32 años después del asesinato del niño francés Grégory Villemin, la comunidad donde vivió y murió sigue guardando silencio.
El tañido de la campana es lo único que rompe el silencio en
Lepanges-sur-Vologne, en el valle de Vologne, en el noreste de Francia.
La puerta de la iglesia está abierta, pero nadie atiende.
El cura viene solo de vez en cuando. Nadie vio, porque aquí nadie parece ver ni oír nada, quién ni cuándo dejó el desconcertante mensaje hallado el pasado mayo por una profesora de catequesis mientras hojeaba el libro de registros del templo: “Fue Bernard L. el que mató a Grégory, yo estaba con él”.
Estaba firmado por Murielle Bolle.
Ni en este valle surcado por riachuelos y de verdes prados protegidos por montañas y densos bosques, ni en ningún otro lugar de Francia, hacen falta más datos para entender el escrito.
Grégory o el “pequeño Grégory”, como lo conoce todo el país que sigue con obsesión cada inesperado vuelco de un caso abierto desde hace más de tres décadas, es Grégory Villemin.
El niño de cuatro años que el 16 de octubre de 1984 fue hallado muerto, atado de pies y manos, en la orilla del río Vologne, a pocos kilómetros de Lepanges, donde vivía con sus padres, Christine y Jean-Marie Villemin.
“Bernard L.” es Bernard Laroche, primo de Jean-Marie (padre de la víctima) y primer sospechoso de la muerte del pequeño.
Fue el testimonio hace 32 años de Murielle Bolle, cuñada de Laroche, el que hizo que el juez de instrucción del caso, Jean-Michel Lambert, lo mandara a la cárcel.
Pero Bolle, entonces una adolescente de 15 años, se retractó y el juez puso en libertad a Laroche.
Dos meses más tarde, en abril de 1985, el padre del pequeño, convencido de que Laroche era el asesino de su hijo, lo mató con un fusil de caza delante de su casa en Aumontzey, otro pueblo del valle.
Mientras Jean-Marie era inculpado por la muerte de su primo, por la que acabaría cumpliendo cuatro años de cárcel, el juez Lambert señalaba a su esposa, Christine, como la nueva principal sospechosa de la muerte de su hijo Grégory, acusación de la que no fue totalmente exonerada hasta 1993, después de que la investigación pasara a manos de otro juez que, igual que otros expertos, acusó de múltiples errores de instrucción a Lambert.
Danielle Didier, una jubilada de Lepanges, conoce cada vuelta del caso.
Siempre tiene a mano la gruesa carpeta que contiene todos los recortes de la prensa local sobre el “pequeño Grégory” y su “despreciable asesinato”, como rezaba el primero de los cientos de titulares que ha copado este caso desde 1984.
Fue su suegra, vecina de los Villemin, la que empezó con el dossier.
Cuando, en 2011, Danielle se instaló definitivamente en la casa familiar situada también a poca distancia de la iglesia de Lepanges donde se encontró la misteriosa nota hace dos meses, continuó la tradición de recopilar las noticias del caso Grégory.
Desde hace un mes, la carpeta vuelve a engordar.
Murielle Bolle fue detenida a finales de junio de este año, pero no por el mensaje de la iglesia, que parece ser una pista falsa.
En la historia, ha aparecido un nuevo testigo: un primo que ahora asegura que Bolle cambió su testimonio sobre Laroche presionada por sus familiares.
Es la misma hipótesis que mantiene desde hace más de 30 años Étienne Sesmat, el capitán de la gendarmería que dirigió las primeras investigaciones y que presenció los interrogatorios de la entonces adolescente.
Bolle está imputada en la investigación por "secuestro seguido de muerte".
Más tarde, Sesmat escribiría un libro —casi todos los protagonistas, periodistas, jueces, policías, hasta la viuda de Laroche, han escrito uno— sobre la malograda investigación, Los dos casos Grégory.
