Al contrario que otros de sus coetáneos no participó de la vida pública y se opuso a los modernistas.
Goethe
disfrutó largos años del estatus de escritor excelso.
De familia
patricia de Fráncfort, recibía todas las tardes en su bella mansión de
Frauenplan y fue un hombre al que Napoleón quiso conocer y con el que, como sabemos, se reunió.
No mucho después de aquel gigante de las letras, llegó Rainer Maria Rilke,
un modesto poeta sin hogar, nacido en la periferia del Imperio, un
artista que nunca fue ministro como Goethe, nunca senador como Yeats.
La carencia de hogar fue uno de sus temas centrales.
Y aunque se
relacionaba con los últimos aristócratas cultos de la Tierra, algunos
colegas, como Paul Claudel, le veían como un vagabundo.
A ningún
político se le ocurrió reunirse con aquel poeta errante. Nada que pueda
extrañarnos demasiado.
¿O acaso alguien se imagina a Lenin, por ejemplo,
pidiéndole audiencia a Rilke?
A diferencia del egregio Goethe, fue un poeta sin hogar, bien alejado de la estela del sedentario señor de Frauenplan. De esto habla Adam Zagajewski en su breve, intenso, agudísimo libro Releer a Rilke (Acantilado, traducción de Javier Fernández de Castro).
El aspecto más fascinante de su biografía quizás fue su férrea determinación a esperar que las Elegías de Duino visitasen su mente poética.
Parece cosa de otro tiempo: un gran poeta espera los años que sean necesarios para que llegue a él no un “gran poema” cualquiera, sino uno en particular.
No es extraño pues que alguien como ese poeta atravesado por gestos antiguos acabara del lado de los antimodernos a la hora de tomar posiciones ante el Modernismo literario.
De hecho, Rilke fue un lúcido adversario de muchas de las características de la Revolución Industrial, siendo un telón de fondo de su obra sus constantes dudas sobre los valores del progreso.
De ahí que buscara tantos antídotos contra éste, sobre todo a partir del momento en que comprendió que los héroes de sus poemas, por mucho que se llamaran Orfeo o Eurídice y se movieran en un ámbito espiritual, también debían enfrentarse al horror especialmente funesto del mundo moderno.
Sostiene Zagajewski que, tras releer a Rilke y
percibir en éste su notable resistencia a perder el viejo hilo de
antiguos esplendores, uno no puede evitar preguntarse si el misterio que
ha anidado siempre en el centro de la poesía y del arte en general se
podrá por mucho tiempo mantener a salvo de los asaltos —cada día más
intensos— de un omnipresente y charlatán mundo mediático sin espíritu y
de una igualmente omnipresente cultura de masas que dificulta la
aparición de genuinas obras de arte.
Parece desolador, parece el fin del mundo, pero por
suerte topamos, en un cierto momento de este libro, con el poderoso
ángel del poeta Rilke, apostado a las puertas de lo intemporal: “Está
allí para preservar algo que la era moderna —tan pródiga en otros muchos
campos— nos ha arrebatado o tan sólo ocultado: los momentos de éxtasis,
por ejemplo, instantes de asombro, horas de mística ignorancia, días de
solaz, la encantadora quietud de leer y meditar”.
Todo indica, aventura Zagajewski, que Rilke aún nos habla.
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