A FINALES DE 1946, en la sede de una revista literaria de Moscú, surge un flechazo fulminante.
Sus protagonistas son el poeta Borís Pasternak —por aquel entonces blanco de ataques en la prensa debido a esa manía antisoviética de “hurgar en su alma”— y Olga Ivínskaia, encargada de la sección de nuevos autores y amante de la poesía, en especial de la del hombre que acaba de cruzarse en su camino: desde adolescente se sabe sus poemas de memoria.
La afinidad entre ellos se revela en el primer contacto visual: los ojos azules de Olga expresan su resuelta admiración, y la mirada penetrante y claramente aprobadora del autor de Mi hermana, la vida se clava en los suyos.
La mujer rubia de amplia sonrisa que tiene ante sí es 22 años más joven, pero el poeta, a su edad madura —56 años—, conserva intacto su magnetismo y una belleza exótica.
La poetisa Marina Tsvietáieva, con quien mantuvo en 1926 un insólito trío epistolar en el que participó Rilke, describía así su aspecto:
“Pasternak se parece al mismo tiempo a un árabe y su caballo: atento, al acecho, como preparado para salir al galope en cualquier instante”.
La relación amorosa avanza de forma incontrolable.
Olga es viuda dos veces y madre de dos niños.
Borís está divorciado y casado en segundas nupcias con Zinaída, hasta entonces esposa de su buen amigo el pianista kievita Heinrich Neuhaus.
Pasternak, que apenas publica poemas por no sucumbir entonces a los dictados estéticos del realismo socialista, sobrevive gracias a sus traducciones, originales y libres, de las obras de Shakespeare.
A menudo se citan al pie de la estatua de Pushkin, y Borís la acompaña hasta su piso de la calle Potápov, donde Olga convive con su madre, su padrastro y sus hijos.
Poco antes, Pasternak ha empezado a escribir una novela que lleva concibiendo más de una década: Doctor Zhivago.
En ella leemos: “Yuri soñaba con una obra en prosa, un libro autobiográfico en el que incluiría, como cargas explosivas ocultas, las cosas más sorprendentes que había visto y pensado.
Pero todavía era demasiado joven para un libro semejante, así que se limitaba a escribir versos, como un pintor que durante toda su vida pinta estudios para el gran cuadro que tiene en mente”.
El episodio de la precoz relación con un hombre maduro protagonizado por su emblemática heroína, Lara, está inspirado en una vivencia de su segunda esposa.
En cuanto conoce a Olga, sin embargo, el personaje femenino adopta de inmediato sus rasgos, se convierte en su prototipo, y el escritor, preso de un arrebato creativo, se zambulle en su novela.
Anna Pasternak, sobrina nieta del escritor, escribe ‘Lara’ para
corregir un error histórico y restituir a Ivínskaia el respeto que
merece
Un ambicioso reto, pues todos los biógrafos de Pasternak han coincidido en afirmar lo difícil que resulta adentrarse en una de las mentes más brillantes del pasado siglo, así como en la compleja relación que mantuvo con su musa y último amor, por quien sin embargo no se decidió a abandonar a su esposa.
Del mismo modo se negaría a emigrar, dos años antes de morir, de su querida Rusia, pese al escarnio público al que fue sometido a raíz de la concesión del Premio Nobel, que se vio obligado a rechazar.
Desde la campiña inglesa, cerca de su residencia de Oxford, Anna Pasternak comenta: “Al escribir Lara me embarqué en un viaje durante el cual llegué a conocer muy bien a mi tío abuelo.
Dejé de verlo como un pariente lejano y descubrí a un hombre a quien llegué a entender a las mil maravillas, aunque no siempre me gustara o aprobase su conducta”.
A Ivínskaia le costó muy caro ser conocida como la amante del escritor y, cuando se cumplían tres años de su idilio, cayó en las garras de la Lubianka —símbolo del terror policial—, acusada de “vínculos con sospechosos de espionaje”.
Allí perdió al hijo que esperaba de Pasternak.
El escritor, por el contrario, gozaba de cierta inmunidad, por ser, entre otras cosas, el traductor de poetas de Georgia, la tierra de Stalin.
Es de sobra conocida la orden del zar rojo: “A ese déjenlo, vive en las nubes”.
He restituido a Ivínskaia el respeto que merece.
Biógrafos anteriores aceptaron la opinión estereotipada de que Olga desempeñó un papel más bien irrisorio en su vida y cometieron errores al retratar cómo era realmente la relación entre los dos y en apreciar hasta qué punto fue crucial el apoyo y la inspiración que le brindó esa mujer para crear su legendaria novela”.
Ivínskaia pasó cuatro años picando suelo árido en un campo de Mordovia, mientras Pasternak traducía la segunda parte de Fausto y sacaba tiempo para escribir la novela que sería su mayor legado artístico: para Nabokov, una obra torpe y convencional; para Calvino, la gran novela rusa del siglo XX.
Tras la muerte de Stalin, cuando Ivínskaia recupera la libertad, la pareja retoma su apasionado romance.
Más tarde Olga alquilará una pequeña casa próxima a la hermosa dacha de Pasternak en Peredélkino, la colonia de creadores construida a las afueras de Moscú: un “laboratorio de escritores” financiado por el Politburó en mitad de un terreno boscoso.
Allí se ven a diario y Olga se convierte en su más estrecha colaboradora: edita sus textos y pasa a máquina dos veces el manuscrito de Doctor Zhivago.
Es su secretaria y su correctora, como otras esposas de escritores rusos —las de Tolstói, Dostoievski o Nabokov— que, en la sombra, prestaron su talento y sagacidad para la causa literaria de sus maridos.
Muerto Pasternak, Olga fue detenida y enviada por segunda vez al Gulag, entre 1960 y 1964.
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