Recorremos las callejuelas, plazas y cafés que fueron el escenario de su compleja relación.
LA SUERTE es efímera y junto a ella a menudo se abre el precipicio.
La neoyorquina Jane Auer, de cuyo nacimiento se cumple este año el centenario, desembarcó en Gibraltar en 1948 siguiéndole los pasos a su marido, Paul Bowles, quien se había mudado a Marruecos medio año antes para escribir su primera novela, El cielo protector, que obtuvo un éxito inesperado y fulgurante.
Atrapada en las redes exóticas de Tánger, bajo un alud de sensualidad orientalista, la escritora, que había publicado una novela muy personal titulada Dos damas muy serias —apreciada por algunos escritores, pero incomprensible para críticos y lectores—, no sospechaba que en aquel escenario encontraría la perdición
. En busca de un espacio de huida y libertad, como muchas otras creadoras modernistas, exploró la vivencia de la expatriación.
Sus últimos años estuvieron marcados por la enfermedad y la desdicha.
Nada hacía presagiar ese desenlace cuando Jane y Paul se conocieron, a finales de los años treinta, en una fiesta en el neoyorquino barrio de Harlem, entre bocanadas de humo de marihuana y jóvenes vanguardistas.
Ella, recién estrenada la veintena, destacaba por su ingenio y especial don de gentes; él, siete años mayor, era un compositor musical de talento, con poemas publicados, que atraía a los demás por su porte enigmático y distinguido.
Se casaron al cabo de un año en Manhattan, sin que fuera un impedimento que se sintieran atraídos por personas de su mismo sexo.
Antes de convertirse en figuras cruciales de la escena artística transoceánica, en 1941 vivieron en una casa comunal en Brooklyn Heights, habitada, entre otros, por el compositor Benjamin Britten, los hijos de Thomas Mann —Erika y Klaus— o el poeta W. H. Auden.
El escritor suizo Denis de Rougemont afirmó que todo lo que era novedoso en América se cocía en esa casa.
El atípico matrimonio —él, un artista disciplinado y viajero; ella, aficionada a las noches alcohólicas y propensa al bloqueo creativo— recaló en Tánger a raíz de un sueño.
Dormido, Paul entrevió un barrio árabe de callejuelas sinuosas bañado por una cálida luz: era la ciudad africana que visitó por primera vez en 1931.
Allí, la pareja disfrutó de la efervescencia de una ciudad con estatus de Zona Internacional, asistió a su ocaso como centro comercial y diplomático y finalmente la conoció con una nueva faz, cuando pasó a soberanía marroquí en 1956.
Políglota —llegó a hablar con soltura francés, español y árabe marroquí—, Jane, que se definía como “coja, lesbiana y judía”, se enamoró de una mujer del país africano.
Paul tuvo que regresar a Nueva York para componer la música de una obra teatral de Tennessee Williams, y Jane se quedó sola en el hotel Villa de France.
Todos los días, después de su lucha matutina contra la hoja en blanco, se dirigía a su otro campo de batalla, el Zoco Grande, donde Cherifa, su amante, regentaba un pequeño puesto de grano. La marroquí, que guardaba las distancias, solo consiguió hechizar más a Jane.
Para la escritora, Cherifa tenía un atractivo irresistible tanto por la lengua árabe, que ella aún no dominaba, como por la posibilidad romántica de embarcarse en una relación con una mujer musulmana.
En una carta a Paul, le dice: “Quizá deba permanecer a perpetuidad al borde de esta civilización suya.
Cuando estoy en casa de Cherifa me sigo sintiendo al borde de eso, y cuando la veo luego, ni más ni menos amistosamente, como esas melodías que continúan sin cesar, basta para convencerme de que nunca estuve allí”.
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