Algún día caerán juntos;
y serán enterrados lado a lado.
Para unos pocos será una desgracia;
para la ley, un alivio.
Pero será la muerte para Bonnie y Clyde.
y serán enterrados lado a lado.
Para unos pocos será una desgracia;
para la ley, un alivio.
Pero será la muerte para Bonnie y Clyde.
(Fragmento de «El final del sendero», poema que Bonnie Parker escribió en la cárcel)
No ocurre todos los días que la policía tenga que intervenir para impedir el robo de una oreja.
El
miércoles 23 de mayo de 1934, a las nueve y cuarto de la mañana, la
pareja de amantes más célebre del mundo del crimen tuvo el encontronazo
final con su destino.
La prensa los apodaba Romeo and Juliet in a getaway car,
«Romeo y Julieta en un coche a la fuga», y sus fotografías, tomadas por
ellos mismos en momentos de diversión, habían aparecido en todos los
periódicos importantes del país.
No había estadounidense que no
conociese sus nombres.
Durante meses habían protagonizado una intensa
persecución a lo largo de varios territorios de los Estados Unidos,
alimentando las portadas con los detalles morbosos, reales o inventados,
de sus fechorías.
Varias veces habían esquivado el cerco llevándose por
delante las vidas de ciudadanos y agentes de la ley.
Los mandos
policiales habían transmitido un claro mensaje a sus subordinados: la
pareja era demasiado peligrosa y no se contemplaba una detención sin
incidentes.
Ya no se trataba de capturarlos para llevarlos ante un juez,
sino de darles caza como a animales salvajes.
La
autopista estatal 154 de Lousiana, al sur de los Estados Unidos, no es
una «autopista» como las que nos sugiere ese nombre en España.
Es una
carretera secundaria de dos carriles; sus ochenta y cinco kilómetros
discurren entre una pedanía insignificante, Elm Grove, poco más que un
puñado de casas dispersas, y un pueblo minúsculo, Athens.
Poblaciones
tan pequeñas que se las cita por su parroquia; en Lousiana, debido a la
influencia francesa, el territorio no está dividido en «condados», sino
en «parroquias».
Viajando desde el norte, a la altura de Mt. Lebanon, la
154 vira hacia la derecha; por allí hay poco más que un par de iglesias
baptistas, algunas casas y muchos, muchos árboles.
La estrecha
carretera sigue atravesando un paraje verde, pintoresco y anodino,
todavía flanqueado por espesas arboledas, aunque con los arcenes bien
despejados, durante unos ocho kilómetros.
Allí, se eleva y vuelve a
descender en una larga y suave recta. Junto al carril derecho, a mitad
de recta, se erigen dos pequeños monumentos.
El primero es una tosca
lápida de piedra gris, con pintadas en el frente y los bordes picoteados
por los turistas que querían llevarse un pedacito.
El segundo, también
de piedra, es el soporte de una placa que tiene grabada la imagen de
seis hombres con traje, corbata y sombreros fedora.
Son los seis
policías que, aquella mañana de 1934, tendieron una emboscada en ese
mismo punto.
Habían pasado todo un día y toda una
noche haciendo guardia, ocultos entre los árboles, en una ubicación
desde la que disfrutaban de cientos de metros de visibilidad hacia cada
lado.
Después de más de veinticuatro horas de agotadora vigilancia,
escucharon a lo lejos el rugido de un motor.
Por fin, divisaron el
automóvil que habían estado esperando: un Ford V8 de color gris verduzco
—lo que en la fábrica llamaban «gris Córdoba»— que, por supuesto, era
robado.
Cuando el automóvil estuvo a distancia de fuego, los agentes
salieron de sus escondites y, sin dar el alto, sin que mediase aviso
alguno, empezaron a disparar.
Vaciaron la munición de sus escopetas
sobre el lado del conductor. Después, vaciaron la munición de sus
pistolas.
En menos de un minuto, ciento cincuenta detonaciones
retumbaron en un lugar donde, incluso hoy, lo único que suele escucharse
es el canto de los pájaros.
El Ford
perdió el control.
Arrastrado por la inercia, avanzó todavía unos
treinta metros, virando hacia donde estaban los policías.
Se detuvo a
muy poca distancia de ellos, cuando chocó con la ligera vaguada que
trazaba el arcén.
Las ventanillas estaban rotas, la parte izquierda de
la carrocería moteada por decenas de orificios de bala.
Romeo y Julieta,
atrapados en su célebre coche a la fuga, murieron sin tan siquiera
haber abandonado sus asientos.
