Del islote de Lobos, en Fuerteventura, a la gallega ínsula de Sálvora, praderas de posidonia y playas desiertas al alcance de cortas y divertidas travesías marinas.
En veranos como este de fuerte masificación se impone el deseo de
isla.
Por la limitación de acceso; por su biodiversidad.
Las hay que parecen a tiro de piedra, pero no: un brazo de mar mantiene su romántico atractivo, garantizado por diversas figuras de protección ambiental.
Cada ínsula representa un universo aparte.
A todas se llega lentamente, contemplando de lejos su silueta, reconociendo a medida que nos acercamos su perfil orográfico, su muelle, sus eminencias.
He aquí 11 paraísos nunca perdidos –caminables salvo Ízaro y las Medes- para islómanos que nada quieren saber del turismo desbocado e insostenible.
La línea regular zarpa de Corralejo y en 20 minutos ya estamos en el islote de 6 kilómetros cuadrados y 13,7 kilómetros de costa. Conviene emprender la calurosa excursión con sombrero y un mínimo de dos litros de agua por persona.
En unas tres horas se rodea el islote, subiendo a La Caldera -el
monte tutelar de Lobos-, pasando por el faro de Martiño, el humedal de
Las Lagunitas y comiendo en El Puertito el pescado que fríe Antonio
Hernández, hijo del último farero de Lobos; solo acepta reservas en
persona.
Quien lleve el bocata dispondrá al lado de un merendero con máquina expendedora de bebidas. La tarde, mejor reservarla para zambullirse en La Concha, donde se excava un taller romano de púrpura vinculado con Gades (Cádiz).
Una visita más ligera -la canícula manda-, pasa por subir a La Caldera, darse un primer chapuzón en La Concha, atravesar El Puertito, de aguas de colorido inigualable, hacia Las Lagunitas, y regresar a aquel para comer.
En La Concha se aprovecha la tarde al máximo: en cuanto vemos zarpar el barco de Corralejo recogemos los bártulos y caminamos tranquilamente hasta el muelle, que se alcanza en 6 minutos.
Por la limitación de acceso; por su biodiversidad.
Las hay que parecen a tiro de piedra, pero no: un brazo de mar mantiene su romántico atractivo, garantizado por diversas figuras de protección ambiental.
Cada ínsula representa un universo aparte.
A todas se llega lentamente, contemplando de lejos su silueta, reconociendo a medida que nos acercamos su perfil orográfico, su muelle, sus eminencias.
He aquí 11 paraísos nunca perdidos –caminables salvo Ízaro y las Medes- para islómanos que nada quieren saber del turismo desbocado e insostenible.
Caminata volcánica
Islote de Lobos (La Oliva, Fuerteventura)
Es difícil superar este parque natural en cuanto a belleza canaria en estado original.La línea regular zarpa de Corralejo y en 20 minutos ya estamos en el islote de 6 kilómetros cuadrados y 13,7 kilómetros de costa. Conviene emprender la calurosa excursión con sombrero y un mínimo de dos litros de agua por persona.
Un ‘llaüt’ de pescadores rodea las Medas, y el buceo garantiza ver gorgonias, meros y, quizás, el pez luna
Quien lleve el bocata dispondrá al lado de un merendero con máquina expendedora de bebidas. La tarde, mejor reservarla para zambullirse en La Concha, donde se excava un taller romano de púrpura vinculado con Gades (Cádiz).
Una visita más ligera -la canícula manda-, pasa por subir a La Caldera, darse un primer chapuzón en La Concha, atravesar El Puertito, de aguas de colorido inigualable, hacia Las Lagunitas, y regresar a aquel para comer.
En La Concha se aprovecha la tarde al máximo: en cuanto vemos zarpar el barco de Corralejo recogemos los bártulos y caminamos tranquilamente hasta el muelle, que se alcanza en 6 minutos.
Robinsonada colectiva
Isla d’en Colom (Mahón, Menorca)
Su éxito sin fama ha hecho de esta joya del parque natural de la
Albufera des Grau una invitación para el escapismo; ello pese a
encontrarse a solo 500 metros de la isla mayor, Menorca.Desde Es Grau, Juan Febrer pilota su lancha Illa Colom (+34 609 59 21 50).
El ecosistema resulta de tal importancia y su grado de protección tan estricto, que los bañistas tienen prohibido abandonar las playas (tampoco lo permitiría su vegetación de maquia inextricable). Antaño fue ámbito de aventuras al servir de lazareto a una expedición de esclavos redimidos de Argel en 1787.
Los arenales están orientados a poniente.
