El sol lleva muriendo y renaciendo en el solsticio de invierno desde que éramos reptiles y cientos de pueblos han celebrado ritos en estas fechas, desde el nacimiento de Mitra de los antiguos persas hasta las Saturnales y el festival del Sol Invictus de Grecia y Roma. Los humanos hemos festejado desde siempre el triunfo de la luz sobre la oscuridad, cosa que por otra parte estoy segura de que también hacen los pájaros, los jabalíes, los chimpancés y todas las demás criaturas diurnas, cada una a su manera.
Así que aquí estamos, pisando el umbral del tiempo.
Resulta inevitable hacer un recuento mental de lo que el año fue y sentir cierta expectación, una mezcla de temor y deseo, ante lo que viene.
En lo colectivo, 2017 ha sido muy duro, 12 meses de sobresaltos y de incredulidad ante lo que estaba sucediendo, y una creciente marea mundial de crispación y enfrentamientos.
El odio engorda por doquier. No es una buena base para esperar lo mejor de 2018.
Y sin embargo… El otro día estuve dando una charla en la localidad cacereña de Navalmoral de la Mata, un lugar culturalmente muy activo para su tamaño (19.000 habitantes).
Al final firmé unos cuantos libros, y una mujer todavía joven se acercó a mí, me dijo dos o tres frases afectuosas y luego, mientras se retiraba, en un arranque claramente no premeditado, porque lo hizo cuando ya se iba, soltó un llavero que llevaba enganchado a su bolso y me lo dio.
Era un corazón del tamaño de un albaricoque, un precioso corazón de peluche color vino.
Aquí lo tengo ahora, encima de mi mesa, mientras escribo.
Verán, cuento esto porque sé bien que no es algo que en puridad me haya ganado yo.
Hay una situación que he experimentado más de una vez, en actos públicos o ferias del libro, que ha servido para bajarme la cresta de gallito.
La cosa es que se te acerca un hombre o una mujer y empieza a decirte lindezas: qué bien escribes, qué honesta eres, qué profunda, qué inteligente… Y así sigue un buen rato, hasta que al fin concluye: “Vamos, que tú y Fulanito de Tal sois los dos escritores que más me gustan”.
Y resulta que a ti Fulanito de Tal te parece un autor horroroso de malo, además de deshonesto, superficial y lerdo.
Y no es que ese maravilloso lector o lectora carezca de criterio, sino que ha proyectado sobre nosotros su propia veracidad, su propio sentido de la belleza.
Todos hacemos lo mismo: leer es reescribir con el autor el libro que lees.
Le adjudicamos al novelista aquellas cualidades que deseamos y que necesitamos encontrar.
O los demonios que nos persiguen. Nuestras filias y nuestras fobias tienen mucho que ver con quienes somos.
Debo decir que el gesto de esa mujer me conmovió.
Fue tan natural y tan sencillo, y al mismo tiempo tan metafórico: con qué facilidad me dio su corazón.
Me sentí rozada por la suave caricia de la buena gente, de esa multitud de personas generosas y discretas que sostienen el mundo y que hacen de la realidad algo habitable.
Pues bien, en este momento necesitamos esos corazones amables más que nunca. ¿Sueno quizá algo cursi?
Leyendo el magnífico libro Incógnito, del neurocientífico David Eagleman (Anagrama), me enteré de que el hecho de sonreír, es decir, el gesto físico de sonreír, aunque sea forzado, mejora de verdad el ánimo de la gente, cosa que me dejó pasmada, porque siempre creí que el énfasis de los manuales de autoayuda en la actitud beatífica era una petardez.
De manera que, si sonreír cambia nuestra sopa química, ¿por qué no creer que un acto generoso puede cambiar la química social? Frente al rencor y la violencia, intentemos escoger nuestra mejor parte.
Pido a la mucha gente buena que hay en el mundo que dé un paso adelante; e incluso les pido a los malvados que se dejen tentar por el gramo de bondad que seguramente guardan en algún recoveco.
A ver si entre todos logramos enderezar el nuevo año.
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