Aunque, según dijeron los agentes, a ella
llegaron a oírla gritar incluso en mitad del ensordecedor tiroteo.
Clyde Barrow tenía veinticuatro años; Bonnie Parker,
veintitrés. Al instante, uno de los agentes filmó el automóvil.
Las
imágenes, en las que puede verse el cadáver de Bonnie, terminarían en
todos los noticiarios cinematográficos.
La intensa jornada no terminó ahí.
Cuando corrió la voz sobre lo sucedido, el más completo caos se apoderó
del lugar.
Los pueblos más relevantes de la zona, Gibsland y Arcadia,
eran dos diminutas agrupaciones de casas en las que solía reinar la
tranquilidad, pero que durante aquellas horas recibieron miles de
visitantes.
Parecían provenir de todas partes, atraídos por la
sensacional noticia del sangriento desenlace de la cacería que había
estado acaparando los diarios.
Todos querían ver el Ford V8, aquel
colador con ruedas en cuyo interior permanecían, todavía tibios, los
cuerpos de Bonnie y Clyde, mientras la policía porfiaba por mantener el
orden en un paraje por donde no acostumbraba a pasar casi nadie.
Los
inopinados turistas se agolpaban para llevarse lo que podían de aquella
carretera, hasta entonces insignificante, pero convertida de repente en
escenario de la historia.
Recogían cualquier cosa que sirviera como
recordatorio de que habían estado allí: los casquillos de bala y los
pedazos de cristal procedentes de las lunas eran los objetos más
perseguidos. Algunos, más atrevidos en su rapiña, optaron por un botín
más llamativo y se acercaron al coche para intentar llevarse un jirón de
la ropa de los difuntos fugitivos.
Hubo quien lo consiguió. Una mujer
llegó a recortar un rizo del cabello ensangrentado de Bonnie.
Los
policías, eso sí, impidieron que un hombre provisto de una navaja
cumpliera su propósito de rebanarle una oreja a Clyde, para llevársela
como souvenir, o quizá para vendérsela a algún coleccionista de curiosidades macabras.
La
celebridad de la difunta pareja era inmensa.
Cuando habían empezado a
acaparar titulares el año anterior, el público estadounidense los miraba
con simpatía, o lo hizo durante un breve periodo.
Los amantes indómitos
que recordaban a los forajidos del viejo Oeste.
Libres, rebeldes, dos
almas gemelas buscando la libertad al margen de las asfixiantes leyes
que encorsetaban las vidas de quienes eran menos atrevidos y estaban
condenados a una rutina insípida de nacimiento, escuela, trabajo y
muerte.
La libertad absoluta es siempre una ensoñación evocadora; las
imágenes de la pareja bromeando con sus armas o dándose un beso habían
alimentado la imaginación de todo el país.
El encantamiento no había durado mucho,
sin embargo.
El rastro de sangre que la pareja y sus cómplices dejaron
tras ellos terminó agriando su aureola y la misma prensa que los había
glorificado como a personajes de novela empezó a recrearse en las
facetas morbosas de sus asesinatos.
Una vez emboscados y muertos, el
público quiso conocer hasta el último detalle que quedase por desvelar
sobre Bonnie y Clyde.
Y, como suele suceder en estos casos, los
verdaderos personajes terminaron sepultados bajo un aluvión de
habladurías y leyendas, de equívocos que no hicieron sino empeorar con
el paso del tiempo, la publicación de libros oportunistas y el estreno
de películas embellecedoras.
Los Capuleto y Montesco de Texas
Bonnie
Parker nació en 1910, en la localidad tejana de Rowena. Su padre, un obrero de la construcción, murió cuando ella tenía cuatro años, y su madre decidió que sería mejor abandonar el pueblo para buscarse la vida en Dallas.
Se mudaron a un suburbio obrero conocido como Cement City por la presencia de dos grandes instalaciones cementeras que daban empleo a casi todos los habitantes.
La madre de Bonnie salió adelante ejerciendo como costurera, mientras la niña iba al colegio y cultivaba un intenso amor por la poesía, afición que nunca abandonó.
Cuando se convirtió en una
adolescente, Bonnie empezó a sentirse atraída también por los tipos
duros.
En 1926, siendo una quinceañera, conoció a un joven maleante
llamado Roy Thornton y decidió dejar el instituto para
casarse con él (en Texas era legal casarse antes de los dieciocho).
El
matrimonio fue tormentoso y, después de tres años de constantes peleas,
ambos jóvenes tomaron caminos separados.