Al meridional no por nada lo bautizaron Tamarells (tamarindos), mientras la norteña cala d’en Moro resulta más agreste, y al disponer de una franja del arena más dilatada, registra mayor afluencia. En ambas, merced al agua cristalina, contrastan cromáticamente los fondos arenosos con las praderas de posidonia. Como todo paraíso que se precie, solo podemos dejar huellas de pisadas.
Una manera alternativa es llegar en kayak, pero los que se conformen con regocijarse con las vistas de En Colom, les interesará seguir el Camí de Cavalls hasta Sa Torreta.
Vista de la isla de Sálvora desde Aguiño (Ribeira). Antonio Parad
En su estado primigenio
Sálvora (Ribeira, A Coruña)
El alto número de visitas que registran los archipiélagos de Cíes y
Ons hace que giremos la vista hacia uno de los destinos menos
frecuentados del parque nacional de las Islas Atlánticas de Galicia.
Sálvora emerge en la bocana de la ría de Arosa y se conserva
admirablemente al haber estado en manos privadas hasta 2008; hoy solo se
puede pisar en compañía de un guía.Desde O Grove navega en 40 minutos Cruceros Rías Baixas, para luego emprender dos caminatas: una al faro erigido tras el naufragio del Santa Isabel -“El Titanic gallego”-, y otro a la aldea y al pazo, como de cuento, construido sobre una fábrica de salazones. Aparte de la leyenda del hijo que tuvo el propietario con una sirena, llama la atención la capilla que sirvió de bar; fijarse también en los tritones del lavadero.
La visión de los característicos roquedos arosanos, tras los que pastan caballos autóctonos, cautiva y relaja. Reservar 4 horas.
Asombro en las conchas
La Graciosa (Teguise, Lanzarote)
Quien ama las islas sabe que el archipiélago Chinijo contiene un
mundo singular que lo hace arrebatador. Primero, fotografiar desde el mirador del Río a La Graciosa, como si de un crustáceo se tratara.
Es un platillo con 30 kilómetros de costa, rasgada su horizontalidad por cuatro edificios volcánicos.
Desde Órzola arribamos en 20 minutos y en Caleta del Sebo decidiremos la ruta según el tiempo disponible y nuestro estado de forma (hay safaris en todoterreno).
Siempre habrá que incluir Las Conchas, arenal vivífico, de un colorido que entronca con la categoría de portento (lo que no resta peligrosidad al baño).
Es buena idea apuntarse a la ciclorruta de 15 kilómetros a la que invita El Mato Bikes (+34 664 89 32 81), pasando por la playa del Ganado, trepando al cono de montaña Bermeja (hay estacionamiento para bicicletas) y mojándonos los pies en Las Conchas.
Sucedáneo de paraíso
S’Espalmador (Formentera)
Depositario de la idea de placer, de paz, el idílico arenal de S’Alga
(qué mejor decorado para películas de piratas y bucaneros) extiende sus
hechuras en un islote al que llega con buen tiempo, desde La Savina, la
barca Bahía (ni la oficina de turismo conoce su teléfono; primera
salida a las 10.15 y último regreso a las 18.45), realizando una escala
en Ses Illetes. Una vez en S’Espalmador solo se tiene derecho de tránsito por la orilla: aunque es privada, el día menos pensado la isla ostentará la titularidad pública.
Aquí rinden pleitesía cientos, miles de yates procedentes de todo el Mediterráneo: tal es la calidad de su arenal y aguas de transparencia vítrea en las que los bañistas se empapan de belleza.
De lo que pocos son conscientes es de que pertenece al parque natural de las Salinas de Ibiza y Formentera, y que los baños de lodo están prohibidos, por antihigiénicos.
Es aconsejable costear a pie hasta su punto de fuga, la vieja torre vigía, pasando después a la playa de Sa Torreta, ya cerca del faro-islote de En Pou.
La sombrilla es tan importante como el agua.
Érase un parque insular
Santa Clara (San Sebastián, Gipuzkoa)
En esta isla verdísima que preside la bahía donostiarra todo se
remite a un parque municipal. La motora va directa, o realiza antes, frente al Peine del Viento, un tramo de visión submarina cuya nitidez es muy variable.
Junto al espigón, en la zona meridional, se extiende una caleta -con bar-, que borra el Cantábrico en pleamar, como ocurre en La Concha, hasta donde se anima a nadar más de uno.
Dos senderos conducen al faro, de manera que se puede subir por las escaleras y regresar por la rampa.
La cuadrada superficie del faro (1864) recibe al viajero con su linterna octogonal coronada por su cúpula de cobre elaborada a mano.
Un must farístico.
Y siempre con el plus del centenar de mesas bajo de laureles y tamarindos principalmente, que antaño pertenecían a familias de San Sebastián.
Toda isla tiene su cara oculta, en este caso muy acantilada.
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