Se cumplen este miércoles 50 años del asesinato del líder negro en un hotel de Memphis.
El reverendo se disponía a cenar con un grupo de amigos cuando al asomarse al balcón, a las 18.01, el disparo de un rifle Remington-Peters le atravesó el cuello.
Jan Martínez Ahrens
Hay quien piensa que Martin Luther King murió el 4 de abril de 1968 de un tiro en la garganta.Pero es más exacto decir que lo mató la lluvia. Esa agua tenaz que a veces cae en Memphis (Tennessee) y que estuvo en el origen de la huelga de basureros negros que el reverendo había decidido apoyar. El conflicto era un caso más de la brecha racial que dividía a Estados Unidos.
Los días de tormenta se suspendía la recogida de basuras en la ciudad.
Algo anodino excepto por el hecho de que los trabajadores blancos cobraban esas horas, y los negros, no.
La flagrante discriminación había desatado una ola de protestas y un joven afroamericano ya había sido asesinado. King, temiendo el baño de sangre, acudió a defender a los suyos.
Como tantas otras veces, iba a ponerse al frente de la manifestación y a quebrar mediante la desobediencia civil a sus adversarios.
En preparación para la jornada, se había alojado en el pequeño Motel Lorraine. Primer piso, habitación 306. Relajado, se disponía a cenar con un grupo de amigos, cuando al asomarse al balcón el disparo de un rifle Remington-Peters le atravesó el cuello.
Eran las 18.01 y la humanidad acababa de perder a un hombre justo.
Cuando murió, King ya era eterno.
Había pronunciado 2.500 discursos, ganado el Premio Nobel de la Paz, encendido el alma de millones de americanos y denunciado la injusticia de un siglo injusto en piezas maestras de la oratoria.
Él mismo, con 39 años, intuía que no le quedaba sitio en este mundo.
La noche anterior, en su último sermón, el reverendo había dado a sus palabras un tono profético.
Citando el Deuteronomio, habló de la proximidad de su fin y de la posibilidad de morir a manos de un “hermano blanco enfermo”.
“No sé qué ocurrirá ahora. Tenemos días difíciles frente a nosotros […] Como a todos, me gustaría tener una vida larga. […] Pero eso ahora no me preocupa.
Solo quiero cumplir la voluntad de Dios. Y él me ha permitido subir a la cima de la montaña. Y desde ahí he visto la tierra prometida.
Puede que no llegué a ella con vosotros. Pero quiero que esta noche sepáis que nosotros, como pueblo, alcanzaremos la tierra prometida.
Y estoy feliz por ello. Nada me preocupa. No temo a ningún hombre…”, clamó en el Templo Obrero de Memphis.
Quien así hablaba era mucho más que un predicador.
En sus días finales, Martin Luther King no representaba solo la emergencia de una conciencia racial.
Su pulso iba más allá de las manifestaciones; su estrategia desbordaba al adversario por los flancos.
En Memphis había llamado al boicot contra Coca-Cola y los principales fabricantes de pan y leche; también había pedido a la población que retirase los fondos de todos los grandes bancos (excepto el Tri-State Bank).
“Su lucha no era solo por los derechos civiles, sino por los derechos humanos, defendía principios fundamentales y quería materializarlos”, señala Clayborne Carson profesor de la Universidad de Stanford y director del Instituto de Investigación y Educación Martin Luther King.
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