El mundo de la prensa del corazón ha vivido una revolución. Célebres clásicos como Isabel Preysler y el príncipe Enrique conviven con 'influencers' y con el yerno de Donald Trump.
Este año es muy probable que sea recordado por el que se oficializó una nueva lucha entre viejos y nuevos famosos.
Desde que los reality irrumpieron en este universo con una fuerza tan salvaje, que hacía incluso temer que dejáramos de hablar de familias reales, actores, actrices e Isabel Preysler, no se vivía un momento de crisis en el sector como el que se ha desencadenado en 2017.
El ascenso imparable e irremisible de los influencers ha puesto en crisis un sistema que hasta hoy parecía blindado a injerencias externas, que había incluso logrado integrar en su seno a esos concursantes de OT, Gran Hermano o Supervivientes, haciéndoles jugar con sus normas, que afortunadamente para el status quo contentaban tanto a los que las hacían como a los que las debían acatar.
Pero los influencers son otra cosa.
Han llegado para poner todo esto patas arriba, son la imposición del nicho en un universo que parecía blindado a los nichos. ¿Un famoso nicho?
Eso es un oxímoron. Ya no. Este año, estos influencers, gente que se hace famosa a través de las redes sociales, con un núcleo tan fiel como concreto y acotado de seguidores, muy célebres en un círculo, apenas conocidos en todos los demás.
Son la versión mejorada de aquello que se llamó hace una década microfama, que no era más que celebridades que subían tan rápido como bajaban.
Ellos lo han mutado a nanofama, que es una fama sólida y muy celebrada en un círculo muy concreto, mientras es ignorada en los demás. ¿Sabe usted quién es Dulceida? ¿Le suena Cameron Dallas? ¿No? Hable más con sus hijos.
Esto es el siglo XXI, y todo parece drástico y definitivo, pero, al final, es otro tono del mismo color.
Por eso, aunque todo lo antes mentado haya tenido una relevancia tremenda y haya incluso logrado colarse en los medios oficiales y en las cenas de empresa, lo cierto es que el eje de todo esto sigue girando alrededor de la misma persona desde hace más de tres décadas.
Y esa persona no es otra que Isabel Preysler.
Su relación con el Nobel Mario Vargas Llosa ha sido determinante para mantener la elegancia y la fría distancia que se le pide a todo este mundo en los grandes medios.
Además, este ha sido el año en el que sus vástagos han sido forzados a admitir que por muchos gemelos que tengan (Enrique Iglesias) y muchas bodas aparatosas que armen (Ana Boyer), al final el tema es un embudo y desemboca en su madre.
Otro clásico de este universo, las casas reales, han vivido algo hasta hace poco tiempo inconcebible: el retorno al orden de uno de sus más díscolos hijos, el príncipe Enrique, perteneciente a una casa —la de Windsor— que, como los Lannister, siempre paga sus deudas.Nos debían una historia de redención, y nos la han dado con el compromiso de Enrique y Meghan Markle.
Tampoco parecía muy probable que el renacimiento de OT fuera a traer algo más que nostalgia por un tiempo, pero la osadía, la falta de prejuicios, la frescura y, por qué no, las narices que le han echado los concursantes, han logrado algo que sucede raras veces en este país: que un producto destinado al consumo masivo sea trascendente y, a ratos, incluso algo radical.
Y guarde el Señor a Kendall Jenner por el ejercicio de candidez más meritorio de 2017.
Su anuncio para una marca de refrescos, en el que recreaba la estética —que no la ética— de las protestas lideradas por el colectivo estadounidense Black Lives Matter fue uno de los escándalos más bellos del año.
En el comercial, la muchacha terminaba poniendo paz entre fuerzas del orden y manifestantes haciendo entrega de una lata de bebida carbonatada a un agente.
El anuncio fue retirado al día siguiente de presentarse, tras ser vapuleado, tanto desde la hilaridad como desde la indignación, en las redes sociales.
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