Tantos comentaristas cargados de enérgica razón, tanto griterío cipotudo y feliz contra el gazapo… ¡Pero si el Abc incluso le dedicó una portada al tema! ¡Una portada entera a esa simpleza, con la que está cayendo! Ah…, que no es un tema baladí, claro. Que lo que subyace debajo del clamor no es un palabro descerebrado, sino el triunfo de una sociedad más igualitaria.
Que, consciente o inconscientemente, contra lo que están gritando la gran mayoría de los gritones es contra la deconstrucción del sexismo, es decir, contra el avance de las mujeres y de los nuevos hombres.
Vamos, que, una vez más, es una cuestión de narices patriarcales (por no citar otros órganos más bajunos).
En apenas un siglo hemos avanzado muchísimo hombres y mujeres, de eso no cabe duda.
Por ejemplo, recordemos que algo tan básico como el sufragio femenino se conquistó hace muy poco.
En Francia no se logró hasta 1944; en Mónaco, tan finos ellos, hasta 1962; en la rica Suiza, hasta 1971; en Liechtenstein, en el corazón de Europa, hasta 1984.
Y en Arabia Saudí empezaron a votar en 2015 y sólo en las elecciones locales.
Así que sí, hemos mejorado, pero el mundo sigue siendo sexista. Y ese sexismo se refleja de manera innegable en la forma en la que hablamos.
La lengua es como la piel de una sociedad, está unida a ella de manera intrincada, carne con carne y sangre con sangre, de manera que, si la sociedad cambia, la lengua también cambia, estrechamente pegada, como la dermis, a un cuerpo que engorda o adelgaza.
De este símil se deduce además que la lengua es algo orgánico, un tejido vivo que no puedes transformar por decreto, sino que tiene que ir mutando a medida que el cuerpo social cambia.
Por eso no creo que prosperen iniciativas como esas cansinas duplicaciones de ciudadanos y ciudadanas, amigos y amigas y así hasta el infinito, porque son una solución ortopédica y muy torpe al problema de la inclusión de lo femenino en el lenguaje.
Todos los idiomas buscan intuitivamente la elegancia de la concisión y la precisión, y esta repetición insufrible resulta agotadora.
En nuestra sociedad existe una necesidad real de adaptación del lenguaje sexista a los nuevos tiempos
Y aunque esa piel de palabras sólo puede mudar orgánicamente, podemos colaborar en el proceso, de la misma manera que una persona se pone a régimen cuando quiere adelgazar. De hecho, la lengua ya está cambiando.
Por ejemplo, está desapareciendo el término señorita, que pertenece a un sistema social caduco (¿por qué a las mujeres se nos va a tratar diferente por el hecho de estar solteras o casadas?). Y muchos ya no decimos jamás el hombre como genérico, sino que utilizamos seres humanos.
Una muestra clara de ese cambio es presidenta.
Hay quienes sostienen que no se puede decir presidenta porque es un participio de presente, de la misma manera que no se dice estudianta. Curiosa puntualización: les incomoda la palabra presidenta, pero no les molesta asistenta o dependienta, lo cual demuestra que es una cuestión de costumbre.
Lo cierto es que cuando la palabra se emplea como sustantivo puede feminizarse, y así lo ha recogido la RAE.
Otro ejemplo: al principio de la ley del matrimonio homosexual nos sonaba raro que ambos cónyuges se llamaran maridos o esposas, y hoy nos parece de lo más normal.
Una palabra se legitima por el uso y por su necesidad real. En cuanto al conflicto de cómo dirigirse a las audiencias, propongo que cuando las personas presentes sean mayoritariamente mujeres, usemos el femenino como neutro, y viceversa.
Y no hace falta ponerse a contar a la gente: en la duda, claro está, la costumbre nos hará seguir usando el masculino.
Pero esas situaciones que todos conocemos, en las que hay una veintena de mujeres y un solo hombre y seguimos concordando todo en masculino, a mí, personalmente, empiezan a sonarme muy chirriantes.
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