Juan Cruz vuelca sus memorias en un libro en el que sus recuerdos como periodista no pueden separarse de su propia respiración.
El periodismo es un oficio invencible para quien lo ejerce de tal tiempo completo que se vuelve la vida misma y hay golpes en la vida que se acumulan en las espaldas de los cronistas constantes hasta que un silencio en medio de tanto ruido los obliga a compartirlo.
Juan Cruz es un ave rara que rompe con la claridad de su mirada el lugar común que lo etiqueta exclusivamente como movimiento perpetuo: resulta que es el periodista con la ubicuidad, pero también el sosiego que luego de más de medio siglo entre la sonora sinfonía de su oficio llegó a una callada torre en Umbría para descubrir el silencio:
la ausencia del ruido de las máquinas de escribir y de los plomos fundidos de los linotipos de antaño en el renovado oficio que para él es no más que sinónimo de respirar.
Asmático desde niño, el de la pregunta constante y los primeros periódicos archivados en el sótano de su casa materna, Juan Cruz ha ejercido como nadie la escritura de su propia vida como confirmación de que el periodismo y su respiración no pueden separarse y al hacerlo, sobre todo en Un golpe de vida, leemos que sigue siendo el Otro que es siempre para precisamente no dejar de ser.
No dejar de ser Juan Cruz, ni periodista.
En ello estriba que sea no sólo el hombre que lleva casi siete décadas coleccionando palabras, sino el malabarista que las retuerce al instante, las rima como prestidigitador y las vuelve a soltar como vaho o greguería y, quizá por ello, Juan Cruz ha sido —como lo fue García Márquez desde niño— un aumentador.
Como círculos concéntricos que se multiplican sobre el agua en cuanto rompe la superficie una piedra lisa o una buena pregunta, el periodismo que ejerce Juan Cruz es de aumentador desde la etimología de las palabras hasta el claro afán de seguir preguntando y preguntándose sin límite.
En este viaje de tiempo que ahora publica como un volumen más en la lista de sus libros como espejo autobiográfico destaca el ejemplo de pertenencia y conciencia plena de sudar la camisa blanca que lleva sobre sus hombros (aunque en el fondo su camisa es blaugrana).
Como círculos concéntricos que se multiplican sobre el agua en cuanto rompe la superficie una piedra lisa o una buena pregunta, el periodismo que ejerce Juan Cruz es de aumentador desde la etimología de las palabras hasta el claro afán de seguir preguntando y preguntándose sin límite.
En este viaje de tiempo que ahora publica como un volumen más en la lista de sus libros como espejo autobiográfico destaca el ejemplo de pertenencia y conciencia plena de sudar la camisa blanca que lleva sobre sus hombros (aunque en el fondo su camisa es blaugrana).
Lo digo porque quienes quieran leer el testimonio sin ambages de quien ha dedicado más de cuarenta años de vida profesional a un hogar laboral que justamente cumple la misma edad que él encontrará en este golpe de vida la virtud de la conversación y la propensión a la pluralidad, el profesionalismo heredado y compartido por sus maestros que fueron amigos, Manuel Vázquez Montalbán, Rafael Chirbes, Leguineche, y la microhistoria compartida con la ronda de las generaciones que se han rifado el pellejo por un periódico que los une y se mejora siempre en gerundios compartidos en primera persona del plural.
La generación que vivió la ilusión que parecía incorruptible bajando de Sierra Maestra a La Habana es ahora la que nunca calló los visos de autoritarismo y gulag que se enredaron en barbas los caudillos en verde olivo.
Es la misma generación que puede decirle a todo advenedizo del renacido populista demagógico: a mí, ese perro ya me mordió; y por ende, advertir el ridículo peligro de cantar la Oda a Chávez y llorar al orangután en este libro donde se desmoronan entre los dedos no sólo el eco de Fidel Castro, sino la ridícula sombra hipócrita de Daniel Ortega y lo que quedó de Nicaragua, y también el castillo morado de Podemos en España y el sutil pero constante cambio en sus cuadros, posturas y pretensiones.
De este lado queda ya en tinta la detallada bitácora de quien aclara posición contra postura, palabra contra diatriba descabellada, sosiego racional de narrador nato contra la engañosa sonrisa del desasosiego entre cabelleras engañosas, contra los que purgan al que hurga, frente a los que siembran la moderna posverdad que sigue siendo mentira, el periodista que asienta los hechos… y quizá con ello, la verdad.
De aquí que Juan Cruz sea también el caballero andante contra la melosa mentira constante del Twitter y la callada presencia del Facebook, por encima del arte del hecho, el oficio de contar y contar siempre lo que pasa por la ventana sin negar lo que refleja el espejo.
Es el testigo de los pasos de Vargas Llosa en Tierra Santa y el callado relector de Julio Cortázar o Hans Magnus Enzensberger, pero sobre todo es el amoroso padre y revolucionado abuelo que de pronto sintió sobre los hombros el golpe de vida de la primera hermana ausente, la cercanía de los ruidos de llanto que uno se prepara para escuchar y que sólo un periodista llega a descifrar como algo que también se ha de narrar, con el silencio de la nueva redacción y las pantallas planas que todo lo ven, mas el recuerdo intacto de las viejas máquinas y el papeleo y las papeleras y los teléfonos fijos y todo el peso ligero que lleva en los hombros Juan Cruz y el oficio invencible de su vocación que profesa desde siempre.
Algo que quizá sea metáfora del dolor de espalda, hasta que alguien diagnostica que es síntoma inequívoco de quienes llevan alas.
Un golpe de vida. Juan Cruz. Alfaguara, 2017 340 páginas. 18,90 euros
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