La artificialidad proporciona el grado de extrañeza necesario para apreciar lo que no vemos en nosotros aun teniéndolo al alcance de la vista.
Ahora mismo, yo no estaría fascinado con el movimiento de mis dedos sobre el teclado del ordenador si no hubiera descubierto en el periódico esta imagen tan sugestiva.
Observen la belleza de la mano robótica, dotada de cinco apéndices, cada uno de los cuales puede actuar con independencia de los otros.
Esa capacidad es la que hace posible la existencia del piano, por poner un ejemplo. Aquí la estamos viendo lanzar un avión de papel previamente sostenido entre los dedos pulgar e índice, mientras los demás se retiran discretamente para no estorbar.
Es lo que se llama motricidad fina, que lo mismo sirve para hacer el avión que para acariciar un rostro o tallar un diamante.
Los artífices de esa mano han tenido buen cuidado en destacar las
prestaciones del llamado dedo gordo, que es prensil gracias a que se
opone a los demás.
Un regalo de la evolución sobre el que está montada
nuestra cultura del mismo modo que sobre el pulgar del panda está
montada la suya (véase El pulgar del panda, de Stephen Jay
Gould). Deberíamos pensar en esto cada vez que vemos a alguien tocar el
violín, o manejar un bolígrafo, o sujetar la espumadera para sacar de la
sartén el huevo frito.
La mano es un prodigio de carácter estético y
funcional. Obsérvenla ahí fuera para luego contemplar las propias con
idéntica sorpresa.
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