La fiscal Marcia Clark sufrió misoginia durante el juicio contra O. J. Simpson.
Quiero y creo recordar el efecto que nos producía el juicio del jugador de fútbol americano O. J. Simpson
cuando veíamos las crónicas de la CNN en 1995.
Nada menos que 134 días en los que aunque tan solo fuera por el espacio que ocupaba el asunto en los medios de comunicación estadounidenses daba la sensación de ser un circo
. Lo fue. Un circo en directo, así lo definió la fiscal, Marcia Clark,
encargada de demostrar que el jugador, uno de los hombres más venerados de América, había asesinado brutalmente a su esposa y a un amigo de esta.
A pesar de la evidencia de las pruebas que señalaban su culpabilidad, Simpson fue declarado inocente por un jurado absolutamente encandilado con los argumentos tramposos de la defensa.
Han pasado 22 años desde entonces y el tiempo ha convertido a la fiscal que quiso meter entre rejas al deportista en una suerte de heroína.
Si el sistema judicial americano mostró lo peor de sí mismo en aquella sentencia absolutoria, con Marcia, la gran perdedora entonces, ha funcionado una especie de justicia poética.
Merecía esta mujer que el tiempo la recompensara por todos los sinsabores que le acarreó un juicio que destrozó la vida de aquellos que lucharon por esclarecer la verdad y no jugaron la carta del racismo, que en este caso dejó en libertad a un tipo que le había arrancado la cabeza a su mujer.
A colocarla en el lugar que se merece han contribuido dos series, una de ficción y una documental, O. J.: Made in America, que podemos ver en España (Movistar).
Esta narración precisa, brillante, asombrosa, bella sin recurrir al efectismo cuenta la vida de un jugador que, salido del gueto, toca la gloria gracias a la importancia académica que en las universidades americanas se le otorga a los buenos deportistas.
Lo interesante de la serie es que simultanea dos asuntos: el ascenso de este negro que jamás se comprometió con la causa de los derechos civiles con los disturbios raciales de los años 60 en Los Ángeles.
Otros atletas negros, aprovechando su posición, sí comprometieron su carrera por denunciar la brutalidad policial; en cambio, Simpson se negó a admitir que el color fuera determinante en la vida de un ciudadano americano y vivió una existencia de blanco rico, afirmando siempre que él no era negro: él era, sencillamente, O. J. Simpson.
Lo irónico del asunto es que cuando el asesinato de Nicole, su esposa, lo llevó ante un tribunal, el abogado negro que lo defendió, Johnnie Cochran, popular por apoyar a víctimas de la desigualdad racial pero también por su fascinación por las celebridades, tuvo la astucia de usar el argumento de la raza para conseguir, aunque fuera marrulleramente, la absolución de su defendido.
El juicio de Simpson se celebró tres años después de que se difundiera el vídeo de la tremenda paliza que la policía propinó a Rodney King;
la defensa decidió engatusar a la población negra del país, indignada legítimamente, haciéndoles creer que Simpson estaba ante un juez en su condición de afroamericano y no de asesino.
En medio de toda esta farsa se encontraba Clark, que sufrió a fondo el azote de la misoginia.
Desde un juez que la trató como ciudadana de segunda categoría, a unos medios de comunicación que hablaban de su peinado más que de su habilidad profesional.
En la radio se abrieron los micrófonos para que los oyentes dijeran si les parecía una zorra o una buena chica.
En los periódicos, su nuevo corte de pelo produjo titulares como, “Los rizos del horror”, o “Veredicto al pelo de Marcia: culpable”. La abogada contaba que un día, al pagar una caja de tampones en el supermercado, el dependiente le dijo: “Vaya, le esperan unos días difíciles a la defensa”.
Dispuestos a denostarla, tanto la defensa de Simpson como la prensa encontraron el mejor argumento: el marido de la señora Clark le disputaba la custodia de sus hijos porque Marcia era una mala madre y no pensaba más que en el juicio del siglo.
Para colmo, la exsuegra vendió unas fotos de la nuera en topless y Clark tuvo que soportar la humillación de verse desnuda en manos de sus enemigos.
Todos los implicados en el juicio se convirtieron en personajes de una tragicomedia que, por fortuna, ha inspirado dos grandes productos televisivos.
El documental tiene la virtud de mostrarnos cómo en este juicio está contenido todo el abanico de miserias patrias: la fascinación por el éxito y el dinero, la desigualdad racial, la arbitrariedad de la justicia, la misoginia, la violencia de los deportistas de élite hacia las mujeres.
A todo esto, la que menos parecía importar era Nicole, la mujer que antes de ser asesinada había llamado a la policía otras muchas noches.
Escuchamos su voz entrecortada: “Va a matarme, va a matarme y no le pasará nada, porque es O. J. Simpson”.
Esas palabras resonaron siempre en la conciencia de Marcia Clark, que desengañada del sistema judicial comenzó a escribir convirtiéndose en autora de novelas negras de éxito.
