Publicado por
Martín Sacristán
El astronauta Yuri Gagarin. Foto: Cordon.
El gran interés del público de los siglos XIX y XX por las exploraciones del planeta, y la admiración por sus grandes figuras, Aducen, Livingstone,
y los demás, cesó como moda mayoritaria al comenzar la guerra fría.
Y
ello porque ahora había un lugar mucho más grande y exótico que
contemplar: el espacio.
La última frontera, como se encargaba de
anunciar una voz en off al inicio de cada capítulo de Star Trek.
La ciencia ficción cobró a partir de la década de 1950 un protagonismo
inédito en la cultura, debido en parte a la contienda entre la Unión
Soviética y Estados Unidos.
Las dos primeras victorias soviéticas en la
carrera espacial fueron aplastantes, y aterradoras para los
estadounidenses.
Su enemigo había sido capaz de poner en órbita el
primer satélite artificial, el Sputnik, y también de demostrar que un
ser vivo, la perrita Laika, podía sobrevivir en el espacio, abriendo el
camino a la exploración humana.
Cuatro años después iba a ser el ruso Yuri Gagarin
el primer ser humano en abandonar la Tierra y viajar al espacio.
Aunque
para entonces el Gobierno estadounidense ya había agrupado sus
esfuerzos mediante la creación de la NASA, por lo que un mes después de
Gagarin hubo también un astronauta norteamericano en órbita.
Pero la
NASA no solo iba a orientar los esfuerzos técnicos que pondrían al
hombre en la Luna, asegurando su supremacía sobre los rusos. También iba
a convertirse en una poderosa arma de propaganda que presentaría
resultados atractivos para el gran público.
Los políticos
estadounidenses la emplearían para atraer el voto ciudadano, los de la
Unión Soviética para desalentar a sus enemigos. En Estados Unidos se
recuperó el talento y la organización propagandística de la Segunda
Guerra Mundial, para reconvertirlos en gabinetes de relaciones públicas y
lobbies al
servicio del Gobierno.
Los cuales dedicaron gran parte de sus esfuerzos
a influir en la cultura de la nación.
Y lo hicieron alimentando los
sueños de sus ciudadanos, ofreciéndoles algo más que una sucesión de
hitos en la carrera espacial.
Era necesario asegurarles que en un futuro
próximo vivirían en un edén tecnológico donde sus problemas serían
resueltos por robots, y su necesidad de trabajar posiblemente también.
Un modo de acallar cualquier oposición a un millonario gasto público que
afectaba a otras partidas como la sanidad, la educación o la lucha
contra la pobreza.
Pronto
cesaron las críticas, y la sociedad civil se contagió del entusiasmo
hacia los viajes espaciales, y de la posibilidad de que existieran
sociedades futuras muy avanzadas tecnológicamente.
Los cómics y las
novelas pulp fiction de temática espacial fueron, en los años
cincuenta, las primeras manifestaciones culturales de esta tendencia.
Género infantil los primeros, y literatura de consumo para un público
con educación básica las segundas.
Pero no tardaron en cobrar relevancia
obras literarias tan sólidas como las de Isaac Asimov, Phillip K. Dick, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury.
Sus argumentos no solo comenzaban a ser aceptados como un género para
adultos, sino ampliamente demandados.
El desarrollo de la televisión
aprovechó este interés por los asuntos galácticos y futuristas para
lanzar en 1966 Star Trek,
que a día de hoy sigue constituyendo un hito.
Su capacidad de
recreación de los viajes interestelares y la exploración de las galaxias
marcaron definitivamente el camino a seguir por la ciencia ficción.
Algo que se trasladó al cine en los años setenta y ochenta con grandes
éxitos comerciales como la saga de La guerra de las galaxias, que generó una ola de admiración solo equivalente a su predecesora Star Trek. También el documental científico televisivo tuvo su auge con Carl Sagan y sus programas sobre el espacio.
Aunque
llegó un momento, a partir de la década de 1970, en que los esfuerzos
propagandísticos gubernamentales y el desarrollo cultural se disociaron.
La película Apolo XIII protagonizada por Tom Hanks
refleja bien ese ambiente de desinterés social.
Era la séptima vez que
se viajaba a la Luna, y todos daban por hecho que era una operación
rutinaria.
Tan solo ese «Houston, tenemos un problema» suscitó algo de
interés entre el gran público, que ahora prefería los mundos fantásticos
del cine o la novela de ciencia ficción.
A principios de los ochenta Alien, el octavo pasajero,
mezcló el género con el del terror, haciendo prevalecer una idea ya
anticipada por las novelas, el peligro de aniquilación por
extraterrestres.
La película era además una muestra de la aceptación
social de los viajes espaciales en el futuro, pues el argumento arranca
en una nave, con tripulantes sacados de la hibernación, sin que haga
falta explicar dónde están ni qué hacen.
Desde entonces hasta el día de
hoy las sagas de Alien, La guerra de las galaxias, o Star Trek
despiertan mucho más entusiasmo que las fotos del Curiosity en Marte o
las del rover chino Yutu en la Luna.