También en junio pasado, los abuelos de Grégory, Albert y Monique Villemin, fueron interrogados en su casa de Aumontzey. Al mismo tiempo, los tíos-abuelos, Jacqueline y Marcel Jacob, eran detenidos e imputados por “secuestro seguido de muerte”.
Nuevos informes grafológicos apuntan a que los Jacob podrían ser los autores de las cartas amenazantes que recibieron los padres de Grégory antes de la muerte del pequeño.
El motivo de las amenazas sería la envidia que provocaba el éxito profesional del padre del niño en la fábrica donde trabajaba.
Por su edad, los septuagenarios Jacob han sido puestos en libertad condicional, aunque viven separados en un lugar no revelado.
Su casa en Aumontzey está cerrada a cal y canto, igual que la de los abuelos Villemin, en el mismo pueblo, y la de Bolle, muy cerca también.
Ninguno de los detenidos ha hablado y, según Philippe, vecino de Aumontzey, no lo harán.
“Es demasiado tarde”, sostiene el vecino desde la puerta de su vivienda, equidistante de la de los abuelos Villemin y de la de los Jacob, casi escondida en el bosque.
“Los Jacob van a morir en silencio. Aquí nos llevamos los secretos a la tumba”.
Tampoco Murielle Bolle ha cambiado su versión pese a que el pasado viernes fue sometida a un careo de más de tres horas con su primo, el nuevo testigo.
El pacto de silencio se extiende por todo el valle.
Casi nadie quiere hablar. Están hartos de la prensa. Pero también hay miedo, cree Danielle, a abrir viejas heridas.
“Todos sospechaban de todos”, recuerda el ambiente de hace tres décadas.
“La gente no tenía ganas de hablar ni con sus vecinos, muchas relaciones se pudrieron, algunos se pelearon”.
“Nos miramos, nos observamos, y no decimos nada”, corrobora Philippe.
En eso, el valle no ha cambiado nada, lamenta el exgendarme Sesmat.
El juez de instrucción Lambert, al que siempre persiguieron los errores que cometió desde que inició la investigación, se suicidó a mediados de julio.
Hace diez días, aparecieron sus cartas de despedida en las que aseguraba que no era capaz de vivir otro “infame” giro más del caso.
“No se conocerá jamás la verdad”, vaticinó antes de quitarse la vida.
Para Danielle, en eso el juez no iba descaminado. “Creo que mis hijos van a tener que seguir coleccionando recortes”, suspira mirando al grueso dossier. “Esto no va a acabar tan rápido”.
“Desde el principio tuvimos problemas para recopilar testimonios. Hay
gente que habló solo años después”, recuerda Sesmat en conversación
telefónica desde Marsella, donde trabaja desde hace años.
“Hasta hoy día, la gente mantiene el secreto”.
La puerta de la iglesia está abierta, pero nadie atiende.
El cura viene solo de vez en cuando. Nadie vio, porque aquí nadie parece ver ni oír nada, quién ni cuándo dejó el desconcertante mensaje hallado el pasado mayo por una profesora de catequesis mientras hojeaba el libro de registros del templo: “Fue Bernard L. el que mató a Grégory, yo estaba con él”.
Estaba firmado por Murielle Bolle.
Ni en este valle surcado por riachuelos y de verdes prados protegidos por montañas y densos bosques, ni en ningún otro lugar de Francia, hacen falta más datos para entender el escrito.
Grégory o el “pequeño Grégory”, como lo conoce todo el país que sigue con obsesión cada inesperado vuelco de un caso abierto desde hace más de tres décadas, es Grégory Villemin.
El niño de cuatro años que el 16 de octubre de 1984 fue hallado muerto, atado de pies y manos, en la orilla del río Vologne, a pocos kilómetros de Lepanges, donde vivía con sus padres, Christine y Jean-Marie Villemin.
“Bernard L.” es Bernard Laroche, primo de Jean-Marie (padre de la víctima) y primer sospechoso de la muerte del pequeño.