Ella hubiera preferido que el asesino pagara su culpa.
Nada menos que 134 días en los que aunque tan solo fuera por el espacio que ocupaba el asunto en los medios de comunicación estadounidenses daba la sensación de ser un circo
. Lo fue. Un circo en directo, así lo definió la fiscal, Marcia Clark,
encargada de demostrar que el jugador, uno de los hombres más venerados de América, había asesinado brutalmente a su esposa y a un amigo de esta.
A pesar de la evidencia de las pruebas que señalaban su culpabilidad, Simpson fue declarado inocente por un jurado absolutamente encandilado con los argumentos tramposos de la defensa.
Han pasado 22 años desde entonces y el tiempo ha convertido a la fiscal que quiso meter entre rejas al deportista en una suerte de heroína.
Si el sistema judicial americano mostró lo peor de sí mismo en aquella sentencia absolutoria, con Marcia, la gran perdedora entonces, ha funcionado una especie de justicia poética.
Merecía esta mujer que el tiempo la recompensara por todos los sinsabores que le acarreó un juicio que destrozó la vida de aquellos que lucharon por esclarecer la verdad y no jugaron la carta del racismo, que en este caso dejó en libertad a un tipo que le había arrancado la cabeza a su mujer.
A colocarla en el lugar que se merece han contribuido dos series, una de ficción y una documental, O. J.: Made in America, que podemos ver en España (Movistar).
Esta narración precisa, brillante, asombrosa, bella sin recurrir al efectismo cuenta la vida de un jugador que, salido del gueto, toca la gloria gracias a la importancia académica que en las universidades americanas se le otorga a los buenos deportistas.
Lo interesante de la serie es que simultanea dos asuntos: el ascenso de este negro que jamás se comprometió con la causa de los derechos civiles con los disturbios raciales de los años 60 en Los Ángeles.
Otros atletas negros, aprovechando su posición, sí comprometieron su carrera por denunciar la brutalidad policial; en cambio, Simpson se negó a admitir que el color fuera determinante en la vida de un ciudadano americano y vivió una existencia de blanco rico, afirmando siempre que él no era negro: él era, sencillamente, O. J. Simpson.
Lo irónico del asunto es que cuando el asesinato de Nicole, su esposa, lo llevó ante un tribunal, el abogado negro que lo defendió, Johnnie Cochran, popular por apoyar a víctimas de la desigualdad racial pero también por su fascinación por las celebridades, tuvo la astucia de usar el argumento de la raza para conseguir, aunque fuera marrulleramente, la absolución de su defendido.
El juicio de Simpson se celebró tres años después de que se difundiera el vídeo de la tremenda paliza que la policía propinó a Rodney King;
la defensa decidió engatusar a la población negra del país, indignada legítimamente, haciéndoles creer que Simpson estaba ante un juez en su condición de afroamericano y no de asesino.
En medio de toda esta farsa se encontraba Clark, que sufrió a fondo el azote de la misoginia.
Desde un juez que la trató como ciudadana de segunda categoría, a unos medios de comunicación que hablaban de su peinado más que de su habilidad profesional.
En la radio se abrieron los micrófonos para que los oyentes dijeran si les parecía una zorra o una buena chica.
En los periódicos, su nuevo corte de pelo produjo titulares como, “Los rizos del horror”, o “Veredicto al pelo de Marcia: culpable”. La abogada contaba que un día, al pagar una caja de tampones en el supermercado, el dependiente le dijo: “Vaya, le esperan unos días difíciles a la defensa”.
Dispuestos a denostarla, tanto la defensa de Simpson como la prensa encontraron el mejor argumento: el marido de la señora Clark le disputaba la custodia de sus hijos porque Marcia era una mala madre y no pensaba más que en el juicio del siglo.
Para colmo, la exsuegra vendió unas fotos de la nuera en topless y Clark tuvo que soportar la humillación de verse desnuda en manos de sus enemigos.
Todos los implicados en el juicio se convirtieron en personajes de una tragicomedia que, por fortuna, ha inspirado dos grandes productos televisivos.
El documental tiene la virtud de mostrarnos cómo en este juicio está contenido todo el abanico de miserias patrias: la fascinación por el éxito y el dinero, la desigualdad racial, la arbitrariedad de la justicia, la misoginia, la violencia de los deportistas de élite hacia las mujeres.
A todo esto, la que menos parecía importar era Nicole, la mujer que antes de ser asesinada había llamado a la policía otras muchas noches.
Escuchamos su voz entrecortada: “Va a matarme, va a matarme y no le pasará nada, porque es O. J. Simpson”.
Esas palabras resonaron siempre en la conciencia de Marcia Clark, que desengañada del sistema judicial comenzó a escribir convirtiéndose en autora de novelas negras de éxito.
Ella hubiera preferido que el asesino pagara su culpa.
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