Cuando la Unión Soviética dejó de
existir se canceló también la guerra fría, y la NASA quedó como única
agencia relevante en las conquistas espaciales.
Pero algo muy importante
había cambiado para siempre en la mentalidad de todos nosotros.
Tan
importante como que los científicos que hoy exploran el espacio
crecieron de niños soñando con las obras literarias, películas y series
de televisión que prometían conquistar las galaxias.
Ello podría
explicar por qué hace poco realizaron un anuncio poco convencional, del
que se han hecho eco medios de todo el mundo. En torno a la estrella KIC
8462852, popularmente conocida como Tabby, se había detectado una
posible megaestructura alien.
La primera gran posibilidad de
vida extraterrestre.
No se habían vuelto locos, ni exagerado su afición
por la nave estelar Enterprise o los caballeros jedi.
En realidad
estaban barajando la hipótesis científica formulada por Freeman Dyson.
Un físico y matemático de gran prestigio que se guía por la máxima de
que los planteamientos de la ciencia deben ser siempre subversivos o no
aportarán avance alguno. Consecuente con ello, se inspiró para una de
sus ideas más famosas en la lectura de una novela de ciencia ficción, Star Maker,
publicada originalmente en 1937.
Esta maravilla del género explora el
concepto de los humanos como seres de origen de una Tierra anterior y
más antigua, la creación genética de especies o la mente colectiva
conectada mediante telepatía.
Anticipa muchos temas tratados después
debido a la influencia que ejerció sobre Asimov, Arthur C. Clarke o H. G. Wells.
Y añade además un trasfondo filosófico, conforme a la profesión de su autor, Olaf Stapledon,
filósofo.
Pero lo que más llamó la atención del científico Dyson fue la
asociación entre necesidades energéticas y desarrollo tecnológico.
Y
así es como formuló su hipótesis, llamada esfera de Dyson, basada en
principios matemáticos, astronómicos y físicos.
La
esfera de Dyson es una megaestructura que rodea una estrella y aprovecha
toda su energía.
Es un planteamiento consistente con civilizaciones
capaces de viajar entre galaxias, pues precisarían una cantidad de
energía que hasta donde sabemos solo puede obtenerse de esta manera.
Dyson imaginó que si tal estructura existía podríamos detectarla
mediante observaciones astronómicas desde la Tierra.
Y ello porque la
ingeniería de los alienígenas iba a generar irregularidades en la
radiación de la estrella.
Algo así como si contempláramos un tubo de
neón estropeado que se apaga y enciende caprichosamente antes de
fundirse por completo. En 2015
las observaciones del telescopio Kepler
de la estrella Tabby demostraron ser consistentes con la hipótesis de
Dyson.
Allí estaba la indicación de vida extraterrestre.
El hallazgo no fue casual.
Una generación de científicos más parecidos a los protagonistas de la serie de televisión The Big Bang Theory
que a los serios profesores del pasado estaba buscando activamente vida
extraterrestre.
Gracias al satélite telescopio Kepler lanzado por la
NASA en 2009 y a los datos obtenidos en el Observatorio Europeo Austral
de La Silla, Chile, han podido saber con toda certeza que sistemas como
el nuestro, con varios planetas orbitando alrededor de una estrella, son
lo común, y no la excepción, en nuestra galaxia.
Un diez por ciento de
ellos están situados además en la llamada zona de habitabilidad y, como
la misma Tierra, reúnen las condiciones para albergar vida.
No hay más
que buscarla, y puede que en Tabby la hubieran encontrado.
Las
observaciones sugieren que las inusuales señales luminosas de KIC
8462852 son fragmentos de cometas polvorientos que bloquearon la luz de
la estrella cuando pasaron frente a ella en 2011 y 2013. Recreación:
NASA.
Y ahora
llega el momento de enfriar los ánimos.
Nuestra cultura, heredada de la
guerra fría y la carrera espacial, nos ha hecho mirar aquello que
queremos ver.
La estrella KIC 8462852 es llamada Tabby por Tabetha Boyajian,
la astrónoma que reparó por primera vez en la anormalidad de este
cuerpo celeste.
Pero en el artículo científico que ella firmó junto a
otros muchos colegas no aparece la esfera de Dyson sino otras posibles
explicaciones del fenómeno, indicando que la más probable sea una nube
de miles de cometas en caprichosas órbitas alrededor de la estrella.
Quizá el producto de la colisión de dos planetas. Teorías que dejan, sin
embargo, muchas cuestiones por explicar.
Como el hecho de que Tabby
lleve oscureciéndose un siglo y que haya perdido un 3% de su luz en los
últimos años.
El único modo de responderlas es seguir buscando más
sistemas como el solar, y analizar individualmente los datos de cada
estrella, cotejando unos con otros.
Cualquier lector que haya mirado
arriba en una noche estrellada en mitad del campo comprenderá que es
como buscar una aguja en un pajar. Especialmente porque KIC 8462852
tiene una anormalidad que jamás se había observado, así que debemos
encontrar otras similares para sacar conclusiones.
