La URSS de Alekséi Balabánov, el Tarantino ruso
Alguien dejó dicho que de cada líder soviético que tomó el poder el pueblo esperaba algo.
De Lenin, la revolución; de Stalin, ganar la guerra; de Jrushchov, la desestalinización; de Brézhnev, la paz en el mundo; de Andrópov, un retorno a la disciplina.
Pero cuando llegó Chernenko, la gente solo esperaba de él que se muriera.
Konstantín
Ustínovich Chernenko gobernó la URSS entre el 13 de febrero de 1984 y
el 10 de marzo de 1985.
Catorce meses. Batió el récord de brevedad de su
antecesor, Yuri Andrópov, de dieciséis, que estuvo conectado a una
máquina de diálisis desde los tres meses de su nombramiento.
Algo que no
tenía mucho mérito a la vista del historial médico del anterior,
Brézhnev.
Insuficiencia cardíaca desde 1961, a partir de 1973 sufre
microderrames cerebrales.
En 1975 se le dice a la opinión pública que
tuvo un infarto, pero se sospechaba que fue una hemorragia cerebral,
hasta que su médico personal entre el 75 y el 82 confesó a un periodista
británico en los noventa que lo que le había ocurrido realmente fue una
sobredosis de somníferos y ansiolíticos a los que era adicto.
También
había antecedentes de ese tipo en Moscú.
Kerensky, el menchevique, se metía en vena cocaína, si quería trabajar, o morfina, si lo que quería era dormir.
El caso es que desde 1975 hasta la llegada de Gorbachov
en el 85, la URSS tuvo como líderes a ancianos con graves problemas de
salud.
El sistema soviético, la democracia más perfecta jamás concebida,
por lo que fuera, que no viene al caso, tenía cierta inclinación por la
sucesión gerontocrática de la jefatura del Estado.
Es muy ilustrativo
que Chernenko, a la muerte de Brézhnev, sonara como sustituto cuando
tenía setenta y un años —setenta y un años del siglo XX— porque era «el joven».
Escribió Rafael Poch
que cuando Konstantín llegó por fin al poder, en el 84, había sido jefe
del departamento administrativo del Comité Central, «cuyo mayor talento
era preparar reuniones y afilar los lápices», en palabras textuales del
periodista catalán en su libro La gran transición.
Hasta
llegar a ese puesto no había hecho mucho más que acompañar a Breznev de
cargo en cargo como su secretario.
Pero la situación de la URSS a esas
alturas era crítica. Los chinos, años antes, con el cadáver de Mao
todavía caliente, ya habían empezado a emprender con premura las
reformas que todos conocemos.
La economía soviética llevaba años
estancada y en los ochenta comenzaba una contracción, el nivel de vida
era cada vez más bajo y el sistema productivo estaba próximo a la
obsolescencia, y, de propina, se habían metido en una guerra que se
apodaría como «su Vietnam».
Ese era el cuadro general cuando accedió al
poder absoluto el chaval, Chernenko, esa joven promesa que estaba
empezando.
Los
meses de gobierno del sexto secretario general del Comité Central del
PCUS tienen un gran valor simbólico.
Son los últimos años de la URSS
auténtica.
Tras la llegada de Gorbachov comenzaron los cambios, más
accidentados que la propia decadencia, y ya nada fue igual.
Ese punto
muerto en el que se encontró el país ya lo tratamos aquí a través del libro que el corresponsal de El País, Felix Bayón, escribió antes de que empezara la Perestroika, y también dando voz a una fuente primaria, el testimonio de Dieter, un siberiano que fue niño en aquellos días.
Ahora vamos a seguir con la obra maestra de Aleksei Balabanov, cineasta ruso fallecido hace tres años, Gruz 200.
La
película, centrada en el año 1984, era una crítica despiadada del
resultado de setenta años de revolución y comunismo en Rusia.
El crédito
de esa visión tan negativa es que su director, como se cansó de repetir
en su día en entrevistas, era netamente soviético. Nacido en 1959 en
Sverdlovsk —actual Ekaterimburgo—, en el límite entre Europa y Asia, en
los montes Urales.