No se firmó ningún papel de
divorcio y Bonnie jamás se quitó el anillo de casada, aunque no volvería
a ver a su marido, sobre todo después de que este fuese encarcelado por
un asesinato.
Tras la separación,
Bonnie volvió a vivir con su madre.
Encontró empleo como camarera y, por
lo que sabemos, era muy popular entre la concurrencia masculina del
restaurante donde trabajaba.
Así lo recordaba al menos uno de sus
clientes habituales, un joven empleado de correos llamado Ted Hinton,
que reconoció haber desarrollado una fascinación platónica por la
sonriente y carismática chica que le servía las comidas.
Se iba a
producir la extraordinaria circunstancia, digna de un guion
cinematográfico, de que Hinton terminaría ingresando en el cuerpo de
policía y, no mucho tiempo después, sería el más joven de los seis
agentes que emboscaron el automóvil en el que Bonnie murió acribillada a
balazos.
El propio Hinton fue quien, con una cámara de 16 milímetros,
tomaría las imágenes del cuerpo inerte de la antigua camarera de la que,
en tiempos mejores, se había enamorado.
La
existencia monótona y sin perspectivas de su barrio obrero asfixiaba a
Bonnie, cuya imaginación bullía en persecución de sueños más elevados.
Su temperamento artístico la inclinaba hacia una vida dedicada a la
poesía, o hacia la fotografía, que se había convertido en la segunda de
sus pasiones.
Por desgracia, tales sueños se antojaban inalcanzables
para una camarera de la Ciudad del Cemento.
Si tenía que escapar, debía
hacerlo por otras vías.
Y la monotonía se rompió el mismo día en que una
amiga suya se rompió el brazo.
Bonnie empezó a visitarla para ayudarla
con las tareas domésticas. Un día, mientras preparaba algo de comer,
entraron en la casa unos conocidos de su amiga.
Uno de ellos captó su
atención.
Era Clyde Barrow. Ya no se separarían nunca, excepto cuando la
cárcel lo impidiese.
Clyde había nacido un año antes, en 1909.
Era el séptimo hijo de una
pareja de granjeros en las cercanías de la pedanía de Telico, en Texas.
Durante su infancia solo conoció la miseria.
Las cosas no iban bien en
el campo, así que, cuando Clyde tenía diez años, sus padres decidieron
probar suerte en la ciudad.
Se trasladaron todos a un barrio chabolista
de las afueras de Dallas, donde sus condiciones de vida no solo
continuaron siendo paupérrimas, sino que fueron incluso a peor.
Pasaron
los primeros meses sumidos en la indigencia, viviendo todos juntos en el
destartalado carromato con el que habían llegado hasta allí.
Al cabo de
un tiempo, el padre encontró trabajo y reunió dinero suficiente para
comprar una tienda de campaña, lujo que la familia recibió con alborozo,
como si fuese un regalo del cielo.
Las cosas progresaban, aunque con
mucha lentitud.
Nunca dejaban de ser pobres; era solo que el grado de
miseria iba tornándose un poco menos intolerable.
Los pequeños Barrow
crecieron rodeados de marginalidad.
Siendo un adolescente, Clyde empezó a
desempeñar diversos trabajos para ayudar a la economía familiar, pero
también hizo sus pinitos en la delincuencia, influido por su hermano
mayor Buck, que llevaba tiempo haciendo de las suyas
por los alrededores.
Su primer arresto se produjo cuando cumplió
dieciséis años, la edad legal para conducir: la policía lo detuvo al
volante de un automóvil que había alquilado para visitar a su novia y
que no se había molestado en devolver.
En su segundo arresto lo
sorprendieron robando unos pavos.
A los diecinueve años tenía ya un
florido historial de pequeños delitos, aunque todavía nada lo bastante
serio como para haberlo sentado en un banquillo.
Resulta irónico que su
antecedente más decisivo, el que ayudaría a mandarlo a la cárcel, era un
episodio insignificante de varios años atrás, cuando había intentado
robar un coche en la localidad de Waco, situada a unos ciento cincuenta
kilómetros de Dallas.
La policía local lo había pillado in fraganti
mientras intentaba forzar la puerta de un turismo, pero como Clyde era
aún menor de edad en aquel momento, se habían limitado a tomarle los
datos y lo habían dejado en libertad.
Un tropiezo que parecía haber
quedado olvidado.
A los veinte años, de hecho, Clyde ya había hecho
cosas peores. Sin embargo, sería ese incidente secundario el que
retornaría para amargarle el resto de su existencia.
