El austriaco se acerca más a sus fracasos pretenciosos que a sus escalofriantes relatos del horror en 'Happy End'
El griego sabe transmitir tensión y misterio, pero sus guiones no son sólidos.
Imagino que pertenece al director Michael Haneke la sinopsis sobre su película Happy End
que aparece en el programa del festival. Dice así:
“Todo alrededor del Mundo y nosotros en el medio, ciegos. Instantánea de una familia burguesa europea”.
Conociendo el universo de Haneke sabes que lo del final feliz será una broma e inevitablemente feroz la instantánea de esa familia burguesa.
Y así es, pero cuesta esfuerzos titánicos durante gran parte de la proyección entender lo que te está contando Haneke, descubrir la identidad de personajes que se comunican con e-mails impúdicos y teléfonos que graban las actividades cotidianas del prójimo.
Y puede asaltarte la tentación de que te importa un comino lo que ocurra entre los tortuosos personajes que componen esa familia millonaria de Calais.
Si no te vence la desgana podrás ir siendo consciente de que lo que se dice y lo que se calla, lo que vemos y lo que se nos omite en esa gran mansión responde a secretos y mentiras, podredumbre moral y defensa de las apariencias, intereses tan humanos como sórdidos. Hay una adolescente dolorida por la pérdida de su madre y la necesidad de vivir en esa casa extraña ya que su padre es el nuevo marido de la dueña, que descubrirá aterrada las infinitas mezquindades de sus rígidos y asqueados habitantes.
Hay un anciano patriarca que no quiere vivir más y suplica a todos, incluido el peluquero, que le maten o le ayuden a suicidarse.
Hay un joven desquiciado que juega a la transgresión permanente contra la hipocresía familiar.
Hay adulterios encubiertos, hay generalizado mal rollo, hay la sensación de que todos están hartos de sí mismos y de los otros.
Haneke, especialista en mundos turbios y subterráneos, en compulsiones y taras siniestras de personajes aparentemente respetables, del retorcimiento y la enfermedad mental, del sadismo y el masoquismo como motor de algunas relaciones humanas, es fiel en Happy End a su eterno discurso.
A veces lo ha bordado con arte y estremecimiento, como en Funny games, La pianista, Caché, La cinta blanca o Amor, pero en otras películas resulta tan hermético como insoportable, como en Código desconocido y El tiempo del lobo.
Aquí se acerca más a sus fracasos pretenciosos que a sus escalofriantes retratos del horror.
El director griego Yorgos Lanthimos, que alcanzó infinito crédito entre la modernidad gracias a esos pasotes presuntamente ingeniosos y perversos que permiten ser admitido en el prestigioso club, ha conseguido desde hace tiempo ampliar los presupuestos de su cine, tener distribución mundial, rodar en inglés con estrellas del cine internacional.
Lo hace sin desviarse de sus temáticas surrealistas, la agresividad visual, la sanguinolencia, el extraño sentido del humor y el morbo que forman sus señas de identidad.
En El asesinato del ciervo sagrado, que protagonizan Colin Farrell y Nicole Kidman, el arranque te invita a cerrar los ojos.
Es un largo plano fijo de una operación de corazón mientras suena intensamente música clásica que no identifico.
Es el preludio a la venganza patológica de un adolescente diabólico contra el cirujano que no salvó la vida de su padre porque, entre otras cosas, había entrado borracho al quirófano.
Sus poderes mágicos conseguirán que los hijos del médico enfermen letalmente, acosará hasta el delirio con su actuación maquiavélica a esta familia acorralada, se sentirá invulnerable.
Admito que Lanthimos domina los mecanismos del cine de terror y a ratos da la sensación de que David Cronenberg es su maestro. Sabe transmitir tensión y misterio, pero sus guiones no son sólidos y los desenlaces parecen estar inventados sobre la marcha.
El de El asesinato del ciervo sagrado es lamentable.
Me interesan más la forma de contar de este director que lo que cuenta.
“Todo alrededor del Mundo y nosotros en el medio, ciegos. Instantánea de una familia burguesa europea”.
Conociendo el universo de Haneke sabes que lo del final feliz será una broma e inevitablemente feroz la instantánea de esa familia burguesa.
Y así es, pero cuesta esfuerzos titánicos durante gran parte de la proyección entender lo que te está contando Haneke, descubrir la identidad de personajes que se comunican con e-mails impúdicos y teléfonos que graban las actividades cotidianas del prójimo.
Y puede asaltarte la tentación de que te importa un comino lo que ocurra entre los tortuosos personajes que componen esa familia millonaria de Calais.
Si no te vence la desgana podrás ir siendo consciente de que lo que se dice y lo que se calla, lo que vemos y lo que se nos omite en esa gran mansión responde a secretos y mentiras, podredumbre moral y defensa de las apariencias, intereses tan humanos como sórdidos. Hay una adolescente dolorida por la pérdida de su madre y la necesidad de vivir en esa casa extraña ya que su padre es el nuevo marido de la dueña, que descubrirá aterrada las infinitas mezquindades de sus rígidos y asqueados habitantes.
Hay un anciano patriarca que no quiere vivir más y suplica a todos, incluido el peluquero, que le maten o le ayuden a suicidarse.
Hay un joven desquiciado que juega a la transgresión permanente contra la hipocresía familiar.
Hay adulterios encubiertos, hay generalizado mal rollo, hay la sensación de que todos están hartos de sí mismos y de los otros.
Haneke, especialista en mundos turbios y subterráneos, en compulsiones y taras siniestras de personajes aparentemente respetables, del retorcimiento y la enfermedad mental, del sadismo y el masoquismo como motor de algunas relaciones humanas, es fiel en Happy End a su eterno discurso.
A veces lo ha bordado con arte y estremecimiento, como en Funny games, La pianista, Caché, La cinta blanca o Amor, pero en otras películas resulta tan hermético como insoportable, como en Código desconocido y El tiempo del lobo.
Aquí se acerca más a sus fracasos pretenciosos que a sus escalofriantes retratos del horror.
El director griego Yorgos Lanthimos, que alcanzó infinito crédito entre la modernidad gracias a esos pasotes presuntamente ingeniosos y perversos que permiten ser admitido en el prestigioso club, ha conseguido desde hace tiempo ampliar los presupuestos de su cine, tener distribución mundial, rodar en inglés con estrellas del cine internacional.
Lo hace sin desviarse de sus temáticas surrealistas, la agresividad visual, la sanguinolencia, el extraño sentido del humor y el morbo que forman sus señas de identidad.
En El asesinato del ciervo sagrado, que protagonizan Colin Farrell y Nicole Kidman, el arranque te invita a cerrar los ojos.
Es un largo plano fijo de una operación de corazón mientras suena intensamente música clásica que no identifico.
Es el preludio a la venganza patológica de un adolescente diabólico contra el cirujano que no salvó la vida de su padre porque, entre otras cosas, había entrado borracho al quirófano.
Sus poderes mágicos conseguirán que los hijos del médico enfermen letalmente, acosará hasta el delirio con su actuación maquiavélica a esta familia acorralada, se sentirá invulnerable.
Admito que Lanthimos domina los mecanismos del cine de terror y a ratos da la sensación de que David Cronenberg es su maestro. Sabe transmitir tensión y misterio, pero sus guiones no son sólidos y los desenlaces parecen estar inventados sobre la marcha.
El de El asesinato del ciervo sagrado es lamentable.
Me interesan más la forma de contar de este director que lo que cuenta.
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