Fue el testimonio hace 32 años de Murielle Bolle, cuñada de Laroche, el que hizo que el juez de instrucción del caso, Jean-Michel Lambert, lo mandara a la cárcel.
Pero Bolle, entonces una adolescente de 15 años, se retractó y el juez puso en libertad a Laroche.
Dos meses más tarde, en abril de 1985, el padre del pequeño, convencido de que Laroche era el asesino de su hijo, lo mató con un fusil de caza delante de su casa en Aumontzey, otro pueblo del valle.
Mientras Jean-Marie era inculpado por la muerte de su primo, por la que acabaría cumpliendo cuatro años de cárcel, el juez Lambert señalaba a su esposa, Christine, como la nueva principal sospechosa de la muerte de su hijo Grégory, acusación de la que no fue totalmente exonerada hasta 1993, después de que la investigación pasara a manos de otro juez que, igual que otros expertos, acusó de múltiples errores de instrucción a Lambert.
Danielle Didier, una jubilada de Lepanges, conoce cada vuelta del caso.
Siempre tiene a mano la gruesa carpeta que contiene todos los recortes de la prensa local sobre el “pequeño Grégory” y su “despreciable asesinato”, como rezaba el primero de los cientos de titulares que ha copado este caso desde 1984.
Fue su suegra, vecina de los Villemin, la que empezó con el dossier.
Cuando, en 2011, Danielle se instaló definitivamente en la casa familiar situada también a poca distancia de la iglesia de Lepanges donde se encontró la misteriosa nota hace dos meses, continuó la tradición de recopilar las noticias del caso Grégory.
Desde hace un mes, la carpeta vuelve a engordar.
Murielle Bolle fue detenida a finales de junio de este año, pero no por el mensaje de la iglesia, que parece ser una pista falsa.
En la historia, ha aparecido un nuevo testigo: un primo que ahora asegura que Bolle cambió su testimonio sobre Laroche presionada por sus familiares.
Es la misma hipótesis que mantiene desde hace más de 30 años Étienne Sesmat, el capitán de la gendarmería que dirigió las primeras investigaciones y que presenció los interrogatorios de la entonces adolescente.
Bolle está imputada en la investigación por "secuestro seguido de muerte".
Más tarde, Sesmat escribiría un libro —casi todos los protagonistas, periodistas, jueces, policías, hasta la viuda de Laroche, han escrito uno— sobre la malograda investigación, Los dos casos Grégory.
También en junio pasado, los abuelos de Grégory, Albert y Monique Villemin, fueron interrogados en su casa de Aumontzey. Al mismo tiempo, los tíos-abuelos, Jacqueline y Marcel Jacob, eran detenidos e imputados por “secuestro seguido de muerte”.
Nuevos informes grafológicos apuntan a que los Jacob podrían ser los autores de las cartas amenazantes que recibieron los padres de Grégory antes de la muerte del pequeño.
El motivo de las amenazas sería la envidia que provocaba el éxito profesional del padre del niño en la fábrica donde trabajaba.
Por su edad, los septuagenarios Jacob han sido puestos en libertad condicional, aunque viven separados en un lugar no revelado.
Su casa en Aumontzey está cerrada a cal y canto, igual que la de los abuelos Villemin, en el mismo pueblo, y la de Bolle, muy cerca también.
Ninguno de los detenidos ha hablado y, según Philippe, vecino de Aumontzey, no lo harán.
“Es demasiado tarde”, sostiene el vecino desde la puerta de su vivienda, equidistante de la de los abuelos Villemin y de la de los Jacob, casi escondida en el bosque.
“Los Jacob van a morir en silencio. Aquí nos llevamos los secretos a la tumba”.
Tampoco Murielle Bolle ha cambiado su versión pese a que el pasado viernes fue sometida a un careo de más de tres horas con su primo, el nuevo testigo.
El pacto de silencio se extiende por todo el valle.
Casi nadie quiere hablar. Están hartos de la prensa. Pero también hay miedo, cree Danielle, a abrir viejas heridas.
