Vivian Gornick publica unas memorias que son el autorretrato de una feminista independiente. Babelia ofrece un extracto.
Mi madre recibió la invitación al almuerzo anual de benefactores de
la Filarmónica y me invitó a que la acompañara. Su asistencia cada año a
este almuerzo es motivo de broma en la familia.
Cuando ya llevaba treinta años suscrita a los conciertos de la tarde de los viernes en la Filarmónica, la invitaron —a ella, que vivía de la Seguridad Social y una exigua pensión del sindicato— a almorzar con el relaciones públicas de la orquesta.
Mi madre pensó que querían darle las gracias por haber sido una leal amante de la música, pero resultó que la estaban cortejando como una posible mecenas que recordaría a la Filarmónica en su testamento.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, dijo:
—¡Ah! Así que es mi dinero lo que buscan. Está bien, les dejaré doscientos dólares.
El relaciones públicas, acostumbrado a donaciones de miles de dólares, estaba perplejo.
—¿Doscientos? —repitió, incrédulo.
—Bueno —respondió mi madre indignada—, quinientos.
Cuando ya llevaba treinta años suscrita a los conciertos de la tarde de los viernes en la Filarmónica, la invitaron —a ella, que vivía de la Seguridad Social y una exigua pensión del sindicato— a almorzar con el relaciones públicas de la orquesta.
Mi madre pensó que querían darle las gracias por haber sido una leal amante de la música, pero resultó que la estaban cortejando como una posible mecenas que recordaría a la Filarmónica en su testamento.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, dijo:
—¡Ah! Así que es mi dinero lo que buscan. Está bien, les dejaré doscientos dólares.
El relaciones públicas, acostumbrado a donaciones de miles de dólares, estaba perplejo.
—¿Doscientos? —repitió, incrédulo.
—Bueno —respondió mi madre indignada—, quinientos.
En el comedor del Lincoln Center, la presentación ya ha comenzado.
Este mismo relaciones públicas está de pie frente a una pizarra llena de números; tiene un puntero en la mano y se dirige a todos los invitados de la sala.
Hombres y mujeres ocupan las pequeñas mesas redondas y, aunque van engalanados con trajes azules y vestidos de seda, su aspecto no es muy distinto del de mi madre, que va vestida de poliéster. La edad mide a todos con el mismo rasero.
Mi madre se sienta en una silla vacía, tira de mí hasta la que hay a su lado y llama imperiosamente al camarero para que le traiga una ensalada de pollo.
—Y cuando mueran —dice el hombre de la pizarra—, la Filarmónica podrá obtener la cantidad que ustedes hayan donado con estas deducciones que les he comentado.
Si eligen el plan B, es posible que sus hijos aleguen que perderán cuarenta mil dólares en costes tributarios y fiscales.
Pero —sonríe ampliamente a la audiencia— ése es un problema de fácil solución. Contraten una póliza de seguros y déjenles cuarenta mil dólares más.
Mi madre me mira divertida; después, resopla y lanza una ruidosa carcajada mientras el relaciones públicas sigue ilustrando a los presentes sobre cómo dejar cien mil dólares limpios a la famosa orquesta.
La gente se vuelve para mirarla, pero a ella le da igual: se lo está pasando bomba.
He aprendido a mantener la calma en estas situaciones.
Cuando terminamos de comer, se levanta sin vacilar y se apresura a colocarse en la cola de invitados que se ha formado para estrecharle la mano al relaciones públicas.
Cuando éste la ve, la toma afectuosamente de la mano y le dice en tono audible:
—¡Hola! ¿Cómo está?
—¿Sabe quién soy? —le pregunta mi madre con coquetería.
—Por supuesto —dice él sinceramente.
Ella se queda parada con una sonrisa de oreja a oreja. Él sabe quién es.
Es la mujer que ha vencido al sistema.
No tiene dinero, pero ahí está, con un ojo puesto en los nuevos ricos mientras éstos espolvorean parte de sus ganancias ilícitas sobre la cultura.
Es el punto álgido de la mañana, el triunfo del día; después de algo así, todo es anticlímax. Intenté por todos los medios que mi madre fuera feminista, pero esta mañana compruebo que, para ella, nada es más importante en este mundo que la lucha de clases.
No importa.
Al final, para sentirse estimulado, una cosa es tan buena como la otra.
La mujer singular y la ciudad. Vivian Gornick. Traducción de Raquel Vicedo. Sexto Piso, 2018. 148 páginas. 19,90 euros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario