El dulce abandono de matarse
«No se
trataba de rabia ni resentimiento, mucho menos de odio; lo mío era una
cuestión de decepción por andar siempre esperando lo que yo estaría
dispuesto a dar».
Esta frase, fotografiada del libro de Edwin Vergara Cartas sin destino, fue lo último que supe de mi amiga Cris.
Momentos después de haber cambiado su estado en las redes sociales por
esta foto, se suicidó.
En los días siguientes descubrí en quienes la
habían conocido, y en la sociedad que nos rodea, la poca predisposición a
intentar comprender al suicida.
El
familiar o el amigo de quien se ha matado puede darnos un relato lógico,
con final previsible.
Pero, si reunimos las circunstancias vitales de
esa persona en su conjunto, llegaremos a una misma conclusión.
Con
parecido nivel de sufrimiento, otras personas ponen un apasionado empeño
en vivir. ¿Por qué los suicidas no?
La ciencia, que puede
proporcionarnos la cura, no ha sido aún capaz de responder de manera
definitiva a esta pregunta.
El
noventa por ciento de los suicidas padece depresión en el momento de su
muerte.
Una enfermedad a la que les predispone su genética, y que podría
identificar a los potenciales suicidas, una vez identificados los genes
exactos.
Pero tener estos genes no significa desarrollar la enfermedad,
y tampoco los factores ambientales necesariamente la desencadenan en la
vida adulta.
Algo que fue demostrado por el Palawan Suicide Project.
La etnia
palawan, habitante de las islas de La Paragua, en Filipinas, fue
escogida como objeto de estudio por dos razones.
Una, que parte de su
comunidad tiene una tasa de suicidio de 186 por cada 100.000 habitantes,
cuando la media habitual en sociedades humanas está entre 10 y 15.
Dos,
que sus condiciones de vida carecen de los factores de riesgo que
disparan los suicidios.
Los
palawan viven de la agricultura y la ganadería, bajo una organización
tribal que cuida de cada miembro de la comunidad, evitando que carezca
de comida o vivienda.
El maltrato infantil o de pareja no se da entre
ellos, tampoco consumen alcohol ni drogas.
Su cultura ensalza, además,
la solución pacífica de los conflictos. Precisamente eligen a sus
líderes tribales entre aquellos con más capacidad para dirimir disputas
sin violencia.
Antropólogos
y psiquiatras de varios países coordinaron la investigación para
determinar qué motivaba tan elevado índice de suicidio, prolongándola
durante diez años.
Sus conclusiones fueron que entre los palawan con
alta ratio de suicidio prevalece un patrón genético que les hace muy
poco tolerantes al estrés, aumenta su percepción del dolor vital y les
predispone a los pensamientos negativos.
Al vivir en comunidades
aisladas, su alta tasa de endogamia ha facilitado la presencia masiva de
esos genes en su ADN.
Tienen por tanto personalidades que no toleran
los problemas, lo que hace el factor ambiental irrelevante, o, al menos,
no determinante.
En los palawan que no viven aislados, y sin esa
genética endogámica, la tasa de suicidio es menor a 3.
El
estudio palawan se comparó con el de otras comunidades humanas con altas
tasas de suicidio.
Concretamente con los aguarunas de la Amazonía
peruana —180—, los baruyas de Nueva Guinea —98— y los vaqueiros de
alzada en la Asturias española —80—.
A diferencia de los palawan, estos
tres grupos sí tienen en sus culturas patrones sociales y familiares
asociados con las conductas suicidas.
Tienden a resolver conflictos de
forma violenta.
Heredan su condición social hasta el extremo de que
muchos no pueden tener casa propia o casarse por ser siervos, con la
frustración que ello conlleva.
Y la mujer tiene nulo protagonismo, lo
que hace que la tasa de muertes sea aún mayor entre la población
femenina.
En los
tres grupos se identificaron cuellos de botella genéticos. Al descender
de pocos individuos por la endogamia, sus genes les predisponían a las
enfermedades mentales
. Es revelador el caso de los vaqueiros, porque la
palabra con la que definían el rasgo más distintivo de su carácter era amurnia
—melancolía, morriña—. Y porque, tras haber abandonado su modo
tradicional de vida y con ello la obligación de casarse entre vaqueiros,
su tasa ha vuelto a los niveles habituales después de la década de
1970, en que fueron estudiados.
Algo que no ha ocurrido entre los
aguarunas, bayunas ni palawans.
El
problema está en que grupos humanos sin genética depresiva predominante
también han desarrollado tasas de suicidio muy elevadas.
Ese ha sido el
caso de los inuit en Canadá.
El Gobierno les obligó a abandonar su modo
de vida nómada y basado en la caza, trasladándoles a asentamientos
fijos.
Ello provocó paro y pobreza, porque las habilidades de los
antiguos cazadores cabezas de familia no servían en su nueva sociedad.
Los casos de alcoholismo y maltrato infantil se generalizaron.
E
inmediatamente los inuit se convirtieron en la población con la tasa más
alta registrada en suicidio infantil y adolescente.
Los adultos apenas
se suicidaban. Los jóvenes lo hacían masivamente, ya que crecían en un
entorno infernal de donde además no iban a salir en la edad adulta.
La razón puede estar en la teoría propuesta por el psiquiatra Charles Nemeroff,
según la cual tanto el abuso como la falta de atención a los niños y
adolescentes incrementa el número de determinadas neuronas.
El estrés
genera mayores cantidades de hormona adrenocorticotropa en sus cuerpos
y, al crecer, sus organismos desarrollan cerebros con zonas densamente
pobladas por neuronas más capaces de percibirla.
Las mismas neuronas que
se muestran hiperactivas en personas depresivas.
Así se ha comprobado
en los estudios realizados con ratas de laboratorio, y en macacos.
Nemeroff
se centra en el tratamiento químico para reducir el nivel de
adrenocorticotropa, pero el caso de los inuit parece demostrar que, si
se reduce el estrés ambiental, los efectos son similares. Cuando los
jóvenes tuvieron centros de reunión gestionados por su propia comunidad
indígena, la tasa de suicidios descendió bruscamente.
Aquí es
donde está el punto muerto científico.
La genética predispone al
suicidio pero no es determinante.
Los factores sociales o familiares lo
acentúan, pero no hay una extrapolación exacta, ya que cada individuo
reacciona de manera diferente.
Algunos pacientes se vuelven depresivos
porque desciende su número de neurotransmisores, y otros porque su
sistema hormonal se dispara.
Como no disponemos de un marcador biológico
común que pueda detectarse, el psiquiatra tiene que proporcionar los
medicamentos mediante el método de ensayo-error, combinado con su
intuición. La psicoterapia, que ayuda, no es suficiente por sí sola.
A
la dificultad de curar a los suicidas se une, por tanto, la de
diagnosticarles.
Invariablemente, el quince por ciento de estos enfermos
acaba matándose.
Un
avance prometedor en este aspecto ha sido la creación de un algoritmo
que interpreta escáneres cerebrales.
Las áreas del cerebro que se
activan ante palabras como «muerte», «problemas» o «crueldad» son las
mismas en personas con tendencia suicida, y diferentes en aquellas que
no la tienen.
Por tanto, un ordenador puede establecer quién es
susceptible de desarrollar una conducta suicida.
Prometedor, pero sin
aplicación práctica, porque los voluntarios que se sometieron al estudio
admitieron sus ideas suicidas.
Y el 80% de las personas con esta
tendencia no la confiesa nunca. Son pacientes a quienes se detecta su
enfermedad tras el primer intento, si sobreviven.
Personas que nunca
irían a hacerse una prueba como la descrita. Que nunca te dirían,
sencillamente, que tienen ganas de suicidarse.
Lo que
sí llega a contar un suicida es que considera la muerte un momento
dulce, que le liberará de su dolor.
Esto ha llevado a la defensa
intelectual del suicidio como un acto de voluntad, especialmente entre
aquellas personalidades con demasiada sensibilidad —artistas— para
soportar la incomprensión.
Una idea que hemos heredado de un libro, Las desventuras del joven Werther, de Goethe.
La obra fue una auténtica ruptura ideológica, la del Romanticismo, con
la figura del joven cachondo que persigue vírgenes y casadas. La
tradición renacentista estuvo llena de picantes relatos con este tema,
como Los cuentos de Canterbury, el Decamerón o la Celestina.
Sus protagonistas varones solo morían por mano de maridos celosos,
ajusticiados, o se mataban accidentalmente al intentar huir. En
contraste, Werther es un petimetre que se suicida después de darle un
casto beso —y nada más— a la mujer casada de quien lleva años enamorado.
Un romántico, en el sentido histórico de la palabra, que no soporta su
propia sensibilidad ante las emociones.
No hay
que menospreciar esta obra en lo que significa, el suicidio de un joven
de mentalidad adolescente.
Alguien especialmente predispuesto al hoy
llamado «efecto Werther», o suicidio por imitación.
Cuando se difunde la
noticia de que un suicida ha adquirido mayor relevancia social por
matarse, muchos le imitan.
El primer caso identificado modernamente es
el de Marilyn Monroe:
trescientas jóvenes la imitaron ingiriendo somníferos después de los
elogios a su persona en la prensa.
Mucho antes, al menos cuarenta
lectores de Werther se suicidaron disparándose con una pistola en el siglo XIX, el mismo medio usado por el protagonista de la novela.
La
imitación más reciente ha sido el juego «La ballena azul».
La difusión
de su existencia por internet indujo a que muchos adolescentes adoptaran
voluntariamente este reto, cuya prueba final es matarse.
Su psicópata
creador lo ideó para «limpiar el mundo de inútiles», pero el problema es
que el juego ha evolucionado, y en muchos casos ya no es necesario que
exista un acosador empujándote a hacer las pruebas.
Solo una red social
donde ir mostrándolas al mundo, donde convertirse en el gran
protagonista a base de «me gusta» y reenvíos.
Es
prácticamente imposible no encontrar paralelismos entre los jóvenes
inuit y los de aquellos países occidentales donde «La ballena azul» ha
provocado numerosas muertes.
Ambos buscan escapar de la alienación
social, y seguramente eran individuos con las carencias afectivas que el
psiquiatra Nemeroff identifica con la presencia masiva de ciertas
neuronas.
O con el cuadro de comportamiento palawan: muy poco tolerantes
al estrés, con una percepción elevada del dolor vital y predispuestos a
pensar de forma negativa.
El
problema es que, sumado al problema en sí mismo de la adolescencia,
seguimos siendo herederos de la idea intelectual de Werther, que admite
como inevitable la asociación entre sensibilidad artística y suicidio.
Esto lo ha provocado un largo malentendido sobre la muerte de
escritores, músicos y otros artistas.
Sylvia Plath,
poetisa, ha sido citada muchas veces como ejemplo de una escritora que,
por su genialidad, no podía desenvolverse bien en el mundo.
Hoy sabemos
que era una enferma y que sus dos hijos han mostrado la misma
predisposición genética a ser depresivos.
La personalidad tóxica de su
marido, Ted Hughes, y los malos tratos a los que la sometió —solo recientemente conocidos— acentuaron la enfermedad de Plath.
Ernest Hemingway
se disparó con una escopeta.
¿Por qué, si era un escritor de éxito,
adinerado y ganador del Premio Nobel? Todavía hay que oír que ya lo
había vivido todo y la existencia no podía proporcionarle más
satisfacciones. Recientemente ha salido a la luz pública que padecía una
depresión no tratada, agravada por un cuadro de demencia que le iba
incapacitando para escribir.
Será más romántico, o más literario, pensar
en un apoteósico grand finale para el autor de Por quién doblan las campanas.
Pero, como en Werther, somos nosotros quienes construimos ese relato imaginado.
El caso
de Hemingway revela además otro factor que agrava la depresión: la
vergüenza personal por padecerla y el silencio social que la rodea.
El
escritor la consideraba algo vergonzoso y la ocultó evitando tratarse.
