B/N
Yo creo
que siempre me ha gustado mirar a los camareros o los pianos porque son
en blanco y negro.
A cualquiera de nosotros nos ponen en blanco y negro y
parecemos alguien.
Un actor, un artista, por supuesto un escritor,
alguien que está pensando cosas interesantes.
La imagen de golpe gana
tiempo, sustancia, humanidad. En una palabra, clase.
Hasta los que no la
tenemos.
Parece
mentira, pero el blanco y negro es muy natural. Más aún para quien
padece acromatopsia y ya ve así, aunque no sé si es algo que existe solo
en las enciclopedias.
Yo nunca he conocido a nadie. En su caso, supongo
que lo verá de otra forma, y me refiero a su opinión.
Del mismo modo
que si ahora todas las fotos fueran en blanco y negro probablemente el
color tendría algo especial.
Así fue en su momento, cuando apareció.
Ahora estamos en lo contrario, porque el blanco y negro, lo que
representaba fue desapareciendo.
Lo blanco y negro ya no es viejo, sino
eterno.
Lo más increíble que ha hecho la humanidad es en blanco y negro,
un astronauta en la Luna.
Como es
eterno, es natural, decía.
Si les pones películas en blanco y negro a
los niños se las tragan sin rechistar.
Es más, si les pones películas
mudas y en blanco y negro, también. Luego pasa como mi hijo, que después
de un buen rato me pregunta por qué la sandía que se está comiendo Charles Chaplin es gris. Podría también lanzarme a hacer elogios del cine mudo, pero lo vamos a dejar, ahí sí que no convences a la gente.
El
periódico era en blanco y negro, una cosa seria.
Hubo gran resistencia
al color en el oficio y entre los lectores, lo juro.
Como que no iba a
quedar bien, que no pegaba.
Habríamos ganado algo, porque los políticos
trajeados en blanco y negro siempre tenían un aspecto siniestro o de
oficinista, no te podías fiar. Recuerdo que fumaban, eso estaba bien.
Luego, en color, parecen todos de la primavera de El Corte Inglés o
amigables como en una boda. En el blanco y negro se fuma, en color no,
tampoco en la política en color.
El humo siempre es en blanco y negro,
incluso en el mundo real, se eleva en las conversaciones como un
espíritu.
Tendré que decirlo, no hay más remedio, me lleva rondando la cabeza desde que he empezado: Bogart con un cigarrillo a la luz de la cerilla, Marlene Dietrich
con un cigarrillo entre círculos de humo…
Es así, piensas en blanco y
negro y aparecen ellos. Groucho no podría ser en color, no hay bigotes
en color.
El cine negro es eso, negro. Puedes quedarte atontado viendo a
Romy Schneider en una película francesa en la que no
pasa nada, donde hablan de vaguedades, si es en blanco y negro.
¿Por qué
ya no hay mujeres así? Quizá porque tampoco existen espectadores así.
Yo, un banal tipo en color, jamás conseguiría ligármela.
Te sientes como Joseph Cotten, encendiéndose un pitillo mientras ve cómo Alida Valli
pasa de largo y se aleja, ni le mira, y él se pregunta qué es lo que
hizo mal, qué falló, y tocas el misterio de la vida sentado a su lado en
la puerta del cementerio de Viena.
Una vez
una chica, más joven que yo, me dijo que le gustaba el cine, aunque no
entendía mucho, y si le dejaba alguna película. Al día siguiente, casi
con envidia de que fuera la primera vez que ella iba a verla, le llevé Sed de mal, pensando que quedaría hipnotizada una semana por el salvajismo de Orson Welles,
porque ella era un poco transgresiva.
Pero nada más tenerla entre las
manos me la devolvió: ah, no, no, es que no veo películas en blanco y
negro. Y era una chica con estudios, de buena familia. Le insistí tanto
que la cogió, aunque nunca me la devolvió y no estoy nada seguro de que
la viera.
Estas cosas ocurren, desde hace tiempo hay chavales así.
Y es
verdad que en la tele nunca ponen nada en blanco y negro, así que debe
de haber adultos así, tan estúpidos que solo creen en lo que ven.
Pero
diré más: ¡el blanco y negro en el cine! Ir al cine y ver una película
en blanco y negro.
Es una experiencia tan rara y excepcional como un
buen martini. Y tan maravillosa.
La exposición a la pantalla en esas
dimensiones y durante un tiempo prolongado, lo que dura la película, te
va haciendo de blanco y negro en la butaca sin que te des cuenta.