“Todos sospechaban de todos”, recuerda el ambiente de hace tres décadas.
“La gente no tenía ganas de hablar ni con sus vecinos, muchas relaciones se pudrieron, algunos se pelearon”.
“Nos miramos, nos observamos, y no decimos nada”, corrobora Philippe.
En eso, el valle no ha cambiado nada, lamenta el exgendarme Sesmat.
El juez de instrucción Lambert, al que siempre persiguieron los errores que cometió desde que inició la investigación, se suicidó a mediados de julio.
Hace diez días, aparecieron sus cartas de despedida en las que aseguraba que no era capaz de vivir otro “infame” giro más del caso.
“No se conocerá jamás la verdad”, vaticinó antes de quitarse la vida.
Para Danielle, en eso el juez no iba descaminado. “Creo que mis hijos van a tener que seguir coleccionando recortes”, suspira mirando al grueso dossier. “Esto no va a acabar tan rápido”.
Por qué Francia se obsesiona con un crimen de hace 32 años
Francia vuelve a estar, aunque realmente nunca dejó de estarlo,
obsesionada con un asesinato a cuya sombra han crecido varias
generaciones de franceses.
La reapertura del caso del “pequeño Grégory” ha ocupado, en las últimas semanas, casi tantas portadas como las decisiones del nuevo presidente francés, Emmanuel Macron, o graves acontecimientos internacionales.
Las cámaras han seguido minuto a minuto a los abogados de los implicados —estos apenas se han dejado ver— y las declaraciones de la fiscalía.
Los periodistas volvieron a descender en masa, otra vez, al tranquilo valle de Vologne, donde los habitantes, hastiados, cierran rápido sus puertas en cuanto ven una cara desconocida o se dan la vuelta para marchar en dirección contraria nada más atisbar un micrófono.
Que el caso nunca fuera resuelto, o la intrincada implicación de familiares —solo estos han estado siempre, desde el principio, en el centro de las sospechas— no explican de por sí solos la fascinación que Francia siente desde hace tanto tiempo con este caso.
Pero es que no fue un asesinato más, subraya Étienne Sesmat, el antiguo gendarme al frente de las primeras pesquisas.
“Es raro que un niño sea asesinado solo para hacer daño a sus padres”, recuerda.
Pero “Grégory no fue asesinado para pedir un rescate, no fue un maltrato ni una agresión sexual, fue asesinado porque se sabía que era la mejor manera de hacer daño a su padre, y eso es algo fuera de lo común”, explica.
Con un añadido más: “Encima fue un fiasco judicial enorme”.
La reapertura del caso del “pequeño Grégory” ha ocupado, en las últimas semanas, casi tantas portadas como las decisiones del nuevo presidente francés, Emmanuel Macron, o graves acontecimientos internacionales.
Las cámaras han seguido minuto a minuto a los abogados de los implicados —estos apenas se han dejado ver— y las declaraciones de la fiscalía.
Los periodistas volvieron a descender en masa, otra vez, al tranquilo valle de Vologne, donde los habitantes, hastiados, cierran rápido sus puertas en cuanto ven una cara desconocida o se dan la vuelta para marchar en dirección contraria nada más atisbar un micrófono.
Que el caso nunca fuera resuelto, o la intrincada implicación de familiares —solo estos han estado siempre, desde el principio, en el centro de las sospechas— no explican de por sí solos la fascinación que Francia siente desde hace tanto tiempo con este caso.
Pero es que no fue un asesinato más, subraya Étienne Sesmat, el antiguo gendarme al frente de las primeras pesquisas.
“Es raro que un niño sea asesinado solo para hacer daño a sus padres”, recuerda.
Pero “Grégory no fue asesinado para pedir un rescate, no fue un maltrato ni una agresión sexual, fue asesinado porque se sabía que era la mejor manera de hacer daño a su padre, y eso es algo fuera de lo común”, explica.
Con un añadido más: “Encima fue un fiasco judicial enorme”.
“Hasta hoy día, la gente mantiene el secreto”.
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