La serpiente de cascabel
En
1929, cuando Clyde cumplió veinte años, sus andanzas delictivas ya
incluían, junto a los consabidos robos de vehículos, atracos a tiendas y
la apertura forzosa de cajas fuertes.
Pero todavía no había recaído
sobre él ninguna condena.
Eso sí, era cuestión de tiempo.
Había estado delinquiendo por toda la
región; entonces existía poca coordinación entre los diferentes cuerpos
policiales, que no disponían de algo parecido a una base de datos
conjunta.
Los delincuentes sabían por experiencia que la movilidad era
una de las claves para no acumular demasiados antecedentes en los
archivos de cada una de las policías locales (las cuales solo se
comunicaban entre sí cuando se producían casos urgentes como asesinatos o
fuga de presos).
Pero Clyde no era un delincuente tan hábil.
Era
demasiado joven e impulsivo como para calcular bien sus movimientos.
Tentaba demasiado a la suerte, retornando a lugares donde acababa de
perpetrar golpes o donde tenía algún antecedente.
Y su suerte se terminó
en Waco, cuya policía local andaba detrás de dos criminales que estaban
en búsqueda y captura, William Turner y Frank Hardy.
Los encontraron en un hotel de las afueras, junto a un jovenzuelo
desconocido, Clyde, al que, por si acaso, metieron también en una celda.
Según afirmaron después los guardias, Clyde pasó un par de días
«berreando su inocencia entre lágrimas».
Cuando el jefe de policía lo
interrogó, Clyde aseguró que no conocía de nada a aquellos tipos y que
estaba con ellos porque lo habían recogido haciendo autoestop.
Los otros
dos corroboraron su historia, así que Clyde quedó en libertad.
Volvió a
Dallas y fue entonces cuando conoció a Bonnie.
Mientras
tanto, empero, las cosas se le estaban complicando sin que él fuese
consciente.
En Waco, durante los meses anteriores, se había estado
produciendo una oleada de robos de automóviles, en los que Turner y
Hardy habían estado involucrados.
A alguien en la jefatura se le ocurrió
indagar mejor en los archivos policiales de la localidad; descubrió la
antigua ficha de Clyde Barrow, en la que constaba una única detención
que se había producido justo por el robo frustrado de un automóvil.
Aquello encendió una bombilla en la cabeza de los policías. El joven
forastero al que habían dejado marchar dos veces quizá sí había tenido
algo que ver con la reciente oleada de robos.
Pronto consiguieron
relacionarlo con la sustracción de veinte automóviles de un garaje.
Clyde volvió a ser detenido y esta vez ya no era ni menor de edad, ni un
joven ligeramente sospechoso; ahora había cargos en su contra.
Cuando
se produjo la acusación formal entendió que se enfrentaba a una condena
carcelaria por primera vez en su corta vida.
Viéndose atrapado, se
declaró culpable de siete de aquellos robos, la única manera de evitar
que se los adjudicaran todos.
Se decretó prisión provisional a la espera
del juicio.
Clyde fue encerrado en
la cárcel de condado de Denton, en Dallas. Sus dos cómplices fueron
ingresados en la misma prisión, en la misma galería y en celdas
contiguas a la suya.Poner juntos a los miembros de la misma banda era una mala idea y, en efecto, menos de dos semanas después, conseguirían fugarse. Un funcionario de la prisión acudió a la celda de Turner para llevarle un vaso de leche, que este había pedido alegando un terrible dolor de úlcera.
El funcionario fue sorprendido por los tres presos que, no se sabe muy bien cómo, se habían hecho con un arma de fuego.
Luego, a punta de pistola, hicieron que el encargado de la entrada principal de la prisión los dejara salir a la calle
. Se alejaron a la carrera mientras varios guardias abrían fuego sobre ellos, aunque ningún disparo hizo diana.
Cuenta la leyenda que fue Bonnie, durante una visita a la cárcel, la que le había llevado la pistola oculta bajo la falda y sujeta a la pierna con una liga, o quizá dentro del sujetador; lugares recónditos de la anatomía de una dama donde los guardias no se habrían atrevido a registrar.
En cualquier caso, los tres evadidos viajaron hacia el norte en automóviles robados: se llevaban uno, lo conducían durante un tiempo y después lo abandonaban.
Robaban otro y repetían el ciclo.
Así consiguieron llegar muy lejos, pues recorrieron unos mil setecientos kilómetros hasta la localidad de Middleton, en Ohio. Estando en el norte del país, a tanta distancia de Texas, quizá pensaron que lo peor había pasado.
