El juego de hacerlo más difícil quizá empezó a decaer este domingo de Ramos. Ojalá ahora se abra, al contrario de lo que parece ocurrir, el camino del afecto.
Juan Cruz
Cuando fue a peor el drama catalán
le escuché reclamar a un poeta de aquella cultura y de aquella lengua
afecto, entendimiento, ayuda para que no se acentuara la ruptura que se
reclamaba en la calle. Luego vinieron palabras mayores, el 6 de
septiembre, el 1 de octubre, el 21 de diciembre, este 22 de marzo, el 23
de marzo, el 24 de marzo, el 25 de marzo.
Y aquella demanda de afecto se ha ido mezclando con noticias cada vez más desalentadoras.
Fueron convocados las leyes y los jueces, y la política, que es la que puede, y debe, provocar entendimiento en partes enfrentadas, fue sepultada cada vez más hondo en lo que parecen indeseadas fronteras.
La detención de Carles Puigdemont en Alemania
es un símbolo mayor de lo que ocurre, y es a la vez un cierre y una
llave.
El procedimiento legal y la actuación judicial han seguido, implacables, el dictado de lo que dicen los estatutos jurídicos por los que se rigen todas las autonomías españolas, y ahora se ve, porque se explicitan mucho en este instante, que tales mandamientos no son distintos a los que rigen, también, en la República Federal de Alemania.
Alemania, ya se ve, no es una autopista, ni Europa es una sucesión de pasos francos para que quienes son sospechosos de haber contravenido las leyes en su país transiten sin más hacia sus refugios y sus exilios meticulosamente elegidos.
La BBC destacaba horas después de la detención del expresident que éste se había autoimpuesto el exilio, España no lo mandó al exilio, ni a él ni a sus compañeros que se reclaman también partícipes de ese romántico emblema.
Puigdemont está (o estaba) fuera del alcance jurídico español por su propia voluntad, después de haber cometido graves vulneraciones de la legislación autonómica, en primer lugar el ensayo (con todo) de la autodeterminación, a la que arrastró al pleno de su partido y al que convocó a otros que sufren en este momento las consecuencias graves de sus sucesivos incumplimientos.
Así es la ley no sólo cuando se la convoca; es así sobre todo cuando se la incumple.
Ahora estamos en un momento mayor, más difícil, de la ruptura entre esos partidos que comanda (o comandó) Carles Puigdemont y el Estado español.
La justicia está actuando, y al poder judicial lo prolonga la policía, que esta vez ha actuado en consonancia con Alemania, cuyas leyes inspiran las leyes españolas referidas a la quiebra de los compromisos constitucionales más graves.
La detención de Puigdemont abre, pues, un instante distinto, que ahora aprovecharán (están aprovechando) para teñir la calle de nuevo de bravatas contra el Estado opresor.
Así es la vida, que ya se parece al ritormello de Sinuhé el egipcio: así es y será siempre.
¿Siempre? ¿Siempre va a vivir este país, este país con Cataluña, esta angustia que, entre otros, causa también Carles Puigdemont? Ojalá que no, ojalá que acabe pronto, y que la política regrese al campo de batalla, y que esta batalla sea de palabras políticas, de decisiones políticas, de discrepancias políticas, de acuerdos políticos.
Felipe González lo reclamaba esta semana: que no haya togas, porque si hay togas es porque la política no sirve.
Y lo dijo este sábado, en un pleno triste, su compañero de filas Miquel Iceta: que vuelva “a primer plano” la política desaparecida, que Cataluña recupere su autogobierno, que se proclame para ello a quien o a quienes no participaron en la debacle que estamos viviendo, que en la calle no se culpe a España de lo que han hecho, sobre todo, los que entendieron que Europa es una autopista y que España, entidad europea legítima, es tan solo un fardo que es mejor dejar atrás como inservible.
La democracia, decía Iceta “con el corazón encogido”, “ha de ganar en calidad”, claro que sí, pero han de activarse “los mecanismos para cambiarla”.
Entre esos mecanismos está, naturalmente, el respeto a las leyes. Y, muy especialmente, el respeto a las reglas de la política, que excluyen la burla de esas leyes y el entendimiento y el respeto a los que piensan de otra manera.
La salida al embrollo es un gobierno catalán, dentro de las leyes y en plenitud de facultades para ejercer.
El juego de hacerlo más difícil todavía quizá empezó a decaer del todo este domingo de Ramos sobre las 11 de la mañana en un punto oscuro del tránsito del autoexilio de Carles Puigdemont.
