Obstinado, temerario, posibilista, el líder socialista regresó al Parlamento para echar a Rajoy.
No caminaba Sánchez por el hemiciclo, levitaba
incorpóreo sobre la alfombra de los pasos perdidos como expresión de una
proeza política y timonel del Estado plurinacional.
Se le podrá objetar
la irresponsabilidad de la operación desde la perspectiva del
estadista, reprocharle la conversión a los Presupuestos de Rajoy, acatar
el soborno del PNV, bailar la sardana de la mano de Rufián, pero no se
le podrá discutir el mérito extraordinario que reviste acceder a la
Moncloa después de haber sido y estado desahuciado,
viajando con su Peugeot como un pastor mormón y esperando la
coreografía astral que requería su resurrección, como si blandiera la
espada de Parsifal: el acero que te hirió terminará sanándote.
De cualquier manera, es verdad, y a cualquier precio.
Por el tiempo que sea. Y en las circunstancias que hagan falta, pero revestido del honor parlamentario, dotado del incienso constitucional y reconocido en su obstinación, tal como reflejaba la standing ovation de la bancada socialista.
Regresaba entre los vivos el espectro de Pedro Sánchez 20 meses después de haberse marchado y de haberse asegurado, al mismo tiempo, la devoción de la militancia.
Por el tiempo que sea. Y en las circunstancias que hagan falta, pero revestido del honor parlamentario, dotado del incienso constitucional y reconocido en su obstinación, tal como reflejaba la standing ovation de la bancada socialista.
Regresaba entre los vivos el espectro de Pedro Sánchez 20 meses después de haberse marchado y de haberse asegurado, al mismo tiempo, la devoción de la militancia.
Rajoy no se percata de su agonía ni del
azufre que emana.
Y ninguno de sus allegados se atreve a exponerle la
putrefacción. No se considera aludido
Es un triunfo personal, una victoria estrictamente
individual cuyas palpitaciones de despecho le henchían en el trono del
hemiciclo. Sánchez renunció a su escaño para sustraerse a la investidura
de Rajoy y ha regresado a la escena del crimen para evacuarlo.
Ha
ejecutado a su mayor adversario.
Ha sobrepasado la hostilidad del
aparato, la estupefacción de las baronías.
Ha reaccionado a sus derrotas
electorales.
Ha combatido la resistencia mediática.
Ha superado el
masoquismo de Iglesias.
Y ha sometido a su favor las inercias de la
coyuntura.
Nunca había sido presidente del Gobierno un candidato
que perdió las elecciones.
Nunca tuvimos un jefe de Gobierno
extraparlamentario.
Nunca había triunfado una moción de censura.
Tan
llamativa es la excepcionalidad y tan inquietante es el fervor
soberanista hacia la moción que Pedro Sánchez solo podía llegar a la
Moncloa de forma anómala y estrafalaria.
Su única manera de flanquearla
es aquí, ahora y así, constreñido a una legislatura inviable,
naturalmente, sometido al chantaje del nacionalismo, expuesto a la soga
del lazo amarillo, pero inquilino del palacio y del destino.
Su discurso fue inteligente porque le ofreció a Rajoy la salida de la dimisión.
Y porque la propuesta relativizaba sus propias ambiciones monclovitas,
pero Sánchez era consciente de la debilidad de Rajoy, más aún después de
haber escuchado al presidente fantasma un discurso propio de su
elocuencia oratoria pero impropio de la dignidad y emergencias políticas del momento.
Ha vuelto Sánchez.
No como fusible de una crisis, ni como presidente accidental, sino con las ambiciones de quedarse.
Asustan las concesiones que requiere semejante programa. Estremece la esclerosis política que se avecina.
Y conviene evocar el desenlace de Frankenstein como escarmiento de los hombres que desafían a los dioses.
No como fusible de una crisis, ni como presidente accidental, sino con las ambiciones de quedarse.
Asustan las concesiones que requiere semejante programa. Estremece la esclerosis política que se avecina.
Y conviene evocar el desenlace de Frankenstein como escarmiento de los hombres que desafían a los dioses.
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