Sin embargo, unos delincuentes que habían escapado por la fuerza de una prisión se convertían en objetivo prioritario para las fuerzas de seguridad.
Ya no se trataba de un robo de automóviles; ahora, diferentes cuerpos policiales se enviaban telegramas o se llamaban por teléfono.
Aunque estuviesen al otro lado del país, el sheriff de Middleton estaba sobre aviso.
Clyde
y sus dos compinches estaban saliendo de un restaurante en el que
acababan de desayunar cuando vieron dos coches de la policía que se
aproximaban con la aparente intención de cortarles la salida.
Para
despistarlos, trazaron un plan de fuga en cuestión de segundos: dos de
ellos saldrían corriendo para atraer la atención de los agentes,
mientras Clyde iba a buscar el automóvil, con el que después recogería a
los otros en un punto acordado de antemano. Los policías, en efecto,
persiguieron a los dos hombres a los que vieron correr, pero fueron más
rápidos de lo previsto por los delincuentes, quienes fueron acorralados y
tuvieron que rendirse. Clyde sí consiguió llegar al coche, pero,
desconociendo que sus cómplices habían sido ya detenidos, empezó a
conducir por el vecindario para intentar localizarlos.
Al final, claro,
topó con los dos coches de la policía.
Se inició una persecución sobre
ruedas que terminó cuando Clyde perdió el control y estrelló su vehículo
contra una pared.
Ileso, trató de huir a pie, efectuando disparos
disuasorios en dirección a sus perseguidores.
Cuando se le acabaron las
balas, viendo que iba a ser detenido, arrojó su arma a un canal para
eliminar la prueba de que había disparado y se dejó capturar.
Los tres prófugos fueron devueltos a
Texas, pero ya no se los encerró juntos.
Clyde ingresó en la prisión
federal de Huntsville.
De los archivos de aquella cárcel se conserva un
informe que revelaba algunos detalles de su aspecto.
Clyde no era muy
alto, 1.70 metros.
Tenía el cabello castaño y los ojos oscuros, aunque
todo esto se puede percibir en las fotografías.
El informe también
describía sus tatuajes.
Hoy los tatuajes son algo muy común, pero
entonces eran un rasgo muy distintivo, propio, sobre todo, de marineros,
soldados y delincuentes.
En el momento de su internamiento, Clyde lucía
unos cuantos, que hablaban de una intensa vida sentimental: la cara de
una chica con el nombre «Grace»; otro nombre de mujer, «Anne»; las
letras «EBW», que se interpreta como las iniciales de Eleanor B. Williams,
una antigua novia suya.
También llevaba tatuada una rosa con varias
hojas y un escudo adornado con un ancla y las iniciales «USN» de U.S.
Navy, aunque Clyde nunca había estado en la marina.
Bonnie, por cierto,
tenía también un tatuaje en el muslo, que rezaba «Bonnie & Roy», en
referencia a su marido.
En
Huntsville, Clyde descubrió que le había estado aguardando una
desagradable sorpresa: la fiscalía pretendía juzgarlo por el asesinato
de un hombre en Houston.
Él no tenía la menor idea de lo que le estaban
diciendo y esta vez era sincero, porque aún no había matado a nadie.
La
acusación era muy grave, pero no prosperó: resultó que la policía de
Houston, que se había encontrado con un crimen difícil de resolver, supo
de la fuga de unos presos en Dallas y aprovechó para cargarle el
muerto, nunca mejor dicho, a uno de ellos (Clyde).
Empleando testigos
manipulados, presentaron el caso ante un juez. Si Clyde hubiese muerto
durante su escapada, cosa no tan improbable, la policía de Houston
hubiese «resuelto» un homicidio para el que no tenían ni una pista.
Cuando Clyde fue capturado, sin embargo, la patraña terminó viniéndose
abajo.
Eso sí, nadie le quitó el mal trago de pensar durante un tiempo
que podía acabar en la silla eléctrica por un crimen que no había
cometido.
Lo que sí sucedió, como era de esperar,
fue que el intento de fuga suponía un endurecimiento de su condena:
catorce años de trabajos forzados.
Fue trasladado a la granja-prisión
Eastham, donde los internos tenían que partirse el lomo cultivando para
ganarse la manutención. Aquel encierro cambió a Clyde para siempre.
En
Eastham descubrió las más penosas realidades de la vida carcelaria.
Y
allí cometió su primer asesinato. Por lo que sabemos, un preso de enorme
tamaño y gran fuerza física sodomizó a Clyde en repetidas ocasiones.