Y como ni el
telescopio Kepler de la NASA ni el europeo de La Silla pueden centrarse
en esa única tarea, la propia Tabetha Boyajian ha impulsado la
asociación Planet Hunters.
Una red de voluntarios que contemplan durante
horas los gráficos extraídos de observatorios de todo el mundo.
En la
web del mismo nombre pueden marcar con puntos rojos las estrellas cuyas
oscilaciones lumínicas puedan indicar la existencia de planetas
orbitando alrededor de ellas.
No hace
falta ser un experto, solo leer las instrucciones en inglés y ser lo
suficientemente friki como para querer pasar allí las horas muertas.
Así que, aunque la megaestructura alien
sea una hipótesis demasiado aventurada, lo cierto es que responde a una
búsqueda real.
Estamos intentando encontrar vida extraterrestre, y
estamos haciéndolo desde mucho tiempo atrás. Incluso con cierta
inconsciencia por nuestra parte.
Las sondas Voyager, la primera de las
cuales fue lanzada en 1977, contenían discos de oro con sonidos de la
Tierra, saludos en varios idiomas humanos, fotografías y otros datos.
Su
objetivo era que, de ser leídos en su conjunto por una civilización
extraterrestre, esta comprendiera la existencia humana en nuestro
planeta y nuestra historia.
En principio no iban dirigidas a ningún
lugar lejano de la galaxia, sino a los planetas de nuestro sistema
solar. Porque, aunque hoy nos parezca impensable que alberguen vida
inteligente, en la década de 1970 no estaban tan seguros.
La guerra de los mundos de
H. G. Wells era una posibilidad científica, y quién sabe si los
marcianos pondrían en algún tipo de tocadiscos aquellas grabaciones,
caso de llegarles.
Una acción un poco irresponsable si consideramos las
advertencias que nos hace últimamente Stephen Hawking.
De acuerdo con su pensamiento, una civilización extraterrestre capaz de
llegar a la Tierra nos encontraría en una condición de inferioridad
tecnológica muy similar a la que tenían las civilizaciones americanas
cuando llegaron los españoles.
Recordemos que no conocían el uso de los
metales, y menos aún las armas de fuego.
Por no hablar de que las
enfermedades llegadas de Europa los diezmaron tanto o más que las
guerras de conquista.
Por tanto, lo más prudente es observar si existe
vida en otros planetas y, caso de hallarla, guardar silencio.
Mandar un
«hola» interestelar es, según Hawking, la peor idea posibl
Pero la
pregunta es si estamos buscando algo que no existe debido a la
influencia de una cultura que nosotros mismos creamos.
La intuición
estadística nos lleva a concluir que, dada la existencia de mil millones
de planetas en la parte del universo que podemos observar, alguno de
ellos tiene que albergar vida.
Ahora bien, si buscamos una vida similar a
nosotros, capaz de viajar al espacio, usar la tecnología y dejar rastro
de ella para ser detectada desde otros puntos de la galaxia, la cosa se
complica.
Especialmente porque solo podemos mirar al momento presente, y
existe la posibilidad que otras civilizaciones alcancen su desarrollo
mucho después de que nosotros nos hayamos extinguido, o que lo hayan
hecho mucho antes.
Es una cruda verdad que de momento estamos sujetos a
la Tierra, y especies muy evolucionadas y bien adaptadas a su entorno,
como los dinosaurios, sufrieron una extinción masiva por algo tan
inevitable como la caída de un meteorito.
No fue la única desaparición
de especies en nuestro planeta, y la geología indica que habrá más en el
futuro.
Cabe la posibilidad de que seamos capaces de colonizar las
estrellas y perpetuarnos en otros lugares, pero de momento eso sigue
siendo ciencia ficción.
Si nos extinguimos, simplemente no estaremos
aquí cuando lleguen los aliens.
Por el
momento nuestra búsqueda de extraterrestres continúa, y cada vez con más
empeño.
En 2018 entrará en funcionamiento el telescopio espacial James
Webb Space de la NASA, destinado exclusivamente a estudiar atmósferas de
planetas potencialmente habitables.
Técnicamente, el espectro de los
gases producidos por seres vivos puede ser identificado desde la Tierra,
puesto que aquí los tenemos como producto de la respiración de las
plantas, la putrefacción de los cadáveres, y otros procesos biológicos.
En caso de localizar su espectro sobre un planeta indicaría que allí hay
vida, y una vez establecida esa posibilidad, podríamos buscar además
emisiones de radio procedentes de ellos.
Las cuales indicarían una
civilización tecnológicamente avanzada. El problema es, una vez más,
saber hacia dónde tenemos que mirar en la infinitud espacial.
Un
reciente descubrimiento, el de la estrella Trappist-1, parecía haber
resuelto este problema.
La guerra de los mundos, 1953. Imagen: Paramount Pictures.
Mandar un
«hola» interestelar es, según Hawking, la peor idea posible.
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