Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

13 jun 2017

Queridos extraterrestres, queremos que existáis El astronauta Yuri Gagarin. Foto: Cordon.

Queridos extraterrestres, queremos que existáis

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El astronauta Yuri Gagarin. Foto: Cordon.


El gran interés del público de los siglos XIX y XX por las exploraciones del planeta, y la admiración por sus grandes figuras, Aducen, Livingstone, y los demás, cesó como moda mayoritaria al comenzar la guerra fría. 
Y ello porque ahora había un lugar mucho más grande y exótico que contemplar: el espacio.
 La última frontera, como se encargaba de anunciar una voz en off al inicio de cada capítulo de Star Trek.
 La ciencia ficción cobró a partir de la década de 1950 un protagonismo inédito en la cultura, debido en parte a la contienda entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
 Las dos primeras victorias soviéticas en la carrera espacial fueron aplastantes, y aterradoras para los estadounidenses.
 Su enemigo había sido capaz de poner en órbita el primer satélite artificial, el Sputnik, y también de demostrar que un ser vivo, la perrita Laika, podía sobrevivir en el espacio, abriendo el camino a la exploración humana. 

Cuatro años después iba a ser el ruso Yuri Gagarin el primer ser humano en abandonar la Tierra y viajar al espacio.
 Aunque para entonces el Gobierno estadounidense ya había agrupado sus esfuerzos mediante la creación de la NASA, por lo que un mes después de Gagarin hubo también un astronauta norteamericano en órbita.
Pero la NASA no solo iba a orientar los esfuerzos técnicos que pondrían al hombre en la Luna, asegurando su supremacía sobre los rusos. También iba a convertirse en una poderosa arma de propaganda que presentaría resultados atractivos para el gran público.
 Los políticos estadounidenses la emplearían para atraer el voto ciudadano, los de la Unión Soviética para desalentar a sus enemigos. En Estados Unidos se recuperó el talento y la organización propagandística de la Segunda Guerra Mundial, para reconvertirlos en gabinetes de relaciones públicas y lobbies al servicio del Gobierno. 
Los cuales dedicaron gran parte de sus esfuerzos a influir en la cultura de la nación.
 Y lo hicieron alimentando los sueños de sus ciudadanos, ofreciéndoles algo más que una sucesión de hitos en la carrera espacial.
 Era necesario asegurarles que en un futuro próximo vivirían en un edén tecnológico donde sus problemas serían resueltos por robots, y su necesidad de trabajar posiblemente también. 
 Un modo de acallar cualquier oposición a un millonario gasto público que afectaba a otras partidas como la sanidad, la educación o la lucha contra la pobreza. 
Pronto cesaron las críticas, y la sociedad civil se contagió del entusiasmo hacia los viajes espaciales, y de la posibilidad de que existieran sociedades futuras muy avanzadas tecnológicamente.
 Los cómics y las novelas pulp fiction de temática espacial fueron, en los años cincuenta, las primeras manifestaciones culturales de esta tendencia. Género infantil los primeros, y literatura de consumo para un público con educación básica las segundas.
 Pero no tardaron en cobrar relevancia obras literarias tan sólidas como las de Isaac Asimov, Phillip K. Dick, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury
Sus argumentos no solo comenzaban a ser aceptados como un género para adultos, sino ampliamente demandados. 
El desarrollo de la televisión aprovechó este interés por los asuntos galácticos y futuristas para lanzar en 1966 Star Trek, que a día de hoy sigue constituyendo un hito.
 Su capacidad de recreación de los viajes interestelares y la exploración de las galaxias marcaron definitivamente el camino a seguir por la ciencia ficción. 
 Algo que se trasladó al cine en los años setenta y ochenta con grandes éxitos comerciales como la saga de La guerra de las galaxias, que generó una ola de admiración solo equivalente a su predecesora Star Trek. También el documental científico televisivo tuvo su auge con Carl Sagan y sus programas sobre el espacio.
Aunque llegó un momento, a partir de la década de 1970, en que los esfuerzos propagandísticos gubernamentales y el desarrollo cultural se disociaron.
 La película Apolo XIII protagonizada por Tom Hanks refleja bien ese ambiente de desinterés social.
 Era la séptima vez que se viajaba a la Luna, y todos daban por hecho que era una operación rutinaria.
 Tan solo ese «Houston, tenemos un problema» suscitó algo de interés entre el gran público, que ahora prefería los mundos fantásticos del cine o la novela de ciencia ficción.
 A principios de los ochenta Alien, el octavo pasajero, mezcló el género con el del terror, haciendo prevalecer una idea ya anticipada por las novelas, el peligro de aniquilación por extraterrestres.
 La película era además una muestra de la aceptación social de los viajes espaciales en el futuro, pues el argumento arranca en una nave, con tripulantes sacados de la hibernación, sin que haga falta explicar dónde están ni qué hacen.
 Desde entonces hasta el día de hoy las sagas de Alien, La guerra de las galaxias, o Star Trek despiertan mucho más entusiasmo que las fotos del Curiosity en Marte o las del rover chino Yutu en la Luna.
 Cuando la Unión Soviética dejó de existir se canceló también la guerra fría, y la NASA quedó como única agencia relevante en las conquistas espaciales.
 Pero algo muy importante había cambiado para siempre en la mentalidad de todos nosotros.
Tan importante como que los científicos que hoy exploran el espacio crecieron de niños soñando con las obras literarias, películas y series de televisión que prometían conquistar las galaxias. 
Ello podría explicar por qué hace poco realizaron un anuncio poco convencional, del que se han hecho eco medios de todo el mundo. En torno a la estrella KIC 8462852, popularmente conocida como Tabby, se había detectado una posible megaestructura alien
La primera gran posibilidad de vida extraterrestre.
 No se habían vuelto locos, ni exagerado su afición por la nave estelar Enterprise o los caballeros jedi.
 En realidad estaban barajando la hipótesis científica formulada por Freeman Dyson.
 Un físico y matemático de gran prestigio que se guía por la máxima de que los planteamientos de la ciencia deben ser siempre subversivos o no aportarán avance alguno. Consecuente con ello, se inspiró para una de sus ideas más famosas en la lectura de una novela de ciencia ficción, Star Maker, publicada originalmente en 1937.
 Esta maravilla del género explora el concepto de los humanos como seres de origen de una Tierra anterior y más antigua, la creación genética de especies o la mente colectiva conectada mediante telepatía.
 Anticipa muchos temas tratados después debido a la influencia que ejerció sobre Asimov, Arthur C. Clarke o H. G. Wells
Y añade además un trasfondo filosófico, conforme a la profesión de su autor, Olaf Stapledon, filósofo. 
Pero lo que más llamó la atención del científico Dyson fue la asociación entre necesidades energéticas y desarrollo tecnológico. 
Y así es como formuló su hipótesis, llamada esfera de Dyson, basada en principios matemáticos, astronómicos y físicos. 