Para vengarse, Clyde se hizo con un pedazo de tubería, citó a su
violador en las duchas y allí lo mató a golpes.
No recibió castigo
porque los funcionarios nunca supieron que había sido él: otro recluso,
ya sentenciado a cadena perpetua, se atribuyó el homicidio.
Aquel
incidente traumatizó a Clyde y su temperamento se tornó explosivo e
impredecible.
Por lo general, era un joven de apariencia tranquila, que
hablaba en voz baja y al que ni siquiera le gustaba decir tacos.
Tras
las violaciones y su primer asesinato, sin embargo, se volvió muy
peligroso.
Todos en la prisión supieron que había cambiado y que lo más
sensato era evitar tener problemas con él.
Ralph Fulls,
uno de sus amigos en la cárcel y futuro miembro de su banda, recordaba
más tarde que Clyde podía cambiar, en un instante, de tener «la
personalidad de un colegial a la de una serpiente de cascabel».
Lo cierto es que Clyde no parecía pensar
demasiado las cosas. Harto de los duros trabajos forzados, pidió a un
compañero que usara una de las hachas que se les permitía tener durante
las tareas agrícolas para cortarle dos dedos de un pie, simulando un
accidente.
El otro recluso así lo hizo.
La mutilación sirvió para que
Clyde fuese dispensado de los trabajos forzados… aunque al poco tiempo,
para su sorpresa, lo pusieron en libertad condicional porque su madre,
sin que él hubiese tenido noticia, había presentado una solicitud de
excarcelación bajo fianza.
La solicitud había sido aceptada por el juez
porque Clyde no tenía antecedentes violentos.
Así pues, se había cortado
dos dedos sin ninguna necesidad, porque hubiera salido de la cárcel de
cualquier modo.
Durante el resto de su vida, Clyde caminaría con una
visible cojera.
El Clyde Barrow que
salió de Eastham no era el mismo que había entrado.
Su familia sabía que
su estancia entre rejas había sido dolorosa, pero, aun así, les
sorprendió la profundidad de su metamorfosis. Era una persona diferente.
Una de sus hermanas lo expresaría más tarde usando la misma la metáfora
que Ralph Fulls: «Estaba claro que algo le había pasado en la cárcel,
porque se volvió duro como una serpiente».
El rastro de sangre
El rastro de sangre
Lo
primero que hizo tras recuperar la libertad, no obstante, fue intentar
reinsertarse.
Se reunió con Bonnie en Dallas y obtuvo trabajo en una
pequeña empresa dedicada al vidrio.
El empleo no duró, aunque parece ser
que no fue culpa suya sino de la constante vigilancia de la policía
local, que inquietó a los jefes de Clyde, haciéndolos optar por
prescindir de sus servicios.
El despido fue la perfecta excusa para que
Clyde volviese a las andadas.
Formó una banda, que en el futuro se haría
célebre como «gang de Barrow».
En ella estaba el que había
sido compañero en prisión, Ralph Fulls, y la propia Bonnie, además de
otros individuos.
Empezaron a atracar objetivos «seguros», como tiendas
pequeñas y gasolineras.
La banda era algo más que un simple
instrumento para ganar dinero, pues tenían un muy peculiar objetivo,
producto de la obsesiva fijación de Clyde: estaba, según sus conocidos,
«muy resentido» con el sistema carcelario. Juró que nunca volvería a
dejarse capturar con vida, algo que lo haría peligroso en extremo cuando
la policía pretendiera volverlo a detener. Y expresaba su deseo de
vengarse de la prisión en la que tanto había sufrido, Eastham. Pretendía
reunir dinero y armas en cantidad suficiente como para asaltar la
granja carcelaria y liberar a todos los reclusos que pudiese. Robar
armas, sobre el papel, no era mucho más difícil que robar cajas
registradoras, pues rifles y pistolas se vendían en diversos tipos de
comercios en los que no se guardaban especiales medidas de seguridad,
sobre todo cuando estaban situados en poblaciones rurales. Pero también
tenía sus riesgos, y el 19 de abril de 1932, Bonnie y Ralph Fulls fueron
sorprendidos mientras intentaban sustraer varias armas de la ferretería
de un pequeño pueblo. Aquello supuso la primera detención en la vida de
Bonnie, que iba a pasarse dos meses en prisión preventiva, a la espera
de juicio; para matar el tiempo, retornó a su antigua afición y escribió
diversos poemas en un cuaderno cuya tapa negra, irónico detalle,
mostraba el logotipo de un banco (el cuaderno procedía de la sede que el
First National Bank tenía en la localidad tejana de Burkburnett).