Cuando
sales recobras poco a poco el color según te mezclas entre la gente,
aunque te pueden quedar motas de ceniza en los cabellos, y si es de
noche tardas más, paseando bajo la luz de la luna.
Puedes llegar a casa
en blanco y negro, dormirte soñando en blanco y negro, hasta que te
levantas al día siguiente como si nada. Y te tomas un café con leche,
que es un blanco y negro, para desayunar.
Lo curioso es que no sale
gris, sino marrón, el blanco y negro no se puede manipular, es así o no
es.
No hay nada que se coma de color gris, salvo la sandía de Chaplin.
Aunque si me apuras, diría que el jamón es en blanco y negro.
La
niebla en color sale mal, no comparemos.
Los días lluviosos, los
paraguas, los caminos, los sombreros, son en blanco y negro.
Es un
registro de otoño, y no digamos de invierno. Porque el invierno es
blanco y negro, como un árbol esquelético reflejado en un charco. El
blanco y negro no es de esta época, siempre es de otra. Incluso si hoy,
haciendo esas cosas que hace la gente, mandaras a alguien una foto que
te acabas de hacer y fuera en blanco y negro parecería de un tiempo
anterior, impreciso.
El blanco y negro no es para las tonterías, no
engaña y no le puedes engañar.
Te envuelve de nostalgia.
París es
evidentemente en blanco y negro. Como Nueva York. O el pueblo de uno.
Los amigos de siempre son en blanco y negro, y en fotos muy contadas,
porque antes no éramos tanto de hacernos fotos.
Yo ya estoy en la raya,
creo yo, de quienes tuvieron la infancia en blanco y negro, con merienda
de pan y chocolate, o de Nocilla blanca y negra, en una España en
blanco y negro.
Con tricornios, boinas, el dominó en las mesas de mármol
y bombón helado en los toros.
Luego pasas las hojas del álbum y
enseguida empiezan las fotos en color.
No sé qué pasará a partir de
ahora, y ya está pasando, cuando el blanco y negro no es algo que has
vivido, que ni siquiera te han contado, porque no se puede contar, y no
sé qué hago yo escribiendo esto, encima en blanco y negro.
Supongo que
se desprenderá cada vez más del presente y se está alejando en el tiempo
como un tren en la noche.
Pero lo que es ver en una pantalla grande el bar de Rick, a Robert Mitchum con gabardina, a Frankenstein sentado en el río, a Anita Ekberg en la fontana de Trevi, a Janet Leigh en la ducha del motel, a los siete samuráis…
El viento que da un portazo y nos deja a oscuras cuando John Wayne sale de la casa y se aleja hacia la pradera en Centauros del desierto,
el final en blanco y negro de una película en color. Algunas de estas
escenas las he visto en un cine, pero otras no, no lo he conseguido,
solo me lo puedo imaginar.
Aunque el blanco y negro se imagina bien, hay
cosas, sensaciones, personas, que de forma natural entran en esa
categoría, como el Guernica.
Por ejemplo, Frank Sinatra canta en blanco y negro. Lou Reed o Tom Waits, el London Calling, la camiseta de los Ramones.
El murmullo de Billie Holiday
con una gardenia de nieve en el pelo.
El sonido de las campanas es en
blanco y negro. Como el ruido de las gaviotas en el puerto.
Una
despedida es en blanco y negro, las estaciones de tren o las piscinas
vacías en noviembre.
Un gato. Lo que pudo ser y no ha sido es en blanco y
negro.
Un cuerpo entre las sábanas. La espuma.
«La vida es a colores, pero el blanco y negro es más realista», decía Sam Fuller
en una película en blanco y negro de los ochenta. Volver hoy al blanco y
negro —eso, volver— es una decisión deliberada.
Se puede elegir, pero
pocos lo hacen.
Los artistas lo hacen cuando creen tener entre las manos
algo especial, o más bien lo saben, y a menudo es cierto. Robert de Niro saltando a cámara lenta detrás de las tres cuerdas del ring. Woody Allen comiendo un yogur mientras mira a Charlotte Rampling leyendo una revista.
El doctor Fronkonstin. Piénsenlo, Han Solo es en blanco y negro. Los Blues Brothers.
James Bond.
Se mueven con elegancia en blanco y negro, únicos,
auténticos, distinguidos, en un escenario de colores agitado, no
mezclado.
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