Lo mismo ha hecho Bruce Springsteen.
Sí, el Boss.
Cuesta imaginar algo menos depresivo que su música y esa
voz ronca de eterno camionero.
Bien, pues en su libro biográfico nos
cuenta por primera vez que lleva tres décadas luchando contra la
depresión.
Con párrafos muy descarnados, asegura que ha considerado un
fraude mostrarse como un músico emocionado y seductor a la luz pública,
cuando en su interior se sentía un mentiroso que no mostraba sus
sentimientos.
Encarando la triste realidad de ir pareciéndose cada vez
más a aquel padre que nunca le dijo «te quiero».
Cuántos espectadores en
sus miles de conciertos hubieran imaginado alguna vez que el creador de
Born to Run usara la música para salvarse de su oscuro yo interior, como confiesa.
Y que lo hiciera desde el mismo inicio de su carrera.
Las
memorias de Springsteen evidencian, una vez más, que tenemos que matar a
Werther.
No podemos asociar el arte a una especial sensibilidad, y
mucho menos a la tendencia suicida.
Hace años que psicólogos y
psiquiatras saben que la creación artística puede ser terapéutica.
Pero
también cualquier actividad que apasione al paciente, alejándolo de sus
pensamientos negativos.
Hay que darles una poderosa razón para vivir.
Si
además de enfermos son escritores, músicos, pintores, y otro tipo de
artistas, es fruto del puro azar.
Sin duda, nos rodean conductores de
autobús, directivos y científicos que padecen el mismo problema.
Su
trabajo les hace vivir, pero a diferencia de los artistas de éxito, eso a
nadie le importa.
Y este
es otro de los grandes problemas del suicidio.
Nunca podremos curarlo si
no levantamos el silencio social. En muchos sentidos, esta enfermedad
tiene un estigma parecido al del sida.
Se habla de ello en voz baja, a
los íntimos, se evita recordar al que lo hizo.
Ello ha llevado a ignorar
que desde la crisis de 2008 las tasas de suicidio se han elevado en
todo el mundo, y con mayor incremento en los países con economías más
deterioradas.
Algunos médicos hablan ya de que puede que se haya
convertido, de forma silenciosa, en el mayor problema de salud pública.
Resulta significativo que no exista una estadística reciente y fiable,
sino meras aproximaciones.
Otro de
los tabúes a levantar es el derecho a morir del enfermo. Holanda es un
país pionero, al disponer de una ley de eutanasia legal desde 2002.
Este
año las solicitudes se han elevado hasta las dieciocho mil.
Las
garantías médicas del proceso y las revisiones objetivas de cada caso
han hecho efectivas solo siete mil de esas peticiones.
Y al ser un
derecho individual a poner fin al dolor de vivir, no todas las muertes
han sido de enfermos terminales en el sentido físico. Ya ha habido casos
de personas con trastornos compulsivos, que simplemente no podían
tolerar el sufrimiento de autolesionarse diariamente.
No se trata de
facilitar que un suicida que podría recibir tratamiento tenga ayuda
médica para matarse, sino de que toda la sociedad aborde sin tapujos la
realidad de que, entre nosotros, hay personas que no quieren seguir
viviendo.
La
medicina ha encontrado muchas maneras de hacer vivir a personas que hace
décadas solo podían esperar la muerte.
Pero, además de la pasión de los
científicos por su disciplina, hizo falta el interés de la sociedad por
mejorar.
Difícilmente encontraremos un momento mejor que este, cuando
la crisis económica sigue haciendo que el número de suicidios continúe
aumentando en todo el planeta.
Necesitamos un diagnóstico más objetivo y
una cura más efectiva, lo que solo puede ser alcanzado con
investigación.
Y todo ello porque ni en la ciencia, ni en la literatura,
ni en el arte encontraremos medicina para lo otro.
Para aceptar el
dolor de que no veremos un día más la luminosa sonrisa de esas personas a
las que quisimos tanto.
N. B. Este artículo ha sido redactado siguiendo las recomendaciones de SUPRE, iniciativa de la OMS para prevención del suicidio.
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