La primera novela de Edna O’Brien fue considerada una ofensa en Irlanda, pero hoy su país ve en ella a una digna hija de Joyce.
Hay niños fabulosos que se transforman en hombres vulgares, y jóvenes llenas de luz que pierden el brillo.
No tiene por qué depender de los contratiempos, hay veces que ese apagamiento responde sencillamente a un abandono prematuro, como a una falta de rebeldía, a una entrega perezosa a la inacción. Cuando te encuentras en el ecuador de todos los ciclos de la vida, con una memoria viva de lo que fuiste de niña, cierta aprensión hacia los recuerdos de juventud y disfrutando del aplomo de la madurez, tratas de imaginar en qué tipo de vieja te convertirás, sea cual sea el momento en que el adjetivo te defina al andar por la calle.
No es un deseo de adelantar acontecimientos, porque luego viene la muerte y no hay vuelta atrás, pero movida siempre por una curiosidad morbosa, fantaseo con ser una vieja atractiva.
Con mucha aplicación voy eligiendo a las candidatas de mi catálogo.
No me imagino, por ejemplo, rodeada de gatos, el pelo recogido en un moño descuidado y cultivando rosas en un pequeño jardín.
No. La última mujer que reina en mi catálogo de mujeres honorables que caminan hacia los noventa es Edna O’Brien.
Estos días, tras haber leído la novela Un lugar pagano, he andado cautivada por Chica de campo, sus memorias.
Chica de campo fue ella, esta mujer nacida en el mundo rural irlandés en 1930.
En la portada, aparece una joven Edna, con un peinado sesentero, atractiva, pecosa, fumándose un cigarro.
En esos años ya se había sacudido la opresión del catolicismo en el que la educaron y había huido a Londres, para someterse a un nuevo yugo, el de un marido que no soportó que aquella jovencita de pueblo escribiera y, para colmo, causara sensación.
Las sensaciones fueron encontradas porque en Irlanda aquella primera novela fue considerada como una ofensa nacional, su madre renegó de ella y hasta un cura organizó un aquelarre quemando ejemplares en el centro de una plaza.
La razón para tanta ira fue que la novelista escribía de los primeros encuentros sexuales, del descubrimiento brusco y extraño de lo carnal en un ambiente que condenaba el deseo femenino.
No solo los irlandeses querían ajustar cuentas con ella, también la crítica formal la despreció muchos años, llegando a decir que era una discípula barata de Joyce y que escribía con las bragas.
Ocurre que hay ocasiones en que quien quiere denigrarte da en la diana involuntariamente, porque si escribir con las bragas es atender al deseo irreprimible de expresarse con pasión, O’Brien empuñó sus bragas como si fueran una espada.
Aunque por su país ha pasado el tiempo y ahora se la reconoce digna hija de Joyce y buena maestra de Colm Tóibín, Edna O’Brien es una de esas mujeres que siempre han estado solas, a pesar de haber tenido dos hijos por los que peleó la custodia, a pesar de su incursión en el cine, que le llevó a relacionarse con celebridades que aparecen y desaparecen de estas páginas.
Ha sido una solitaria a la que le gustaba organizar fiestas, una mujer de amores contados, que acogió en algunas noches evocadas casi en tono de comedia a Robert Mitchum, Marlon Brando o Paul McCartney.
No es de extrañar que su nombre apareciera con frecuencia en la crónica rosa.
Cuenta la novelista que el derroche incontrolado y la desenfrenada vida social tal vez fueran el resultado de una infancia de obligada contención.
La chica de campo destinada a una existencia sin deseos ni sueños que se desmadra.
Pero no todo fue una fiesta, semejante producción literaria, tan prolija como excelente, solo pudo darse gracias a una inquebrantable vocación.
Criada en un hogar donde solo había libros de salmos, la adolescente leyó un buen día una página de Retrato del artista adolescente, de Joyce, y asumió que en contar la Irlanda de la que había huido residían su condena y su fortuna.
El odio hacia las reglas que la atenazaban no impidió que retratara, siempre con emoción, el paisaje de su infancia.
Los recuerdos de estas memorias se apelotonan, surgen desordenados en algunas páginas porque no hay vida más vivida que la suya.
Gana dinero y se arruina, se asoma al amor y fracasa, se rodea de amigos y luego busca con desesperación el silencio.
Veo sus fotos de ahora y reconozco a la joven atractiva que fue. Posee una sofisticación moldeada a voluntad y a su medida.
Suele decir que quien abarata el lenguaje, abarata el pensamiento. Su lenguaje no es prestado, es suyo y de nadie más.
Cuenta que hace unos años, pasando unos días en casa de Harold Pinter, se anunció la visita de Jude Law.
Ella estaba en la piscina, inquieta por la idea de presentarse con unos manguitos de Nivea ante aquel Adonis, pero Law se acercó con simpatía a la escritora y le dio un beso:
“Al anochecer, cuando ya se había ido, pensé en lo mucho que me alegraba de ser vieja, y exhalé un suspiro de alivio porque aquello no hubiera sido el comienzo de nada, un salto en el trampolín del amor: más intensidades, más fervor, más esperanza, más desolación, más todo”.
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