El periodista John Reed estaba allí en 1917 cuando la revolución
bolchevique le dio una forma nueva al mundo.
Este norteamericano contó,
en el libro 'Diez días que conmovieron al mundo', un relato inolvidable
sobre lo acaecido.
Tanto le impactó que se quedó en Moscú, donde
falleció tres años después.
HABLAN DE LA CRÓNICA, insisten en la crónica, dan la tabarra
con la crónica.
Y lo dicen como si hubiera empezado antes de ayer,
cuando empezó mucho antes de ayer.
Herodoto, César, Ibn Battuta, Álvar
Núñez, Sterne o Stendhal —por ejemplo— son cronistas bastante
extraordinarios.
Pero a ninguno le tocó contar algo tan decisivo como a
John Silas Reed.
Lo llamaron John pero lo llamaban Jack; había nacido el 22 de octubre
de 1887 en una mansión de Portland, Oregón, rodeado de sirvientes
chinos y niñeras inglesas, el hijo de la hija de un empresario
millonario.
Le pagaron los gustos: cuando cumplió 18 años lo mandaron a
Harvard y allí —alto, guapo, simpático— entró en todos los clubes,
practicó todos los deportes, escribió en todas las revistas.
Pero
también fue a reuniones del pequeño grupo socialista, y ese detalle le
cambió la vida.
Por eso, cuando se graduó, en lugar de irse a Europa como un
dandi, se fue empleado en un barco ganadero; por eso, cuando volvió, se
instaló en el Village de Nueva York y reporteó para revistas iracundas y
escribió poemas.
Y se mezcló con huelgas de trabajadores y lo
arrestaron cuatro o cinco veces y viajó a contar la revolución mexicana y
se casó con Louise Bryant, una escritora feminista, y mantuvieron una
pareja casi abierta y él volvió a Europa a ver la guerra y escribió que
era una pelea de capitalistas donde morían obreros y cuando su país
entró en ella se opuso con vehemencia y lo pagó en repudios y maltratos.
Pero nada de eso sería memorable si no hubiera tenido la astucia de
entender dónde valía la pena estar:
allí suele estar la diferencia.
(Jack Reed era un hombre en busca de un destino; a mí me cuesta no
pensarle la cara bonita de Warren Beatty, que, a principios de los
ochentas, dirigió y protagonizó una película sobre su vida, Reds, que ganó tres Oscar, que se rodó en España —y en la que trabajé como extra, un campesino ruso que cantaba a los gritos La Internacional).
En agosto de 1917 Reed y Bryant viajaron a San Petersburgo —que entonces ya se llamaba Petrogrado— para ver de cerca el movimiento que había tumbado al zar seis meses antes.
Todo era confusión, todo esperanza —y pretendían contarlo.
Reed estaba
allí en octubre de 1917, cuando la revolución bolchevique le dio una
forma nueva al mundo.
Allí vio los hechos, habló con los protagonistas,
entendió los mecanismos, escribió un libro inolvidable.
Lo tituló Ten Days that Shook the World —“Diez días que
conmovieron al mundo”— y sigue siendo un modelo, y sigue siendo el mejor
relato sobre ese intento tan exitoso que después falló con tal
estruendo.
No era, por supuesto, neutral: el periodismo nunca lo es, no
puede serlo.
Fue hace justo un siglo —y ni el tiempo ni las revoluciones
nos han convencido todavía de que cien años son sólo una convención,
que da lo mismo.
Fue hace justo un siglo, y ese dato menor sirve para
volver a la pregunta del millón: que cómo fue que tan buenas intenciones
dieron tan malos resultados.
Jack Reed nunca llegó a preguntárselo.
Había cumplido 30 años en medio
del triunfo bolchevique, pero no llegó a cumplir 33:
cinco días antes,
el 17 de octubre de 1920, se murió en un hospital de Moscú y lo
enterraron —honor de los honores— en el Kremlin.
Dejó su reportaje para
mostrarnos, entre otras cosas, que ni en periodismo ni en política
hacemos nada nuevo.
En política ni siquiera lo creemos; en periodismo a
veces sí, y lo llamamos crónica.
Herodoto se ríe como loco en un mesón de Halicarnaso.
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