La bendición de La Chana......................................... Elvira Lindo
Me
encuentro con la bailaora no para hacerle una entrevista, sino para
verla en tres dimensiones y para escuchar la cadencia bíblica de su voz.
Aquí estoy, en el recibidor de un hotel próximo a Atocha, esperando a La Chana,
la bailaora, la proclamada por el mundo flamenco como la Reina.
No
vengo a hacerle una entrevista, solo quiero verla en tres dimensiones,
escuchar la cadencia bíblica de una voz que tan agudamente explica su
arte en el magnífico documental que la croata Lucija Stojevic
rodó hace dos años sobre ella.
Podría decir, perdiendo el miedo a ser
trascendente o infantil, que he venido a que La Chana me dé la
bendición.
Espero su llegada y la imagen que tengo en mente es la de una foto de
estudio que le hicieron cuando tenía solo 10 años, en 1956.
A esa
gitanita rubia de l'Hospitalet de Llobregat le queda solo un año para
comenzar a trabajar en una fábrica, vive en una casa sin agua ni luz y
desde muy chica ha visto bailar rumbas alrededor de la hoguera donde se
cocina el puchero.
Intuye que la rumba responde a un compás demasiado
simple para lo que a ella le gustaría bailar.
Un día, escucha en la
radio al cantaor Pepe Pinto interpretando una seguiriya y cuando se va a
la cama, de lo nerviosa que está, no puede conciliar el sueño.
Se tapa
la cara para concentrarse en lo que anda buscando: el compás del palo
más complicado del flamenco.
Y así, moviendo los pies entre las sábanas,
lo encuentra.
Al día siguiente, se cuela en una obra, afana dos
ladrillos y se hace su primer tablao: en ese espacio diminuto, sobre el
que ha de guardar el equilibrio, y con alpargatas porque no hay zapatos.
Su tío, el Chano, observa lo que la cría ha descubierto, ella solica,
sin poder guiarse nada más que por un oído privilegiado que absorbe el
ritmo, lo hace suyo y lo traduce en un taconeo fulgurante y salvaje.
Esa
es la criatura de aquella foto, que parece mayor de lo que es, porque
le han dibujado rabillos en los ojos y pintado esos labios carnosos que
parecían destinados a responder al mundo con una sonrisa.
Pero la
sonrisa le fue negada durante muchos años.
Al tío Chano le resultó muy
difícil convencer a los padres de que dejaran a la niña bailar en
público; a fin de que cedieran, prometió someterla a una estrecha
vigilancia para preservar su honra.
Era muy habitual entonces que una vez que la Antoñeta, ya convertida en
Chana, hubiera bailado su tío la encerrara bajo llave para evitar que
anduviera con unos o con otros.
Cuando bailaba era libre; el resto del
tiempo, una niña prisionera.
A los 17 años empezó a rondarla un
guitarrista, al que ella se refiere en el libro como X, y la robó:
robarla significaba en la ley gitana llevársela una noche para hacerla
suya para siempre.
La Chana entra en trance cuando baila.
Ella lo explica de una manera
exacta: actuar es como entrar en un laberinto donde se hacen realidad
todos sus deseos íntimos; por una puerta accedes a un espacio de
brillantes; por la otra, de zafiros; allí hay perlas y esmeraldas,
y
ella sumergiéndose en esa irrealidad, sabiéndose en un lugar entre el
cielo y la tierra.
Cada espacio imaginado se corresponde con una
secuencia de taconeo.
Ese bailar siguiendo una historia interior sensual
y envolvente es una definición pura del éxtasis, un estado mental que
se desvanecía en aquellos años crueles en cuanto sonaban los aplausos.
Al bajar del escenario venían las palizas brutales, las humillaciones y
la entrega total del dinero ganado.
Cuando estaba en lo más alto, el
hombre que se convirtió en su amo no pudo soportar los celos y la retiró
del baile.
Como dice Antonio Canales, ella tuvo la gloria y el dinero a
los que una gitana de su clase no podía aspirar, pero la alianza de un
hombre malo y una moralidad asfixiante le arrebataron todo menos el
talento y la fe en Cristo.
Cuando se libró del tipo, que trabajo costó,
volvió a bailar. No ha habido desde Carmen Amaya una mujer que haya
irrumpido en la escena del baile como ella.
Su percusión es tan
vertiginosa que a veces rinde a los palmeros y a los guitarristas.
Ya no
puede bailar de pie. Baila sentada. Y cómo. Sus piernas están
destrozadas de haber roto tantos zapatos pero el compás no la abandona.
Ahora está recibiendo su recompensa.
Hoy le imponen la medalla del
Instituto de Cultura Gitana y esta semana actúa en Nueva York.
Viene a mi encuentro.
La encuentro más joven que en el cine. Le hablo de
su retrato de niña. Tiene la misma cara pícara. Me dice, siempre he
sido muy coqueta.
Y, oye, no se me pasa.
Le digo, yo no he venido por
nada, solo por gusto.
Y entonces, de pronto, taconea.
Y como ve que
tiemblo, que me emociono, me toma la mano y me bendice. Como yo
esperaba.
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