Las obras del arquitecto son un combate entre la luz y la materia
El banco de Hong Kong & Shangái produjo un impacto estético y moral.
Edificante es un adjetivo atribuido a cualquier persona o acto que sirve de ejemplo moral.
Norman Foster es un arquitecto edificante en el doble sentido de la palabra, ya que levantar edificios estelares ha sido la forma más noble de construirse también a sí mismo.
La arquitectura es entre las bellas artes la única que el ciudadano habita, penetra en su espacio y la adapta a su vida.
Por eso en el fondo un buen arquitecto, como Foster, es siempre un moralista.
A
finales de los ochenta en Hong Kong una de las citas turísticas
obligadas era el edificio de 41 plantas del banco de Hong Kong &
Shanghái, que Foster había realizado en el corazón financiero de la
ciudad.
Fue el primero que le dio fama internacional.
Tenía una apariencia de tecnología industrial, que en ese momento pasaba por revolucionaria, pero su impacto estético consistía en que todo su interior era transparente como si el aire fuera el material más consistente del que el arquitecto se había servido. La nítida luz del cristal subía por ascensores y escaleras mecánicas, penetraba en todos los despachos, del primero al último, de modo que uno podía ver a los empleados trabajando, a los clientes sentados frente a las mesas de los apoderados y directores. No había ningún cubículo que sirviera de refugio opaco a los peces gordos. Era como si Foster hubiera tratado de transmitir la idea de que en ese banco todos los negocios deberían ser claros y que los trapos sucios del capitalismo, en caso de producirse, serían visibles para todo el mundo.
Desde el gran impacto estético y moral que produjo este edificio han pasado 30 años, un tiempo en que el prestigio de Foster no ha hecho sino crecer hasta convertirse en una figura mundial.
A cualquier ciudad donde vayas siempre habrá un dedo que te señale un edificio sobresaliente, un puente, un museo, un aeropuerto que se debe a Foster; en ese caso siempre será la semilla de una ingrávida pasión de acero y cristal de la que podría germinar la ciudad del futuro, un alarde entre lo firme y lo liviano, lo más alejado posible de la vanidad personal.
¿Cuánto pesa uno de sus edificios, señor Foster? Exactamente lo mismo que la materia en que se han construido los sueños.(BOGART DIXIT EN LA PELI EL HALCÖN MALTËS)
Nació en Manchester, en 1935, en el lugar equivocado de la ciudad, más allá de las vías del tren, que lo separaban de las calles más nobles del centro, hijo de una camarera y del dueño de una tienda de empeños.
Desde muy pequeño sabía demasiado como para no poder jugar con otros niños del barrio, pero no tanto como para convivir con los chicos del otro lado, que iban a la universidad.
Traspasar esa barrera del tren fue su primer desafío y lo hizo con papel y lápiz siguiendo su afición a dibujar y hacerlo como un superdotado a mano alzada, lo que le valió una beca para Yale.
Así comenzó la escalada y aquel hogar humilde, donde creció al amparo de unos padres amorosos, se ha transformado hoy en su castillo suizo de Vincy que en el siglo XVIII también hospedó a Voltaire.
Si sus obras han sido siempre un combate entre la luz y la materia, no ha sido menos ardua la forma en que este arquitecto se ha construido sólidamente por dentro en su lucha contra la adversidad.
Norman Foster ha salido invicto de un cáncer cuyo pronóstico, según los médicos, le concedía solo tres meses de vida.
Luego venció también a un infarto.
Lo aceptó como unas curvas peligrosas en su camino, otro problema de materiales que había que resolver, puesto que el cuerpo solo puede ser salvado de la ruina, como un edificio, reconstruyéndolo desde el fundamento mediante el peso específico del espíritu.
Puede que lo descubras pilotando un avión, practicando esquí de fondo en una estación de moda de St Moritz o subido a una bicicleta de carreras machacándose dos horas diarias.
Volar es aprender del aire. Resistir es su ascética.
En la foto aparece el arquitecto con las manos apoyadas en los hombros de su mujer como si tratara de retenerla para sentirse seguro.
Elena Foster lleva dentro todavía a aquella joven inquieta, entusiasta, llena de energía, que a los 16 años abandonó el hogar para adentrarse en el laberinto freudiano de la psicología.
Luego su inquietud la ha llevado a navegar la seducción del mundo del arte y de la edición, pero si está ahora aquí es porque a su empeño de gallega obstinada se debe que Norman Foster haya optado por crear en Madrid su fundación en un palacete de la calle de Monte Esquinza donde se alberga toda su experiencia, el archivo, cientos de maquetas y dibujos, un centro de investigación y grandes obras de arte como un regalo impagable puesto a disposición de becados, postgraduados y jóvenes arquitectos, mientras Foster se dedica a soñar en el polvo lunar para erigir nuevas construcciones en el espacio.