Balabánov estuvo en los pioneros de niño, después en
el Komsomol (juventudes comunistas) y más tarde en el ejército y en la
guerra. Su madre era directora de un instituto de salud, ciencia y
psicoterapia, militante del PCUS, y su padre editor de Na Smenu! (Por El Cambio),
el periódico órgano del Komsomol local, también miembro del partido,
por supuesto.
Más soviético no podía ser ni él ni su entorno.
El
cine fue una vocación tardía en Balabánov.
Primero quiso ser nadador
profesional, luego cosmonauta, pero terminó de intérprete del ejército
en Oriente Medio y África. Hasta los veintiocho años no entró por fin en
la Academia de Cine de Moscú.
Culto, conocedor de la periferia
soviética, recorrió la URSS de punta a punta, del partido desde dentro,
del ejército y presente en una guerra;
poca gente le podía discutir a
Balabánov cómo era su país en aquellos tiempos.
Para él, Gruz 200 no fue más que una película autobiográfica, un retrato de su generación.
María Kuvshinova, una de las críticas de cine más importantes de Rusia, lo expresó con estas palabras: «En Gruz 200 la URSS se presenta como un cadáver en descomposición donde el único organismo sano son los gusanos».
El título hace referencia a los ataúdes de los cadáveres de los soldados que llegaban de Afganistán.
Gruz
significa «carga» en ruso, 200 era su nombre en clave.
Este tipo de
cargamento le sirvió de inspiración a Balabánov porque él estuvo
involucrado en el transporte de los féretros.
En declaración a Filmmaker Magazine,
lo explicó: «En 1983 serví en el ejército, en la aviación de
transporte.
Llevaba y traía tropas, también sus cadáveres.
Durante este
tiempo dormía con un piloto que se había chupado toda la guerra de
Afganistán y me contaba montones de historias. Por ejemplo, que no había
un control real sobre el transporte de los muertos a casa, que a menudo
desaparecían».
Partiendo
de esa idea, Balabánov situó la acción en una pequeña ciudad industrial
de la Rusia de provincias.
No se puede decir que la película tenga un
género definido. Hay terror, hay cine negro, ingredientes de comedia y
un marcado simbolismo sobre el colapso del universo soviético.
Es,
posiblemente, una de las películas más escalofriantes que se han rodado
en este siglo.
Angustiosa y desagradable.
Traumática. Habrá quien no
pueda terminar de verla, pero quien atienda a las metáforas podrá hasta
descojonarse de risa.
Trata
de la desaparición de la hija de un alto cargo del partido en la
aludida localidad.
No siga leyendo si tiene curiosidad por verla.
El
argumento no es original, es la adaptación de la novela maldita de William Faulkner Santuario.
Balabánov, lector compulsivo desde niño, siempre tuvo especial interés
por este escritor.
No solo él.
En los ochenta Faulkner ganó popularidad
en las regiones al sur de Moscú como representante de un sur universal,
no conectado con ningún país en particular, según ha explicado Frederic H. White, autor de Degeneración, decadencia y enfermedad en la Rusia de fin de siglo.
¿Por qué nadie menciona la historia espacial de La URRS y de rusia? No hablan de Gagarin el 1º hombre que orbitó la tierra, no mencionan a Eisestein, no dice bajo que presidente empieza la carrea espacial.
La URSS siempre fue por delante de América en ciencia , en física en Astrofísica pero ¿Que mandatario estaba en el poder?
El
«sur» de Faulkner, empobrecido, decadente y corrupto a todos los
niveles, era para Balabánov perfectamente asimilable al mundo soviético
que conoció en los ochenta.
Como su productor no pudo comprar los
derechos de la novela, para Gruz 200 adaptó una de las tramas de Santuario
rusificando a cada personaje.
Un ejemplo: cuando la chica es violada en
la novela, lo hacen con una mazorca de maíz; en la película de
Balabánov es con una botella de vodka. Fácil.