En
aquellos poemas, Bonnie glorificaba la vida delictiva y, quizá impulsada
por la imaginería romántica que envolvía a bandidos legendarios como Jesse James, imaginaba un final trágico, y profético, para ella y su amado.
Hasta
entonces, que se supiera, Clyde no había estado involucrado en ningún
crimen sangriento.
Pero, once días después de la detención de Bonnie, el
«gang de Barrow» se cobraba su primera víctima mortal.
Clyde
esperaba con el coche en marcha frente a una tienda, mientras sus
compinches Johnny Russell y Ted Rogers
la asaltaban a punta de pistola.
El atraco se complicó. La tienda
estaba regentada por un matrimonio, y el marido intentó plantar cara.
Russell y Rogers le dispararon, salieron a la calle, subieron al coche y
huyeron.
El hombre murió como consecuencia de las heridas. Cuando la
policía mostró a su esposa fotografías de criminales de la región, no
estaban las de Russell y Rogers, autores materiales de los disparos.
Pero ella vio la fotografía de Clyde y lo señaló como al hombre que
había matado a su marido.
Desde ese momento, Clyde sería buscado por
asesinato.
Su fiera determinación de no volver a pisar una cárcel lo
haría revolverse como un gato sanguinario cada vez que se sintiese
acorralado.
La fama
Clyde se marchó a otro estado vecino, Missouri, y Bonnie se marchó con él. En marzo recibieron la visita de Buck, el hermano mayor de Clyde, que tenía por entonces veintinueve años y de su mujer, Blanche, que tenía veintidós.
Buck
acababa de salir de la cárcel y estaba intentando rehacer su vida.
En
1929, tras ser tiroteado y detenido durante un robo frustrado, había
sido condenado a cuatro años en la granja prisión de Ferguson. Una vez
recuperado de sus heridas, Buck escapó de Ferguson por el más sencillo
de los procedimientos: caminando por la puerta con total naturalidad,
sin que nadie se lo impidiese.
En 1931, siendo todavía un fugitivo, se
casó con Blanche, a la que había conocido antes de su encarcelamiento.
Ella provenía también de una familia pobre: cuando nació, su padre tenía
cuarenta años y su madre dieciséis.
Fue precisamente su madre la que,
al cumplir Blanche los diecisiete, le concertó un matrimonio con un
hombre mucho más mayor.
La experiencia fue nefasta (Blanche achacó a
aquellas primeras relaciones sexuales su incapacidad para concebir), así
que terminó huyendo a los pocos meses. Se encontró con Buck, que con
veintiséis años ya se había casado y divorciado en dos ocasiones. Se
enamoraron y cometieron juntos algunos robos, pero, tras contraer
matrimonio, Blanche insistió en que Buck debía abandonar la vida
delictiva.
Incluso lo convenció para que se entregase a las autoridades y
terminase lo que le quedaba de condena, para poder empezar de cero sin
ser un fugitivo. Buck se presentó en la cárcel de Huntsville; los
funcionarios escucharon atónitos su relato y al principio se resistieron
a creer que Buck estaba allí de manera voluntaria.
Al final, le
creyeron. Buck volvió a la cárcel como había salido de ella: caminando
por la puerta con total tranquilidad. Su condena, debido a la fuga,
había sido alargada a seis años.
Su conducta en la prisión fue ejemplar.
Aunque era analfabeto, dictaba cartas a otros presos, en las que decía a
sus padres que estaba arrepentido, que deseaba reformarse y que
pretendía traer al buen camino a su hermano pequeño.
Cuando Buck llevaba
dos años entre rejas, le concedieron la libertad provisional.
Se reunió
con Blanche, y una de las primeras cosas que quería hacer era convencer
a su hermano pequeño para que se entregase también.
Buck se sentía
culpable porque había sido él quien había introducido a Clyde en el
mundo del delito.
Clyde se ocultaba
en un suburbio de la ciudad de Joplin, en Missouri, a unos cuatrocientos
kilómetros de Texas. Recibió con alborozo a su hermano, pero cuando
este le pidió que se entregara, no accedió.
No estaba dispuesto a pisar
otra cárcel. Buck dejó de insistir.
Las
dos parejas vivieron un tiempo juntas.
Ocupaban una casa situada en una
tranquila calle donde cualquier cosa fuera de lo normal llamaba la
atención.
