Simone Veil nunca se explicó por qué la indultó en Auschwitz la jefa del campo, y sostuvo que ser mujer fue su mejor fortuna.
Me contó Simone Veil
que fue "aquel" un gesto de coquetería. Rociarse el pelo y el cuerpo
con un perfume de Lanvin antes de quedarse desnuda en las duchas de
Auschwitz.
El frasco era de una amiga francesa.
Sospechaban que iban a requisárselo las autoridades nazis en el campo de concentración.
Lo compartieron como si fuera un ritual catártico, o embriagador, o inocentemente rebelde.
Les aguardaban la humillación y el maltrato.
Soportar el hedor de la carne muerta. Contemplar, sin quererlo, el humo macilento que evacuaban las chimeneas de ladrillo.
Podía haber muerto Simone Veil.
La podrían haber despedazado y abierto en canal, igual que les ocurrió las pasajeras de otros vagones, pero vino a redimirla una prostituta polaca que ejercía con crueldad profesional las funciones de Kapo.
La deportaron a Veil al campo de concentración de Auschwitz recién
cumplidos los 16 años.
Tuvo la suerte de llegar cuando el invierno había sepultado decenas de miles de esqueletos, pero la primavera fue atroz. Simone Veil mencionaba la experiencia como si las lágrimas gotearan evocando el hallazgo del deshielo.
Trenes de moribundos. Ejecuciones industriales.
Y una prostituta polaca, Stenia, que se apiadó de ella porque la consideraba demasiado hermosa para amontonarla en el matadero.
Simone Veil, lúcida, erguida, no encontró nunca una respuesta demasiado convincente a su redención, y hasta maldijo su buena suerte.
¿Por qué ella? Pensaba que Stenia hizo un gesto de piedad filantrópico.
Cree que también ella, implacable en las instrucciones del genocidio, necesitaba demostrarse humana.
Los ingleses la colgaron de un árbol y la exhibieron como un monstruo de guerra.
Veil tiene un recuerdo distinto, incluso entrañable. Sobre todo porque la jefa del campo, gritona, andrógina, cruel, también se avino a salvar sin condiciones ni matices la vida de su madre y de su hermana.
Y Simone Veil nunca supo por qué.
Desde entonces no soportaba hacer una cola en la panadería de su barrio parisino ni se avenía a desnudarse con otras mujeres en un vestuario común.
Le habían extirpado la intimidad. Le estremecía mirar de reojo el número azul con que la herraron.
Echaba de menos a su madre, que agonizó a su lado de tifus en el campo germano de Mauthausen.
Stenia, la meretriz polaca, les encontró acomodo allí para evitarles las duchas de gas.
Trabajaban en las cocinas. Sustraían los mendrugos de pan y algunas sobras.
Una mujer con suerte, decía de sí misma Veil.
Ministra de Giscard, promotora y pionera de la despenalización del aborto.
Símbolo del feminismo y de la discriminación, aunque matizaba ella misma que ser mujer le salvó la vida.
Y se acordaba de su madre todas las noches. Y de Stenia todos los días, preguntándose por qué ella fue la elegida.
El frasco era de una amiga francesa.
Sospechaban que iban a requisárselo las autoridades nazis en el campo de concentración.
Lo compartieron como si fuera un ritual catártico, o embriagador, o inocentemente rebelde.
Les aguardaban la humillación y el maltrato.
Soportar el hedor de la carne muerta. Contemplar, sin quererlo, el humo macilento que evacuaban las chimeneas de ladrillo.
Podía haber muerto Simone Veil.
La podrían haber despedazado y abierto en canal, igual que les ocurrió las pasajeras de otros vagones, pero vino a redimirla una prostituta polaca que ejercía con crueldad profesional las funciones de Kapo.
Tuvo la suerte de llegar cuando el invierno había sepultado decenas de miles de esqueletos, pero la primavera fue atroz. Simone Veil mencionaba la experiencia como si las lágrimas gotearan evocando el hallazgo del deshielo.
Trenes de moribundos. Ejecuciones industriales.
Y una prostituta polaca, Stenia, que se apiadó de ella porque la consideraba demasiado hermosa para amontonarla en el matadero.
Simone Veil, lúcida, erguida, no encontró nunca una respuesta demasiado convincente a su redención, y hasta maldijo su buena suerte.
¿Por qué ella? Pensaba que Stenia hizo un gesto de piedad filantrópico.
Cree que también ella, implacable en las instrucciones del genocidio, necesitaba demostrarse humana.
Los ingleses la colgaron de un árbol y la exhibieron como un monstruo de guerra.
Veil tiene un recuerdo distinto, incluso entrañable. Sobre todo porque la jefa del campo, gritona, andrógina, cruel, también se avino a salvar sin condiciones ni matices la vida de su madre y de su hermana.
Y Simone Veil nunca supo por qué.
Desde entonces no soportaba hacer una cola en la panadería de su barrio parisino ni se avenía a desnudarse con otras mujeres en un vestuario común.
Le habían extirpado la intimidad. Le estremecía mirar de reojo el número azul con que la herraron.
Echaba de menos a su madre, que agonizó a su lado de tifus en el campo germano de Mauthausen.
Stenia, la meretriz polaca, les encontró acomodo allí para evitarles las duchas de gas.
Trabajaban en las cocinas. Sustraían los mendrugos de pan y algunas sobras.
Una mujer con suerte, decía de sí misma Veil.
Ministra de Giscard, promotora y pionera de la despenalización del aborto.
Símbolo del feminismo y de la discriminación, aunque matizaba ella misma que ser mujer le salvó la vida.
Y se acordaba de su madre todas las noches. Y de Stenia todos los días, preguntándose por qué ella fue la elegida.
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