El acierto económico dura una generación y luego se cometen parecidos errores.
Esta semana se cumplen tres décadas de una de las caídas más
estrepitosas de las Bolsas de valores.
El 19 de octubre de 1987 Wall Street vio reducir su valor un 22,6%, 550.000 millones de dólares.
Se vendieron más de 600 millones de acciones en una sola jornada. Ni siquiera se produjo una devaluación semejante durante el crash de 1929.
Tan sólo en diciembre de 1914, con motivo del estallido de la Primera Guerra Mundial, el índice Dow Jones se hundió más: un 24,39% en una única jornada.
El lunes negro de 1987 fue un cisne negro, en la terminología de Nassim Taleb:
un acontecimiento imprevisto con las consecuencias de un terremoto, sólo que debido a la acción del hombre.
Aunque a posteriori se han intentado desarrollar explicaciones acumulativas de lo sucedido (enorme déficit público del reaganismo, subida de los tipos de interés, una nueva tecnología de la Bolsa que conectaba el mercado al contado de Nueva York con el mercado de derivados de Chicago, el estallido de una burbuja especulativa,…) lo cierto es que apenas se habían notado síntomas de inquietud hasta la semana anterior.
Entre los días 14 y 16 de octubre de ese año, el Dow Jones se había dejado más de un 10%, lo que dio pie a la revista Time para titular su portada “Masacre de octubre de Wall Street”. Masacre, la que vendría después.
Habló Ronald Reagan, que estaba cerca de finalizar su segundo mandato:
“Hay que mantener el rumbo. No creo que nadie deba espantarse porque todos los indicadores económicos son estables”.
Alan Greenspan, que hacía pocos meses que había sido nombrado presidente de la Reserva Federal, cuenta en sus memorias que las palabras de Reagan tenían la intención de tranquilizar, pero que a la vista de los acontecimientos “recordaban peligrosamente a la declaración del [presidente] Herbert Hoover tras el viernes negro [de 1929] cuando dijo que la economía era ‘sólida y próspera” (La era de las turbulencias. Ediciones B).
Teniendo en cuenta precisamente las lecciones de 1929, la acción de Greenspan se centró en dos aspectos: primero, evitar que cerrase Wall Street como fruto del pánico (“un estado caótico en que las empresas y los bancos dejan de realizar los pagos que se deben entre ellos y la economía se para en seco”);
y segundo, actuar como prestamista de última instancia, proveyendo a los agentes de todo tipo de liquidez.
Funcionó: en contra de los temores generalizados, la economía americana aguantó bastante bien; creció a un ritmo anual del 2% durante el primer trimestre de 1988 y a una tasa acelerada del 5% durante el segundo trimestre.
El crecimiento del PIB entró en su quinto año consecutivo.
¿Por qué tiene interés este aniversario?
Porque aquello fue como una tormenta en un cielo estrellado. Sin avisar.
Y por una de estas reflexiones que hacía de vez en cuanto el viejo Galbraith, cuando recordaba que la sabiduría económica solo dura una generación y luego se vuelven a cometer los mismos errores. Un poco antes del crash, había escrito:
“Llegará el día de rendir cuentas, cuando el mercado descienda como si nunca fuera a detenerse”.
El 19 de octubre de 1987 Wall Street vio reducir su valor un 22,6%, 550.000 millones de dólares.
Se vendieron más de 600 millones de acciones en una sola jornada. Ni siquiera se produjo una devaluación semejante durante el crash de 1929.
Tan sólo en diciembre de 1914, con motivo del estallido de la Primera Guerra Mundial, el índice Dow Jones se hundió más: un 24,39% en una única jornada.
El lunes negro de 1987 fue un cisne negro, en la terminología de Nassim Taleb:
un acontecimiento imprevisto con las consecuencias de un terremoto, sólo que debido a la acción del hombre.
Aunque a posteriori se han intentado desarrollar explicaciones acumulativas de lo sucedido (enorme déficit público del reaganismo, subida de los tipos de interés, una nueva tecnología de la Bolsa que conectaba el mercado al contado de Nueva York con el mercado de derivados de Chicago, el estallido de una burbuja especulativa,…) lo cierto es que apenas se habían notado síntomas de inquietud hasta la semana anterior.
Entre los días 14 y 16 de octubre de ese año, el Dow Jones se había dejado más de un 10%, lo que dio pie a la revista Time para titular su portada “Masacre de octubre de Wall Street”. Masacre, la que vendría después.
Habló Ronald Reagan, que estaba cerca de finalizar su segundo mandato:
“Hay que mantener el rumbo. No creo que nadie deba espantarse porque todos los indicadores económicos son estables”.
Alan Greenspan, que hacía pocos meses que había sido nombrado presidente de la Reserva Federal, cuenta en sus memorias que las palabras de Reagan tenían la intención de tranquilizar, pero que a la vista de los acontecimientos “recordaban peligrosamente a la declaración del [presidente] Herbert Hoover tras el viernes negro [de 1929] cuando dijo que la economía era ‘sólida y próspera” (La era de las turbulencias. Ediciones B).
Teniendo en cuenta precisamente las lecciones de 1929, la acción de Greenspan se centró en dos aspectos: primero, evitar que cerrase Wall Street como fruto del pánico (“un estado caótico en que las empresas y los bancos dejan de realizar los pagos que se deben entre ellos y la economía se para en seco”);
y segundo, actuar como prestamista de última instancia, proveyendo a los agentes de todo tipo de liquidez.
Funcionó: en contra de los temores generalizados, la economía americana aguantó bastante bien; creció a un ritmo anual del 2% durante el primer trimestre de 1988 y a una tasa acelerada del 5% durante el segundo trimestre.
El crecimiento del PIB entró en su quinto año consecutivo.
¿Por qué tiene interés este aniversario?
Porque aquello fue como una tormenta en un cielo estrellado. Sin avisar.
Y por una de estas reflexiones que hacía de vez en cuanto el viejo Galbraith, cuando recordaba que la sabiduría económica solo dura una generación y luego se vuelven a cometer los mismos errores. Un poco antes del crash, había escrito:
“Llegará el día de rendir cuentas, cuando el mercado descienda como si nunca fuera a detenerse”.
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