Y qué mujeres fueron revolucionaria? no dicen ni el nombre de las esposas que tb fueron revolucionarias.
La comparación con Tarantino quizá no sea exacta, pero sí es pertinente y desde luego no es original.
El New York Times
destacó que el universo del director ruso estaba formado por «sicarios,
impúdicos funcionarios corruptos y una sucesión de cadáveres en un
pastiche cinematográfico que recuerda a la obra de Quentin Tarantino en
la realización artística y el gusto por lo exuberante y descarado».
Además,
ambos directores no solo comparten esa inquietante indiferencia por la
violencia que muestran e imprimen un ritmo frenético a sus películas,
también alcanzaron la fama con el cine de gánsteres.
Balabánov lo hizo
con Brat (Hermano), una película ultraviolenta que, no obstante, tenía más que ver con Rambo que con Tarantino. No por la acción, sino por el efecto social que causaba en el público.
Mientras el personaje de Sylvester Stallone servía al espectador americano para digerir la humillante derrota de su país en Vietnam, Brat
suponía también un alivio para los rusos, que habían visto cómo su
imperio soviético se había hundido como un castillo de naipes y que la
Rusia que emergió estuvo a punto de ser un Estado fallido hasta la
llegada de Putin.
Solo saben , lo dicho, Stalin o Putin...entre ellos la Nadaaaaaaaaaa.
El protagonista de Brat
era un nacionalista de manual.
Militar recién licenciado, despreciaba a
los extranjeros —célebre fue cómo rechazaba la música occidental en una
escena de la película—, encarnaba virtudes eslavas muy importantes,
como mantener la palabra dada, y resolvía los problemas a tiros sin
inmutarse en el San Petersburgo de los mafiosos arribistas y los nuevos
ricos.
Símbolo de la degradación de la Rusia de Yeltsin.
La
película fue a Cannes, ganó el primer premio en el festival de cine de
Sochi, Kinotavr, el más importante de Rusia, y su secuela, Brat 2,
recaudó más de un millón de dólares en su país. Poco dinero para los
grandes estudios de Hollywood, pero una auténtica barbaridad en Rusia
para una película rusa. Más adelante llegó Voyná (La guerra),
sobre hazañas bélicas de las tropas rusas en Chechenia, lo que le hizo
ganarse a su autor la reputación de mejor director ruso del momento y la
etiqueta de adscrito a los intereses nacionales.
Pero
Balabánov no era un nacionalista que buscara el aplauso fácil e
irreflexivo. Por si alguien se había equivocado y no era capaz de leer
entre líneas, emprendió el proyecto de Gruz 200 para despejar
dudas. En 2005, Vladimir Putin manifestó que la desaparición de la Unión
Soviética era la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX. Era cuando
el presidente comenzaba a asentar su poder.
A cambio de estabilidad,
orden y cierta regeneración de los servicios sociales, además de volver a
ser tomados en serio en la política exterior, los rusos aceptaron
mayoritariamente un Gobierno con preocupantes rasgos despóticos.
El
problema era que en la década anterior, los noventa, hizo mucho frío,
por decirlo de algún modo.
Pero cuando Putin recuperó el himno de la
URSS para Rusia e hizo acto de presencia la nostalgia por el pasado
comunista, cuando en la sociedad volvieron esos tics de renuncia a
derechos por un presunto bien colectivo, Balabánov decidió filmar esta
película. Puso de manifiesto que rechazaba por igual a los oligarcas que
a los comunistas.
Eso
sí, nunca reconoció que fuese una película contra Putin ni contra nada
en particular.
El director insistía en que su trabajo era contar
historias y que cada uno interpretase lo que quisiera.
Dicho y hecho, el
primero en actuar fue el Gobierno ruso.
La película fue calificada para
mayores de veintiún años y solo se proyectó en los cines de madrugada;
el periodista y presentador de TV Leonid Parfenov
admitió que probablemente nunca se estrenaría en televisión porque todo
ese mensaje negativo y desagradable sobre la URSS tenía también cargas
de profundidad contra su sucesora, la nueva Rusia.
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