Detrás de lo que hoy se considera la sacrosanta “opinión pública”, a
menudo no hay casi nadie ‘real’ ni reflexivo, solo unos cuantos
activistas.
EN 1859 no había teléfono ni radio ni televisión, no digamos redes
sociales y móviles que expanden con alcance mundial, y en el acto,
cualquier noticia; pero también cualquier consigna, bulo, mentira,
calumnia y prejuicio.
En esa fecha, sin embargo, John Stuart Mill, en su
célebre ensayo “Sobre la libertad”, escribió lo siguiente (me disculpo
por la larga cita, cuyas cursivas son mías): “Como las demás tiranías,
esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es todavía, cuando
obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades.
Pero las
personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma
el tirano, sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que
puede realizar mediante sus funcionarios políticos.
La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si
dicta malos decretos en vez de buenos, o si los dicta a propósito de
cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más
formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien no suele tener a su servicio penas tan graves, deja menos medios para escapar de ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma.
Por eso no basta la protección contra la tiranía del magistrado.
Se
necesita también la protección contra la tiranía de la opinión y
sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a
imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y
prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas;
a ahogar el desenvolvimiento, a impedir la formación de
individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a
moldearse sobre el suyo propio”.
Pese a lo levemente anticuado de léxico y sintaxis, parece que Stuart
Mill esté hablando de nuestros días y alertando contra un tipo de
tiranía que, por ser de la sociedad (vale decir “del pueblo”, “de la
gente” o “de las creencias compartidas”), no es fácil percibir como tal
tiranía.
“Si nuestra época piensa así”, parece decirse a veces el mundo,
“¿quién es nadie para llevarnos la contraria? ¿Quién los políticos, que
han de obedecernos? ¿Quién los jueces, cuyos fallos están obligados a
reflejarnos y complacernos? ¿Quién los periodistas y articulistas, cuyas
opiniones deben amoldarse a las nuestras? ¿Quién los pensadores” (esas
“personas reflexivas” de Mill), “que no nos son necesarios? ¿Quién los
legisladores, que deben establecer las leyes según nuestros dictados?”
Esta imposición de dogmas y “climas”, evidentemente, era ya perceptible
en 1859.
Imagínense ahora, cuando existen unos medios fabulosos de
adoctrinamiento, conminación e intimidación, sobre todo a través de las
redes sociales.
Pero ha llegado el momento de preguntarse si esas redes,
que hoy se toman por lo que antes era el oráculo, o la ley de Dios, no
son tan fantasmales y usurpables como la voz de este ser abstracto en
cuyo nombre se han cometido injusticias y atrocidades.
Es muy sospechoso
que en cuanto se piden firmas para lo que sea (desde cambiar una ley
hasta el nombre de una calle), aparezcan millares en un brevísimo lapso
de tiempo.
No hay nunca constancia de que quienes envían sus tuits no
sean cuatrocientos gatos muy activos que los repiten hasta la saciedad,
los reenvían, los esparcen, aparentando ser multitudes.
Se sabe de la existencia de bots,
es decir, de programas robóticos que simulan ser personas y que inundan
las redes con una intoxicación o una consigna.
Rusia es pródiga en su
uso, así como partidos políticos, sobre todo los populistas.
En suma,
detrás de lo que hoy se considera la sacrosanta “opinión pública”, a
menudo no hay casi nadie real ni reflexivo, sólo unos cuantos
activistas que saben multiplicarse, invadir el espacio y arrastrar a
masas acríticas y borreguiles.
Cualquier sociedad es por definición manipulable, y en muy poco
tiempo se le crean e inoculan ideas inamovibles.
Me quedé estupefacto el día de la famosa sentencia contra “La Manada”.
No me cabe duda de que esos cinco sujetos son desalmados y bestiales.
Pero no se los juzgaba por su catadura moral ni por su repugnante
concepción de las mujeres, sino por unos hechos concretos.
Y me asombró que, nada más conocerse la sentencia, millares de personas
que no habían asistido al proceso ni habían visto el vídeo que se mostró
en él parcialmente, que no eran duchas en distinciones jurídicas,
supieran sin atisbo de duda cuáles eran el delito y la pena debida.
No
digo que no tuvieran razón, los jueces yerran, y cosas peores. Pero
nadie contestaba lo más prudente:
“Lo ignoro: carezco de datos, de
conocimientos y de pruebas, y por tanto no oso opinar”.
Vi en pantalla a
políticos, tertulianos, ¡escritores y actores!, que afirmaban con
rotundidad saber perfectamente qué había ocurrido en un sórdido portal
de Pamplona en 2016.
Vuelvo a la cita de Mill: “La sociedad puede
ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos”.
Una sociedad que hace eso,
que prescinde de la justicia o decide no hacerle caso, que pretende que
prevalezca la de su fantasmagórica masa, tiene muchas papeletas para
convertirse en una sociedad opresora, linchadora y tiránica.
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