Mirarse a la cara o reconstuirse hasta el pasado.
A mi edad solo me queda una opción: gustarme hasta las trancas o ser
lo suficientemente artista como para saber quién quiero que me dibuje.
Siempre supe que un buen día la televisión me escupiría, como hizo con otras muchas antes que conmigo.
Aprendí bien jovencita que trabajar en ella implicaba aceptar unas normas que la edad impide cumplir.
Creo que las mujeres que salen en televisión están especialmente expuestas a sentir la imperiosa necesidad de lucirse siempre impecables.
Basta con que pongan cualquier programa de televisión y se sienten a disfrutar con las mujeres que lo presentan.
Todas lozanas, todas bellas, todas jóvenes aunque ya no lo sean.
Mientras en otros países se venera el periodismo maduro femenino (recordemos a Christiane Amanpour, hijo políticamente incorrecto incluido), en este país somos más de venerar el buen lomo antes de escuchar lo que nos cuentan.
Hasta el punto que algunas consiguen que ni su discurso sea relevante.
Mi primer contacto con la televisión aconteció en Teleponiente.
A partir de ahí, imaginen. He hecho de todo. He sido inmensamente feliz y he aprendido muchísimo. Hasta a esquivar las puñaladas.
La televisión actúa como una droga, supongo que por eso gusta tanto a los que trabajan en ella. Pocas cosas me han puesto tan cachonda fuera de una cama como hacer directos delante de una cámara.
Aprendí en todas y cada una de las redacciones en las que estuve y deseé hacer la gran mayoría de salvajadas que me propusieron.
Helen Singer Kaplan fue la primera psicóloga especializada en sexología que incluyó el deseo en la fase de excitación del ser humano.
Ella explicó por qué era importante incluir el deseo para que resultara la respuesta sexual humana.
Yo, en televisión, deseé hacer cosas tan idiotas como saltar desde una grúa a 60 metros.
Si rescatásemos la noticia tal y como se emitió en Telemadrid, veríamos a una reportera corriéndose en directo.
Durante un tiempo medité si operarme las tetas por aquello de que las tengo bizcas, algo que desestimé primero por miedo a la anestesia general, segundo por cabezonería propia: ¿por qué solo vemos en la piscina las buenas tetas? Me pareció incongruente exigir a los demás que me quisieran con todos mis defectos y caer en la obligación de cambiar mi cara o mi cuerpo hasta parecer dibujada por un cirujano.
Me gustan las imperfecciones, las cicatrices me excitan; no elijo a mis amantes por su belleza, ellos me eligen a mí con su ingenio.
Son otros parámetros y no la belleza la base de sentirme bonita en cualquier cama.
A partir de los treinta años muchas mujeres empiezan a pasar por los quirófanos cincelándose como querrían ser, y no seré yo la que crea que no deban hacerlo.
Cada una hace con su culo lo que quiere. Solo reclamo mi derecho a no participar en la campaña de prestigio que parecen necesitar las que te preguntan qué te parece su nuevo retoque.
Si quieren ser de cera, que lo sean. Pero que no me pidan que se lo alabe.
Me
gustan las mujeres que no esquivan lo que pueda explotarles en la cara.
Me las imagino teniendo amantes de todo tipo: mejores, peores, más
buenos, menos malos, gamberros, dubitativos, mezquinos, gloriosos,
conocidos y secretos.
Me gustan las personas que deciden
lucirse siendo quienes son, amando a quien aman, doliéndole lo que les
duele.
Los amantes de las mujeres dibujadas no me interesan lo más
mínimo.
Lauren
Bacall murió en su apartamento de Manhattan cuando estaba a punto de
cumplir los 90 años, después de haber sido esposa de hombres como
Humphrey Bogart y amante de Frank Sinatra. Afortunadamente para quien la
amortajara, el cadáver era el de una anciana que había vivido todo lo
suyo.
Otras lo van a tener jodido; llevan años escapando a su propia
vida a base de inyecciones, retoques, estiramientos, parálisis faciales y
rellenos siliconados que impiden que aparezcan lastimosas ni siquiera
cuando lo están.
He visto mujeres sonriendo mientras enterraban a sus
maridos y no por la alegría que pudiera proporcionarles esa pérdida, que
lo mismo, sino por haberse quitado las arrugas que rodeaban sus bocas.
Prefiero ser Lauren Bacall a Isabel Preysler, amantes incluidos.
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