El futuro es ahora.
Norman Foster es un arquitecto edificante en el doble sentido de la palabra, ya que levantar edificios estelares ha sido la forma más noble de construirse también a sí mismo.
La arquitectura es entre las bellas artes la única que el ciudadano habita, penetra en su espacio y la adapta a su vida.
Por eso en el fondo un buen arquitecto, como Foster, es siempre un moralista.
Fue el primero que le dio fama internacional.
Tenía una apariencia de tecnología industrial, que en ese momento pasaba por revolucionaria, pero su impacto estético consistía en que todo su interior era transparente como si el aire fuera el material más consistente del que el arquitecto se había servido. La nítida luz del cristal subía por ascensores y escaleras mecánicas, penetraba en todos los despachos, del primero al último, de modo que uno podía ver a los empleados trabajando, a los clientes sentados frente a las mesas de los apoderados y directores. No había ningún cubículo que sirviera de refugio opaco a los peces gordos. Era como si Foster hubiera tratado de transmitir la idea de que en ese banco todos los negocios deberían ser claros y que los trapos sucios del capitalismo, en caso de producirse, serían visibles para todo el mundo.
Desde el gran impacto estético y moral que produjo este edificio han pasado 30 años, un tiempo en que el prestigio de Foster no ha hecho sino crecer hasta convertirse en una figura mundial.
A cualquier ciudad donde vayas siempre habrá un dedo que te señale un edificio sobresaliente, un puente, un museo, un aeropuerto que se debe a Foster; en ese caso siempre será la semilla de una ingrávida pasión de acero y cristal de la que podría germinar la ciudad del futuro, un alarde entre lo firme y lo liviano, lo más alejado posible de la vanidad personal.
¿Cuánto pesa uno de sus edificios, señor Foster? Exactamente lo mismo que la materia en que se han construido los sueños.(BOGART DIXIT EN LA PELI EL HALCÖN MALTËS)
Nació en Manchester, en 1935, en el lugar equivocado de la ciudad, más allá de las vías del tren, que lo separaban de las calles más nobles del centro, hijo de una camarera y del dueño de una tienda de empeños.
Desde muy pequeño sabía demasiado como para no poder jugar con otros niños del barrio, pero no tanto como para convivir con los chicos del otro lado, que iban a la universidad.
Traspasar esa barrera del tren fue su primer desafío y lo hizo con papel y lápiz siguiendo su afición a dibujar y hacerlo como un superdotado a mano alzada, lo que le valió una beca para Yale.
Así comenzó la escalada y aquel hogar humilde, donde creció al amparo de unos padres amorosos, se ha transformado hoy en su castillo suizo de Vincy que en el siglo XVIII también hospedó a Voltaire.
Si sus obras han sido siempre un combate entre la luz y la materia, no ha sido menos ardua la forma en que este arquitecto se ha construido sólidamente por dentro en su lucha contra la adversidad.
Norman Foster ha salido invicto de un cáncer cuyo pronóstico, según los médicos, le concedía solo tres meses de vida.
Luego venció también a un infarto.
Lo aceptó como unas curvas peligrosas en su camino, otro problema de materiales que había que resolver, puesto que el cuerpo solo puede ser salvado de la ruina, como un edificio, reconstruyéndolo desde el fundamento mediante el peso específico del espíritu.
Puede que lo descubras pilotando un avión, practicando esquí de fondo en una estación de moda de St Moritz o subido a una bicicleta de carreras machacándose dos horas diarias.
Volar es aprender del aire. Resistir es su ascética.
En la foto aparece el arquitecto con las manos apoyadas en los hombros de su mujer como si tratara de retenerla para sentirse seguro.
Elena Foster lleva dentro todavía a aquella joven inquieta, entusiasta, llena de energía, que a los 16 años abandonó el hogar para adentrarse en el laberinto freudiano de la psicología.
Luego su inquietud la ha llevado a navegar la seducción del mundo del arte y de la edición, pero si está ahora aquí es porque a su empeño de gallega obstinada se debe que Norman Foster haya optado por crear en Madrid su fundación en un palacete de la calle de Monte Esquinza donde se alberga toda su experiencia, el archivo, cientos de maquetas y dibujos, un centro de investigación y grandes obras de arte como un regalo impagable puesto a disposición de becados, postgraduados y jóvenes arquitectos, mientras Foster se dedica a soñar en el polvo lunar para erigir nuevas construcciones en el espacio.
El futuro es ahora.
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