15 de octubre de 2017
Hartos de llevar siglos matándonos los unos a los otros, decidimos cambiar nuestro destino feroz y darle la mano al oponente.
Ahora algunos que no vivieron aquello critican frívolamente lo conseguido; lo cierto es que teníamos todas las papeletas para sumirnos en una carnicería como la de Yugoslavia, pero esa actitud conciliadora nos permitió salir de nuestra anomalía política y desarrollar una democracia que hoy es lo suficientemente fuerte como para proponer, por ejemplo, la derogación de la Ley de Amnistía de 1977.
Fue un momento de gracia de nuestra historia.
Ahora, en cambio, estamos en un momento de desgracia. Y debo decir que se nos da muy bien, que la inquina y el aborrecimiento mutuo parecen formar parte de nuestro ADN.
Gerald Brenan, en su famoso libro El laberinto español, ya hablaba en 1943 del individualismo salvaje de los españoles y de cómo estábamos atomizados en tribus que no hacían más que atizarse las unas a las otras.
Nuestro infatigable cainismo ha llamado la atención de los intelectuales europeos desde hace siglos.
El francés Bartolomé Joly, que viajó por España entre 1603 y 1604, escribió:
“Entre ellos, los españoles se devoran, prefiriendo cada uno su provincia a la de su compañero”.
Y el inglés Richard Ford (1796-1858), que nos visitó repetidas veces, dijo: “Cada español piensa que su pueblo o su provincia es lo mejor de toda España, y él, el ciudadano más digno de atención. Desde tiempos muy remotos, a todos los observadores les ha sorprendido este localismo, considerándolo como uno de los rasgos característicos de la raza íbera, que nunca quiso uniones (…) ni consintió en sacrificar su interés particular en aras del bien general”.
Es como si no nos cupiera en la cabeza un concepto del bien común que fuera más complejo que el de la horda.
Hace dos años saqué un artículo a
favor de un referéndum en Cataluña.
Lo escribí tras las elecciones
autonómicas de septiembre de 2015, que Mas presentó como plebiscitarias
sobre la independencia. Las perdió: el bloque independentista sólo sacó el 47,8% de los votos.
Pero ¡qué victoria tan pírrica la del 52,2% mayoritario!
Personalmente creo que el nacionalismo es una opción retrógrada, pero a
una sociedad tan dividida hay que darle un campo de juego político lo
suficientemente amplio como para poder llegar a un consenso. Y un referéndum legal y pactado a lo Quebec podría haber sido una salida.
Estoy escribiendo este artículo el 1-O (tarda 15 días en imprimirse) con el ánimo aterido y con una inmensa pena que no creí que volvería a sentir por este país.
Ha empezado la temible y previsible violencia, que siempre es sufrida por la gente de la calle y que favorece a los instigadores del soberanismo: ya tienen su épica.
Los independentistas braman diciendo que es un problema de democracia (de hecho, al núcleo nacionalista duro se han unido un montón de insatisfechos con nuestro, en efecto, insatisfactorio sistema), y lo terrible es que muchas otras personas, como yo, también creemos que es un problema de democracia, es decir, de un referéndum ilegal que pisotea zafiamente los derechos más básicos. Arde tanto la furia que a estas alturas del artículo ya me parece oír los insultos que me estarán dedicando mis oponentes, ya siento llegar las heladas olas de su odio
. Y ¿saben qué? Lo peor es que es fácil, demasiado fácil, meterse en esas aguas negras y dejarse llevar.
Yo también podría insultarles, reclamarles, echarles en cara, detestarles.
Podríamos discutir interminablemente de deudas y afrentas y remontarnos en nuestro historial de agravios hasta los cartagineses. Pero ¿para qué?
Yo sólo sé que compañeros de trabajo catalanes que hace seis meses salían a tomar copas, ahora se odian entre sí.
¿Ése es un proyecto de sociedad, un proyecto de futuro?
¿Qué les diremos a nuestros descendientes sobre nuestro papel en esta locura?
¿Queremos ser de los que añaden leña al fuego o de los que intentan apagarlo?
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