Pero eso no parecía preocuparles. Organizaban partidas de
cartas durante las noches.
La vivienda era transitada por individuos de
diverso pelaje, ante la perplejidad de los vecinos de la calle.
La
Prohibición continuaba vigente, pero ellos compraban una caja de
cervezas todos los días, y es muy posible que los vecinos los viesen
cargando con ellas. Este tipo de fiestas con alcohol clandestino, en
realidad, no eran inhabituales. ¿Molestaban a los vecinos?
Sí, porque
eran algo ruidosas, pero las dos parejas no hicieron nada que colmase la
paciencia del vecindario.
Al menos al principio. Hasta que un día,
mientras limpiaban sus armas en el salón, una de ellas se disparó por
accidente.
Nadie salió herido, pero el disparo alarmó a los habitantes
de las casas cercanas, que avisaron a la policía.
Pensaban que la casa
estaba ocupada por una banda de traficantes de alcohol y que estaba
teniendo lugar un ajuste de cuentas al estilo Al Capone.
Pronto llegaron dos coches patrulla de los que bajaron cinco agentes.
Los ocupantes de la casa, al parecer, no habían considerado la
posibilidad de que un disparo hiciese cundir la alarma.
No se habían
marchado. Cuando los policías anunciaron su presencia, Clyde y los suyos
respondieron como de costumbre: a tiros.
Buck, pese a su propósito de
reformarse, tomó partido por su hermano y se unió al tiroteo.
Dos
policías cayeron muertos al instante; otro corrió a refugiarse detrás de
un árbol, resultando herido en el rostro por las astillas que salían
despedidas por los balazos en el tronco.
Los Barrow salieron, disparando
aún para contener a los policías, y corrieron hacia su automóvil.
Arrancaron y se alejaron, no sin antes recoger a Blanche, que había
salido en persecución de su perro (aterrorizado por el tiroteo, el
animal había salido huyendo calle abajo).
Clyde
había recibido un disparo, pero estaba ileso como por un milagro,
porque la bala había rebotado en uno de los botones metálicos de su
chaqueta. Buck tenía un rasguño porque una bala lo había rozado tras
rebotar en algún objeto.
El joven Jones, sin embargo, sí había recibido
un disparo de lleno en el costado y sangraba con profusión. Tenían que
buscar otro escondite.
Antes de aquel
incidente, la banda ya había matado a cinco personas, incluyendo dos
policías, pero nadie había oído hablar de ellos. En Joplin cambió todo.
Al huir con tanta precipitación de una casa que habían estado ocupando
durante casi tres meses, se dejaron atrás la mayor parte de sus efectos
personales. Entre ellos, un poema de Bonnie. Y, sobre todo, una cámara
con los negativos de fotografías que se habían tomado en momentos de
asueto. La policía entregó el carrete fotográfico al periódico local, The Joplin Globe,
para que lo revelase.
Cuando los periodistas vieron la imágenes,
entendieron que tenían una mina de oro entre manos.
No eran las típicas
fotos de criminales que abundaban en la prensa: se veía a Clyde alzando
en brazos a una sonriente Bonnie; a Bonnie imitando una pose de gánster,
con una pistola y un cigarro en la boca; a Bonnie apuntando con una
escopeta a Clyde y quitándole la pistola de la chaqueta; incluso había
una foto de ellos dos besándose.
Hoy todo el mundo se fotografía a todas
horas haciendo toda clase de posturas, pero entonces no era algo tan
común, y menos tratándose de criminales en busca y captura.
El Joplin Globe
publicó las imágenes y el poema de Bonnie.
Ahí empezó un efecto
cascada: otros periódicos de la región empezaron a publicarlas también,
acompañadas de los correspondientes relatos, embellecidos a
conveniencia, sobre los protagonistas.
Aunque la banda hubiese asesinado
a varios civiles y policías, el carisma que los dos amantes desprendían
en las imágenes y la generalizada tendencia al sensacionalismo
provocaron que la prensa los vendiese como forajidos de leyenda, más
parecidos a los outlaws del Salvaje Oeste que a los gánsteres que
en años recientes habían estado provocando el terror en las calles de
Nueva York o Chicago.
Cuando quisieron darse cuenta, Bonnie y Clyde eran
famosos en todo el país.
Ser retratados como figuras novelescas en los
diarios, sin embargo, no tenía ningún lado bueno para ellos.
Ahora todos
los cuerpos policiales los tenían en la diana.
Cualquier ciudadano
podía reconocerlos y denunciarlos.
La cacería estaba en marcha.
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