar con sus patas cualquier fuente de agua cristalina»?
Respiramos hondo, bebemos, fumamos, leemos libros de autoayuda, vamos al psicólogo, bajamos la persiana y hundimos la cabeza bajo la almohada… 
Pero ¿y si bastara con una novela?
Baroja es un avión a cualquier parte desde la mesilla.
 Sus historias no requieren concentración, son telaraña que atrapa a cualquiera que se deja caer por ahí.
 En cinco minutos se puede salir de la oficina y escapar de una partida militar de la mano de Zalacaín.
 En un par de páginas se puede cambiar la ansiedad por una huida a través de los tejados de Madrid junto a Silvestre Paradox.
 En media hora se puede abandonar la soledad para refugiarse en la «Taberna de los valientes», donde se reunían los aprendices del timo, los tomadores de pañuelos y los trileros que saqueaban al turista con el juego de las tres cartas.
 Volver a ser niños
El tiempo nos arruga sin remedio y la niñez es una de esas cosas que solo puede disfrutarse conscientemente desde la distancia.
 La protección, el tiempo detenido, los zapatos manchados de barro, los pantalones cortos… 
 Los niños guardan un jarabe de felicidad que se desparrama con los años hasta que, pasada la adolescencia, apenas quedan gotas. Son los únicos capaces de sonreír de verdad cuando la fortuna les da la espalda.
Cuando don Pío era viejo, los niños todavía no solían comer con sus padres. 
Tenían su cuarto de jugar y se les relegaba a ese mundo paralelo que solo ellos pueden imaginar.
 El escritor echaba de menos la infancia perdida. 
Por eso, me contó Marino Gómez Santos, premió con doble ración de aguinaldo a unos niños que tocaron el timbre a cambio de que se quedaran un rato con él.
 Por eso el niño está retratado en sus novelas con una dedicación especial y muchos de sus personajes como —Tellagorri o Yurrumendi— darían cualquier cosa por volver atrás.
Leer a Baroja también abre la puerta de nuestra particular máquina del tiempo hacia la niñez.
 Gracias a Silvestre Paradox, cualquiera puede arrebujarse en su edredón y creer que hay un cementerio en el armario.
 O vestirse de corto para lanzar piedras contra los escaparates.
Cuando se conoce a un personaje que se cree capaz de domesticar a una rana y de ganarse la simpatía de los peces, uno siente que el libro le abraza y le protege de las inclemencias de ahí fuera.
 Uno de los mayores privilegios de ser niño es andar por el parque, sin rumbo fijo, y creerse acompañado por los héroes de la novela favorita, con la maña suficiente como para escalar el árbol del cuco y avistar las islas fantásticas del tebeo devorado en los ratos prohibidos.

Entre los diez y los quince, creemos —muy estúpidamente— que se acabó el tiempo de los cuentos y dejamos de buscarlos. 
Cuando nos damos cuenta del error, ya es demasiado tarde. Vivimos lejos de casa y no tenemos a mano a nuestro creador de mundos preferido.
 En contra de lo que pueda parecer, esos hombres y mujeres de oficina también necesitan un Tellagorri que les jure que a las nutrias les gustan los periódicos con buenas noticias y que si se deja un ejemplar a la orilla, salen a leerlo. 
En Baroja están esas novelas que nos encienden las pupilas y rompen las cadenas de la edad.
«Hay que buscar un fin para emanciparse de esta existencia mezquina y, si no, lanzarse a la vida trágica», escribió Baroja en La busca
Antes que lo segundo… ¿no es más fácil coger un libro?
Manuel se sentía capaz de grandes misiones, de tomar trincheras, de defender barricadas, de alcanzar el Polo Norte; pero incapaz de llevar a cabo una «obra diaria de pequeñísimas molestias y fastidios cotidianos».
 Si escapamos a tiempo, podremos sobrevivir a los lunes sin perder las ganas de afrontar «esas grandes misiones».
 La literatura nos mantiene vivos y por eso hemos llegado hasta aquí.
Estudiar la historia que nadie nos podrá contar
La escritura de Baroja tiene un valor testimonial incuestionable. Las canciones de las guerras carlistas, los juegos infantiles de hace un par de siglos, los alcoholes que ya no se beben, los oficios que volaron… 
Todo eso podemos encontrar en sus novelas. 
Ningún manual trasladará con mayor fidelidad que La busca lo que Baroja llamó «comunismo del hambre», la pobreza repartida entre casi todos.
 Qué rápido se borraron del imaginario colectivo los niños que dormían a la intemperie y en las cuevas improvisadas de la montaña de Príncipe Pío.
 Ya no quedan corralas repletas de «esos hombres que lo eran todo y no eran nada»: 
«Medio sabios, medio herreros, medio carpinteros, medio albañiles, medio comerciantes, medio ladrones».
Queden anotados algunos ejemplos.
 Porque no hay brújula que valga si la aguja del presente no se ha untado antes en el pasado.
 Nada más empezar el XX, los tatuajes se hacían con un alfiler y las heridas mojadas en tinta. 
 Perico urdía grafitis con carbón y dibujaba sobre las paredes hombres, mujeres, caballos, barcos en el mar y casas que echaban humo, en lugar de firmas histriónicas e ininteligibles.
 Al teatro se podía ir gratis si se aplaudía cuando lo indicaba una señal.
 Alrededor de las mesas de los bares no se vendían pulseras ni colgantes, sino canciones.
 Aquel que se cruzó con Zalacaín regalaba a sus clientes, además de la letra, un baile y su entonación.
 En ese Madrid de principio de siglo que todavía no había conocido ninguna de las dos dictaduras ni la guerra se palpaba un ambiente de optimismo absurdo: «Todo lo español era lo mejor». Ay, cuánto hemos cambiado.
 O no tanto. Ya entonces, «y en todas partes», «los conductores de hombres eran prometedores de paraísos».
Consuelo para las sensaciones inconfesables
No se puede aprender a recibir la muerte o la enfermedad del ser querido. 
 De repente, llega y… Depende.
 Los patrones que esbozan novelas y películas de amplia tirada nos hacen creer que sentiremos una desolación profunda al morir un familiar, que botaremos de alegría ante el logro profesional de un amigo o que seremos más felices si regresamos a la ciudad de nuestros sueños.
 ¿Y si no? Es más, casi siempre es no. 
Nos descubrimos cuando la vida derrapa. Y no antes.
No hay tantas novelas radicadas en esa corriente que llaman realismo capaces de transmitir esa humanidad verdadera, la del que siente a borbotones, como nunca lo hubiera imaginado.
 Baroja lo consigue, incluso con algunos personajes a priori planos, como Zalacaín el aventurero. 
Sus peripecias bélicas y de contrabando siguen un guion previsto, pero se enamora cuando no debe, muere cuando el peligro estaba lejos, y se deja llevar por los bajos instintos aun dándose cuenta de ello. 
Lo mismo ocurre con Andrés Hurtado, que quería con locura a su hermano pequeño, Luisito, cuya muerte apenas le arrancó lágrimas. Cerró el duelo en un pestañeo, se sintió culpable por ello, pero no encontró un porqué.
 En Baroja también se esconde la indulgencia para el pensamiento prohibido, aquel con el que a veces nos martirizamos, pensando que solo una mala persona podría sentir así.

Pío Baroja retratado por Ramón Casas (detalle). Imagen: MNAC (DP).



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