Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

16 dic 2017

El dulce abandono de matarse Publicado por Martín Sacristán Woman committing suicide by jumping off of a bridge, de George Cruikshank, 1848. Imagen: National Library of Medicine. «No se trataba de rabia ni resentimiento, mucho menos de odio; lo mío era una cuestión de decepción por andar siempre esperando lo que yo estaría dispuesto a dar». Esta frase, fotografiada del libro de Edwin Vergara Cartas sin destino, fue lo último que supe de mi amiga Cris. Momentos después de haber cambiado su estado en las redes sociales por esta foto, se suicidó. En los días siguientes descubrí en quienes la habían conocido, y en la sociedad que nos rodea, la poca predisposición a intentar comprender al suicida.

El dulce abandono de matarse

Publicado por
Woman committing suicide by jumping off of a bridge, de George Cruikshank, 1848. Imagen: National Library of Medicine.

«No se trataba de rabia ni resentimiento, mucho menos de odio; lo mío era una cuestión de decepción por andar siempre esperando lo que yo estaría dispuesto a dar».
 Esta frase, fotografiada del libro de Edwin Vergara Cartas sin destino, fue lo último que supe de mi amiga Cris
 Momentos después de haber cambiado su estado en las redes sociales por esta foto, se suicidó.
 En los días siguientes descubrí en quienes la habían conocido, y en la sociedad que nos rodea, la poca predisposición a intentar comprender al suicida. 
El familiar o el amigo de quien se ha matado puede darnos un relato lógico, con final previsible. 
Pero, si reunimos las circunstancias vitales de esa persona en su conjunto, llegaremos a una misma conclusión.
 Con parecido nivel de sufrimiento, otras personas ponen un apasionado empeño en vivir. ¿Por qué los suicidas no?
 La ciencia, que puede proporcionarnos la cura, no ha sido aún capaz de responder de manera definitiva a esta pregunta.
El noventa por ciento de los suicidas padece depresión en el momento de su muerte. 
Una enfermedad a la que les predispone su genética, y que podría identificar a los potenciales suicidas, una vez identificados los genes exactos. 
Pero tener estos genes no significa desarrollar la enfermedad, y tampoco los factores ambientales necesariamente la desencadenan en la vida adulta. 
Algo que fue demostrado por el Palawan Suicide Project.
La etnia palawan, habitante de las islas de La Paragua, en Filipinas, fue escogida como objeto de estudio por dos razones.
 Una, que parte de su comunidad tiene una tasa de suicidio de 186 por cada 100.000 habitantes, cuando la media habitual en sociedades humanas está entre 10 y 15. 
Dos, que sus condiciones de vida carecen de los factores de riesgo que disparan los suicidios.
Los palawan viven de la agricultura y la ganadería, bajo una organización tribal que cuida de cada miembro de la comunidad, evitando que carezca de comida o vivienda. 
El maltrato infantil o de pareja no se da entre ellos, tampoco consumen alcohol ni drogas. 
Su cultura ensalza, además, la solución pacífica de los conflictos. Precisamente eligen a sus líderes tribales entre aquellos con más capacidad para dirimir disputas sin violencia.
Antropólogos y psiquiatras de varios países coordinaron la investigación para determinar qué motivaba tan elevado índice de suicidio, prolongándola durante diez años. 
Sus conclusiones fueron que entre los palawan con alta ratio de suicidio prevalece un patrón genético que les hace muy poco tolerantes al estrés, aumenta su percepción del dolor vital y les predispone a los pensamientos negativos. 
Al vivir en comunidades aisladas, su alta tasa de endogamia ha facilitado la presencia masiva de esos genes en su ADN. 
Tienen por tanto personalidades que no toleran los problemas, lo que hace el factor ambiental irrelevante, o, al menos, no determinante. 
En los palawan que no viven aislados, y sin esa genética endogámica, la tasa de suicidio es menor a 3.