La esfera de Dyson es una megaestructura que rodea una estrella y aprovecha toda su energía.
 Es un planteamiento consistente con civilizaciones capaces de viajar entre galaxias, pues precisarían una cantidad de energía que hasta donde sabemos solo puede obtenerse de esta manera.
 Dyson imaginó que si tal estructura existía podríamos detectarla mediante observaciones astronómicas desde la Tierra.
 Y ello porque la ingeniería de los alienígenas iba a generar irregularidades en la radiación de la estrella.
 Algo así como si contempláramos un tubo de neón estropeado que se apaga y enciende caprichosamente antes de fundirse por completo. En 2015
 las observaciones del telescopio Kepler de la estrella Tabby demostraron ser consistentes con la hipótesis de Dyson.
 Allí estaba la indicación de vida extraterrestre.
El hallazgo no fue casual. 
Una generación de científicos más parecidos a los protagonistas de la serie de televisión The Big Bang Theory que a los serios profesores del pasado estaba buscando activamente vida extraterrestre.
 Gracias al satélite telescopio Kepler lanzado por la NASA en 2009 y a los datos obtenidos en el Observatorio Europeo Austral de La Silla, Chile, han podido saber con toda certeza que sistemas como el nuestro, con varios planetas orbitando alrededor de una estrella, son lo común, y no la excepción, en nuestra galaxia.
 Un diez por ciento de ellos están situados además en la llamada zona de habitabilidad y, como la misma Tierra, reúnen las condiciones para albergar vida. 
No hay más que buscarla, y puede que en Tabby la hubieran encontrado.


Las observaciones sugieren que las inusuales señales luminosas de KIC 8462852 son fragmentos de cometas polvorientos que bloquearon la luz de la estrella cuando pasaron frente a ella en 2011 y 2013. Recreación: NASA.