Ojalá ahora se abra, al contrario de lo que parece ocurrir, el camino del afecto (político, al menos) que reclamaba el poeta.
Para ello es imprescindible que el sector progresista de la política española abandone los cansados lugares comunes y se ponga a trabajar (a trabajar) aunque sea Semana Santa, pues desde hace demasiado tiempo para esa parte de la política la vida parece transcurrir en vacaciones de Semana Santa.
Y aquella demanda de afecto se ha ido mezclando con noticias cada vez más desalentadoras.
Fueron convocados las leyes y los jueces, y la política, que es la que puede, y debe, provocar entendimiento en partes enfrentadas, fue sepultada cada vez más hondo en lo que parecen indeseadas fronteras.
El procedimiento legal y la actuación judicial han seguido, implacables, el dictado de lo que dicen los estatutos jurídicos por los que se rigen todas las autonomías españolas, y ahora se ve, porque se explicitan mucho en este instante, que tales mandamientos no son distintos a los que rigen, también, en la República Federal de Alemania.
Alemania, ya se ve, no es una autopista, ni Europa es una sucesión de pasos francos para que quienes son sospechosos de haber contravenido las leyes en su país transiten sin más hacia sus refugios y sus exilios meticulosamente elegidos.
La BBC destacaba horas después de la detención del expresident que éste se había autoimpuesto el exilio, España no lo mandó al exilio, ni a él ni a sus compañeros que se reclaman también partícipes de ese romántico emblema.
Puigdemont está (o estaba) fuera del alcance jurídico español por su propia voluntad, después de haber cometido graves vulneraciones de la legislación autonómica, en primer lugar el ensayo (con todo) de la autodeterminación, a la que arrastró al pleno de su partido y al que convocó a otros que sufren en este momento las consecuencias graves de sus sucesivos incumplimientos.
Así es la ley no sólo cuando se la convoca; es así sobre todo cuando se la incumple.
Ahora estamos en un momento mayor, más difícil, de la ruptura entre esos partidos que comanda (o comandó) Carles Puigdemont y el Estado español.
La justicia está actuando, y al poder judicial lo prolonga la policía, que esta vez ha actuado en consonancia con Alemania, cuyas leyes inspiran las leyes españolas referidas a la quiebra de los compromisos constitucionales más graves.
La detención de Puigdemont abre, pues, un instante distinto, que ahora aprovecharán (están aprovechando) para teñir la calle de nuevo de bravatas contra el Estado opresor.
Así es la vida, que ya se parece al ritormello de Sinuhé el egipcio: así es y será siempre.
¿Siempre? ¿Siempre va a vivir este país, este país con Cataluña, esta angustia que, entre otros, causa también Carles Puigdemont? Ojalá que no, ojalá que acabe pronto, y que la política regrese al campo de batalla, y que esta batalla sea de palabras políticas, de decisiones políticas, de discrepancias políticas, de acuerdos políticos.
Felipe González lo reclamaba esta semana: que no haya togas, porque si hay togas es porque la política no sirve.
Y lo dijo este sábado, en un pleno triste, su compañero de filas Miquel Iceta: que vuelva “a primer plano” la política desaparecida, que Cataluña recupere su autogobierno, que se proclame para ello a quien o a quienes no participaron en la debacle que estamos viviendo, que en la calle no se culpe a España de lo que han hecho, sobre todo, los que entendieron que Europa es una autopista y que España, entidad europea legítima, es tan solo un fardo que es mejor dejar atrás como inservible.
La democracia, decía Iceta “con el corazón encogido”, “ha de ganar en calidad”, claro que sí, pero han de activarse “los mecanismos para cambiarla”.
Entre esos mecanismos está, naturalmente, el respeto a las leyes. Y, muy especialmente, el respeto a las reglas de la política, que excluyen la burla de esas leyes y el entendimiento y el respeto a los que piensan de otra manera.
La salida al embrollo es un gobierno catalán, dentro de las leyes y en plenitud de facultades para ejercer.
El juego de hacerlo más difícil todavía quizá empezó a decaer del todo este domingo de Ramos sobre las 11 de la mañana en un punto oscuro del tránsito del autoexilio de Carles Puigdemont.
Ojalá ahora se abra, al contrario de lo que parece ocurrir, el camino del afecto (político, al menos) que reclamaba el poeta.
Para ello es imprescindible que el sector progresista de la política española abandone los cansados lugares comunes y se ponga a trabajar (a trabajar) aunque sea Semana Santa, pues desde hace demasiado tiempo para esa parte de la política la vida parece transcurrir en vacaciones de Semana Santa.
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