El estudio palawan se comparó con el de otras comunidades humanas con altas tasas de suicidio.
 Concretamente con los aguarunas de la Amazonía peruana —180—, los baruyas de Nueva Guinea —98— y los vaqueiros de alzada en la Asturias española —80—. 
A diferencia de los palawan, estos tres grupos sí tienen en sus culturas patrones sociales y familiares asociados con las conductas suicidas.
 Tienden a resolver conflictos de forma violenta.
 Heredan su condición social hasta el extremo de que muchos no pueden tener casa propia o casarse por ser siervos, con la frustración que ello conlleva. 
Y la mujer tiene nulo protagonismo, lo que hace que la tasa de muertes sea aún mayor entre la población femenina.
En los tres grupos se identificaron cuellos de botella genéticos. Al descender de pocos individuos por la endogamia, sus genes les predisponían a las enfermedades mentales
. Es revelador el caso de los vaqueiros, porque la palabra con la que definían el rasgo más distintivo de su carácter era amurnia —melancolía, morriña—. Y porque, tras haber abandonado su modo tradicional de vida y con ello la obligación de casarse entre vaqueiros, su tasa ha vuelto a los niveles habituales después de la década de 1970, en que fueron estudiados.
 Algo que no ha ocurrido entre los aguarunas, bayunas ni palawans.
El problema está en que grupos humanos sin genética depresiva predominante también han desarrollado tasas de suicidio muy elevadas. 
Ese ha sido el caso de los inuit en Canadá.
 El Gobierno les obligó a abandonar su modo de vida nómada y basado en la caza, trasladándoles a asentamientos fijos. 
Ello provocó paro y pobreza, porque las habilidades de los antiguos cazadores cabezas de familia no servían en su nueva sociedad. 
 Los casos de alcoholismo y maltrato infantil se generalizaron.
 E inmediatamente los inuit se convirtieron en la población con la tasa más alta registrada en suicidio infantil y adolescente.
 Los adultos apenas se suicidaban. Los jóvenes lo hacían masivamente, ya que crecían en un entorno infernal de donde además no iban a salir en la edad adulta.
La razón puede estar en la teoría propuesta por el psiquiatra Charles Nemeroff, según la cual tanto el abuso como la falta de atención a los niños y adolescentes incrementa el número de determinadas neuronas. 
El estrés genera mayores cantidades de hormona adrenocorticotropa en sus cuerpos y, al crecer, sus organismos desarrollan cerebros con zonas densamente pobladas por neuronas más capaces de percibirla.
 Las mismas neuronas que se muestran hiperactivas en personas depresivas.
 Así se ha comprobado en los estudios realizados con ratas de laboratorio, y en macacos.
Nemeroff se centra en el tratamiento químico para reducir el nivel de adrenocorticotropa, pero el caso de los inuit parece demostrar que, si se reduce el estrés ambiental, los efectos son similares. Cuando los jóvenes tuvieron centros de reunión gestionados por su propia comunidad indígena, la tasa de suicidios descendió bruscamente.
Aquí es donde está el punto muerto científico.
 La genética predispone al suicidio pero no es determinante.
 Los factores sociales o familiares lo acentúan, pero no hay una extrapolación exacta, ya que cada individuo reacciona de manera diferente.
 Algunos pacientes se vuelven depresivos porque desciende su número de neurotransmisores, y otros porque su sistema hormonal se dispara. 
Como no disponemos de un marcador biológico común que pueda detectarse, el psiquiatra tiene que proporcionar los medicamentos mediante el método de ensayo-error, combinado con su intuición. La psicoterapia, que ayuda, no es suficiente por sí sola. 
A la dificultad de curar a los suicidas se une, por tanto, la de diagnosticarles.
 Invariablemente, el quince por ciento de estos enfermos acaba matándose.

Le Suicidé, de Édouard Manet, ca. 1877. Imagen: Fundación de la colección E. G. Bührle.