Y ahora llega el momento de enfriar los ánimos.
 Nuestra cultura, heredada de la guerra fría y la carrera espacial, nos ha hecho mirar aquello que queremos ver.
 La estrella KIC 8462852 es llamada Tabby por Tabetha Boyajian, la astrónoma que reparó por primera vez en la anormalidad de este cuerpo celeste. 
Pero en el artículo científico que ella firmó junto a otros muchos colegas no aparece la esfera de Dyson sino otras posibles explicaciones del fenómeno, indicando que la más probable sea una nube de miles de cometas en caprichosas órbitas alrededor de la estrella. 
Quizá el producto de la colisión de dos planetas. Teorías que dejan, sin embargo, muchas cuestiones por explicar.
 Como el hecho de que Tabby lleve oscureciéndose un siglo y que haya perdido un 3% de su luz en los últimos años.
 El único modo de responderlas es seguir buscando más sistemas como el solar, y analizar individualmente los datos de cada estrella, cotejando unos con otros.
 Cualquier lector que haya mirado arriba en una noche estrellada en mitad del campo comprenderá que es como buscar una aguja en un pajar. Especialmente porque KIC 8462852 tiene una anormalidad que jamás se había observado, así que debemos encontrar otras similares para sacar conclusiones.
 Y como ni el telescopio Kepler de la NASA ni el europeo de La Silla pueden centrarse en esa única tarea, la propia Tabetha Boyajian ha impulsado la asociación Planet Hunters. 
Una red de voluntarios que contemplan durante horas los gráficos extraídos de observatorios de todo el mundo.
 En la web del mismo nombre pueden marcar con puntos rojos las estrellas cuyas oscilaciones lumínicas puedan indicar la existencia de planetas orbitando alrededor de ellas.
 No hace falta ser un experto, solo leer las instrucciones en inglés y ser lo suficientemente friki como para querer pasar allí las horas muertas.
Así que, aunque la megaestructura alien sea una hipótesis demasiado aventurada, lo cierto es que responde a una búsqueda real. 
Estamos intentando encontrar vida extraterrestre, y estamos haciéndolo desde mucho tiempo atrás. Incluso con cierta inconsciencia por nuestra parte.
 Las sondas Voyager, la primera de las cuales fue lanzada en 1977, contenían discos de oro con sonidos de la Tierra, saludos en varios idiomas humanos, fotografías y otros datos. 
Su objetivo era que, de ser leídos en su conjunto por una civilización extraterrestre, esta comprendiera la existencia humana en nuestro planeta y nuestra historia.
 En principio no iban dirigidas a ningún lugar lejano de la galaxia, sino a los planetas de nuestro sistema solar. Porque, aunque hoy nos parezca impensable que alberguen vida inteligente, en la década de 1970 no estaban tan seguros.
  La guerra de los mundos de H. G. Wells era una posibilidad científica, y quién sabe si los marcianos pondrían en algún tipo de tocadiscos aquellas grabaciones, caso de llegarles.
 Una acción un poco irresponsable si consideramos las advertencias que nos hace últimamente Stephen Hawking.
 De acuerdo con su pensamiento, una civilización extraterrestre capaz de llegar a la Tierra nos encontraría en una condición de inferioridad tecnológica muy similar a la que tenían las civilizaciones americanas cuando llegaron los españoles. 
Recordemos que no conocían el uso de los metales, y menos aún las armas de fuego.
 Por no hablar de que las enfermedades llegadas de Europa los diezmaron tanto o más que las guerras de conquista.
 Por tanto, lo más prudente es observar si existe vida en otros planetas y, caso de hallarla, guardar silencio.

Mandar un «hola» interestelar es, según Hawking, la peor idea posibl
Pero la pregunta es si estamos buscando algo que no existe debido a la influencia de una cultura que nosotros mismos creamos. 
La intuición estadística nos lleva a concluir que, dada la existencia de mil millones de planetas en la parte del universo que podemos observar, alguno de ellos tiene que albergar vida. 
Ahora bien, si buscamos una vida similar a nosotros, capaz de viajar al espacio, usar la tecnología y dejar rastro de ella para ser detectada desde otros puntos de la galaxia, la cosa se complica. 
Especialmente porque solo podemos mirar al momento presente, y existe la posibilidad que otras civilizaciones alcancen su desarrollo mucho después de que nosotros nos hayamos extinguido, o que lo hayan hecho mucho antes. 
Es una cruda verdad que de momento estamos sujetos a la Tierra, y especies muy evolucionadas y bien adaptadas a su entorno, como los dinosaurios, sufrieron una extinción masiva por algo tan inevitable como la caída de un meteorito. 
No fue la única desaparición de especies en nuestro planeta, y la geología indica que habrá más en el futuro. 
Cabe la posibilidad de que seamos capaces de colonizar las estrellas y perpetuarnos en otros lugares, pero de momento eso sigue siendo ciencia ficción. 
Si nos extinguimos, simplemente no estaremos aquí cuando lleguen los aliens.
Por el momento nuestra búsqueda de extraterrestres continúa, y cada vez con más empeño.
 En 2018 entrará en funcionamiento el telescopio espacial James Webb Space de la NASA, destinado exclusivamente a estudiar atmósferas de planetas potencialmente habitables.
 Técnicamente, el espectro de los gases producidos por seres vivos puede ser identificado desde la Tierra, puesto que aquí los tenemos como producto de la respiración de las plantas, la putrefacción de los cadáveres, y otros procesos biológicos. 
 En caso de localizar su espectro sobre un planeta indicaría que allí hay vida, y una vez establecida esa posibilidad, podríamos buscar además emisiones de radio procedentes de ellos.
 Las cuales indicarían una civilización tecnológicamente avanzada. El problema es, una vez más, saber hacia dónde tenemos que mirar en la infinitud espacial. 
Un reciente descubrimiento, el de la estrella Trappist-1, parecía haber resuelto este problema. 
 

La guerra de los mundos, 1953. Imagen: Paramount Pictures.


Mandar un «hola» interestelar es, según Hawking, la peor idea posible.

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