La imagen de Florentino Pérez con los trofeos es la representación de un equipo construido para ganar.
Contemplo con estupor la fotografía de las 12 copas alineadas, en perfecta formación.
No puedo evitar la comparación con ciertas ilustraciones de los viejos tercios de infantería, armados para la batalla con el orgullo de los viejos hidalgos y el ímpetu de los más jóvenes demonios.
Trato de buscar algún defecto a la instantánea -es lo que el pueblo azulgrana espera de mí- pero solo alcanzo a señalar cierta asimetría en la composición y una sensación de desparramamiento incontrolado, como si su disposición pudiese molestar a un hipotético compañero de asiento.
Doce copas son muchas copas, demasiadas.
Poco importa si son de Europa o de vodka con naranja: ante 12 copas no se puede alegar casualidad, despiste o improvisación. Ante una docena al completo no cabe andarse con remilgos y culpar a las circunstancias, de nada sirve señalar a un gobierno, a un dictador o a la camarera de turno.
He leído muchos comentarios en estos últimos días que apuntan en esa dirección: seis copas de Europa pertenecen al franquismo y otras seis a los gobiernos del Partido Popular. Qué más quisiera yo que poder abrazar dicha teoría pero me tengo por persona más o menos inteligente y no me conviene flirtear con esta suerte de pamplinas.
El debate, más allá de los exabruptos propios de
los necios, parece enfocado a tarifar los méritos contrapuestos de los
dos grandes del fútbol español.
El aficionado madridista se empeña en
demostrar que lo conseguido en los últimos años acumula más gloria que
lo logrado por el mejor Barça de la historia, el mismo equipo a quien,
en su día, negó cualquier reconocimiento.
El aficionado culé, por el
contrario, rema en la dirección contraria y parece dispuesto a jugar sus
cartas en una partida que siempre ha denunciado marcada salvo las manos
en que se sintió ganador, ese intervalo dorado en el que, a su juicio,
prevaleció la justicia por encima de los oscuros intereses.
A veces me
pregunto qué satisfacción encontramos en devaluar los triunfos del
rival, qué necesidad vital mueve estas discusiones en las que uno trata
de demostrar qué dulce es el más dulce.
Esa fotografía, la de Florentino Pérez escoltado
por las 12 copas, no tiene trampa ni cartón: es la representación lógica
de un equipo construido para ganar, de la acumulación de talento en pos
de un objetivo, de un instinto natural para la supervivencia y la caza
mayor incomparable.
Aquella otra, la de las seis copas de temporada y
Joan Laporta sosteniendo una séptima (en su caso de champán), tampoco
deja espacio a la confabulación ni al desprecio: la conquista de la
perfección, el empeño titánico de una generación por elevar una idea más
allá de los resultados, el legado de un genio holandés bañado, por fin,
en oro y plata.
No descarto que tan fatigosos contendientes se
encuentren en la senda correcta y el equivocado sea yo.
Quién sabe si
tanta equidistancia no me acabará convirtiendo en una especie de moderna
Lucrecia Borgia, aquella hija bastarda del Papa Alejandro VI que, ante
la imposibilidad de elegir entre el turrón y la fruta escarchada,
terminó acostándose con su hermano: si algo nos ha enseñado la historia
es que aquí no se consuela el que no quiere.
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