Un avance prometedor en este aspecto ha sido la creación de un algoritmo que interpreta escáneres cerebrales.
 Las áreas del cerebro que se activan ante palabras como «muerte», «problemas» o «crueldad» son las mismas en personas con tendencia suicida, y diferentes en aquellas que no la tienen. 
Por tanto, un ordenador puede establecer quién es susceptible de desarrollar una conducta suicida.
 Prometedor, pero sin aplicación práctica, porque los voluntarios que se sometieron al estudio admitieron sus ideas suicidas. 
Y el 80% de las personas con esta tendencia no la confiesa nunca. Son pacientes a quienes se detecta su enfermedad tras el primer intento, si sobreviven.
 Personas que nunca irían a hacerse una prueba como la descrita. Que nunca te dirían, sencillamente, que tienen ganas de suicidarse.
Lo que sí llega a contar un suicida es que considera la muerte un momento dulce, que le liberará de su dolor.
 Esto ha llevado a la defensa intelectual del suicidio como un acto de voluntad, especialmente entre aquellas personalidades con demasiada sensibilidad —artistas— para soportar la incomprensión.
 Una idea que hemos heredado de un libro, Las desventuras del joven Werther, de Goethe
La obra fue una auténtica ruptura ideológica, la del Romanticismo, con la figura del joven cachondo que persigue vírgenes y casadas. La tradición renacentista estuvo llena de picantes relatos con este tema, como Los cuentos de Canterbury, el Decamerón o la Celestina.
 Sus protagonistas varones solo morían por mano de maridos celosos, ajusticiados, o se mataban accidentalmente al intentar huir. En contraste, Werther es un petimetre que se suicida después de darle un casto beso —y nada más— a la mujer casada de quien lleva años enamorado.
 Un romántico, en el sentido histórico de la palabra, que no soporta su propia sensibilidad ante las emociones.
No hay que menospreciar esta obra en lo que significa, el suicidio de un joven de mentalidad adolescente.
 Alguien especialmente predispuesto al hoy llamado «efecto Werther», o suicidio por imitación.
 Cuando se difunde la noticia de que un suicida ha adquirido mayor relevancia social por matarse, muchos le imitan.
 El primer caso identificado modernamente es el de Marilyn Monroe: trescientas jóvenes la imitaron ingiriendo somníferos después de los elogios a su persona en la prensa.
 Mucho antes, al menos cuarenta lectores de Werther se suicidaron disparándose con una pistola en el siglo XIX, el mismo medio usado por el protagonista de la novela.
La imitación más reciente ha sido el juego «La ballena azul».
 La difusión de su existencia por internet indujo a que muchos adolescentes adoptaran voluntariamente este reto, cuya prueba final es matarse. 
Su psicópata creador lo ideó para «limpiar el mundo de inútiles», pero el problema es que el juego ha evolucionado, y en muchos casos ya no es necesario que exista un acosador empujándote a hacer las pruebas.
 Solo una red social donde ir mostrándolas al mundo, donde convertirse en el gran protagonista a base de «me gusta» y reenvíos.
Es prácticamente imposible no encontrar paralelismos entre los jóvenes inuit y los de aquellos países occidentales donde «La ballena azul» ha provocado numerosas muertes. 
Ambos buscan escapar de la alienación social, y seguramente eran individuos con las carencias afectivas que el psiquiatra Nemeroff identifica con la presencia masiva de ciertas neuronas.
 O con el cuadro de comportamiento palawan: muy poco tolerantes al estrés, con una percepción elevada del dolor vital y predispuestos a pensar de forma negativa.
El problema es que, sumado al problema en sí mismo de la adolescencia, seguimos siendo herederos de la idea intelectual de Werther, que admite como inevitable la asociación entre sensibilidad artística y suicidio. 
 Esto lo ha provocado un largo malentendido sobre la muerte de escritores, músicos y otros artistas. 
 Sylvia Plath, poetisa, ha sido citada muchas veces como ejemplo de una escritora que, por su genialidad, no podía desenvolverse bien en el mundo.
 Hoy sabemos que era una enferma y que sus dos hijos han mostrado la misma predisposición genética a ser depresivos.
 La personalidad tóxica de su marido, Ted Hughes, y los malos tratos a los que la sometió —solo recientemente conocidos— acentuaron la enfermedad de Plath.
Ernest Hemingway se disparó con una escopeta. 
¿Por qué, si era un escritor de éxito, adinerado y ganador del Premio Nobel? Todavía hay que oír que ya lo había vivido todo y la existencia no podía proporcionarle más satisfacciones. Recientemente ha salido a la luz pública que padecía una depresión no tratada, agravada por un cuadro de demencia que le iba incapacitando para escribir. 
Será más romántico, o más literario, pensar en un apoteósico grand finale para el autor de Por quién doblan las campanas.
 Pero, como en Werther, somos nosotros quienes construimos ese relato imaginado.
El caso de Hemingway revela además otro factor que agrava la depresión: la vergüenza personal por padecerla y el silencio social que la rodea. 
El escritor la consideraba algo vergonzoso y la ocultó evitando tratarse. 
 Lo mismo ha hecho Bruce Springsteen. Sí, el Boss.
 Cuesta imaginar algo menos depresivo que su música y esa voz ronca de eterno camionero.
 Bien, pues en su libro biográfico nos cuenta por primera vez que lleva tres décadas luchando contra la depresión. 

