Un día contemplándose en las aguas de una fuente, se acercó tanto a su propio rostro, quizá para besarse en la boca, que se ahogó. Aquí tienen a una ahogada, víctima también del amor a sí misma. Miren cómo se retoca el rostro sabiéndose observada por su acólito Francisco Granados, y por su sacristán Alfredo Prada, y por su colega Alberto López Viejo, y por su asistente Juan José Güemes. Reina sobre todos ellos, pero a ninguno hace demasiado caso, embebida como está por la imagen que le devuelve el espejo, espejito, quién es la más bella de todas las mujeres.
Tanto de su acólito, como de su sacristán, como de su colega y su asistente, hay abundante información en Internet.
Pueden ustedes asomarse a esas aguas para hacerse una idea de los arquetipos en los que a esta señora le gustaba verse retratada.
No están todos los que son, pero son todos los que están.
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