Con párrafos muy descarnados, asegura que ha considerado un fraude mostrarse como un músico emocionado y seductor a la luz pública, cuando en su interior se sentía un mentiroso que no mostraba sus sentimientos.
 Encarando la triste realidad de ir pareciéndose cada vez más a aquel padre que nunca le dijo «te quiero».
 Cuántos espectadores en sus miles de conciertos hubieran imaginado alguna vez que el creador de Born to Run usara la música para salvarse de su oscuro yo interior, como confiesa. 
Y que lo hiciera desde el mismo inicio de su carrera.
Las memorias de Springsteen evidencian, una vez más, que tenemos que matar a Werther. 
No podemos asociar el arte a una especial sensibilidad, y mucho menos a la tendencia suicida.
 Hace años que psicólogos y psiquiatras saben que la creación artística puede ser terapéutica. 
Pero también cualquier actividad que apasione al paciente, alejándolo de sus pensamientos negativos.
 Hay que darles una poderosa razón para vivir.
 Si además de enfermos son escritores, músicos, pintores, y otro tipo de artistas, es fruto del puro azar.
 Sin duda, nos rodean conductores de autobús, directivos y científicos que padecen el mismo problema.
 Su trabajo les hace vivir, pero a diferencia de los artistas de éxito, eso a nadie le importa. 
Y este es otro de los grandes problemas del suicidio.
 Nunca podremos curarlo si no levantamos el silencio social. En muchos sentidos, esta enfermedad tiene un estigma parecido al del sida.
 Se habla de ello en voz baja, a los íntimos, se evita recordar al que lo hizo.
 Ello ha llevado a ignorar que desde la crisis de 2008 las tasas de suicidio se han elevado en todo el mundo, y con mayor incremento en los países con economías más deterioradas. 
Algunos médicos hablan ya de que puede que se haya convertido, de forma silenciosa, en el mayor problema de salud pública. Resulta significativo que no exista una estadística reciente y fiable, sino meras aproximaciones.
Otro de los tabúes a levantar es el derecho a morir del enfermo. Holanda es un país pionero, al disponer de una ley de eutanasia legal desde 2002. 
Este año las solicitudes se han elevado hasta las dieciocho mil.
 Las garantías médicas del proceso y las revisiones objetivas de cada caso han hecho efectivas solo siete mil de esas peticiones. 
Y al ser un derecho individual a poner fin al dolor de vivir, no todas las muertes han sido de enfermos terminales en el sentido físico. Ya ha habido casos de personas con trastornos compulsivos, que simplemente no podían tolerar el sufrimiento de autolesionarse diariamente.
 No se trata de facilitar que un suicida que podría recibir tratamiento tenga ayuda médica para matarse, sino de que toda la sociedad aborde sin tapujos la realidad de que, entre nosotros, hay personas que no quieren seguir viviendo.
La medicina ha encontrado muchas maneras de hacer vivir a personas que hace décadas solo podían esperar la muerte.
 Pero, además de la pasión de los científicos por su disciplina, hizo falta el interés de la sociedad por mejorar.
 Difícilmente encontraremos un momento mejor que este, cuando la crisis económica sigue haciendo que el número de suicidios continúe aumentando en todo el planeta.
 Necesitamos un diagnóstico más objetivo y una cura más efectiva, lo que solo puede ser alcanzado con investigación. 
Y todo ello porque ni en la ciencia, ni en la literatura, ni en el arte encontraremos medicina para lo otro. 
Para aceptar el dolor de que no veremos un día más la luminosa sonrisa de esas personas a las que quisimos tanto.
N. B. Este artículo ha sido redactado siguiendo las recomendaciones de SUPRE, iniciativa de la OMS para prevención del suicidio.



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