La Borrero era una compañera leal, colega de sus colegas y divertida hasta la carcajada.
La alegría de la huerta, cualquier huerta, en persona.
Mucho antes de que las mujeres entraran en el vestuario del
Bernabéu.
Mucho antes de que la reportera Letizia Ortiz, futura reina de España, estuviera siquiera en la imaginación de sus padres.
Mucho antes de Google, Twitter y Facebook, Paloma Gómez Borrero ya entraba en estancias infinitamente más sagradas, se comía la cámara y el micro de aquellas teles en blanco y negro con kilo y medio de nieve emborronando la pantalla, y tenía un archivo de crónicas y reportajes propios que ya quisieran muchos buscadores de noticias.
Paloma, la Borrero, con el artículo por delante que solo se les otorga unánimemente a las muy divinas en lo suyo, fue la primera mujer corresponsal de Televisión Española.
Y lo fue en Italia y en el Vaticano, con toda la pompa y la prosopopeya de tan magníficos escenarios.
Quienes la oímos, aún tenemos metido en el tímpano aquel “el Santo Padre” con que se refería a los Papas que iban pasando por delante de ella.
Pues bien, después de enterrar a cuatro pontífices, dar 29 veces la vuelta al mundo a la vera de los sucesivos sucesores de Pedro y de jubilar al último Papa emérito antes que a ella misma, la Borrero se ha ido como fue en vida: sin dar un ruido más alto que otro salvo el ¡ay! incrédulo y herido de quienes la conocieron.
Cuando las chicas de mi añada queríamos ser periodistas, ya había una generación de colegas que nos había abierto camino a golpe de pasión, talento y cabezonería.
La Calaf. La Sarmiento. La Mateo. La Campos. La Prego y tantas otras.
Pues bien, aún bastante antes que ellas, la Borrero ya había creado escuela, aunque con el cretinismo, la estrechez de miras y la soberbia propia de los pocos años y las menos luces, a algunas nos pareciera un personaje.
Y claro que lo era.
La Borrero no le metía el micro en el gaznate del entrevistado, ni el dedo en el ojo, ni le tuteaba, ni le repreguntaba, ni le sacaba de sus casillas ni le ponía de los nervios.
Al revés, se ponía la mantilla, se encasquetaba la peineta, se trasmutaba en polvorilla entre sotanas y adoptaba toda la reverencia que hiciera o hiciese falta según el escenario.
Pero contaba lo que había que contar.
Y nosotros nos enterábamos.
Así fue, la Borrero, una maestra sin saberlo.
Habrá estos días quién cuente aquellos tiempos épicos e ingenuos en los que nos lo creíamos todo.
Personalmente, solo puedo añadir con conocimiento de causa que Paloma era más joven que la mayoría de los becarios de cualquier redacción digital de ahí fuera.
Una compañera leal, colega de sus colegas y divertida hasta la carcajada.
La alegría de la huerta, cualquier huerta, en persona.
Una narradora amenísima cuya anécdota más trivial podría abrir hoy un periódico a cinco columnas.
La reina del gin tonic en las quedadas después del trabajo.
La más moderna de la mesa, fuera cual fuera la mesa.
La última en irse de la fiesta.
La Borrero, sí, tenía siempre una palabra amable para todo el mundo.
Un guiño, una picardía, un pellizco de monja y un luego te llamo y hablamos.
Quién sabe qué procesiones llevaría por dentro, pero por fuera siempre ofrecía su mejor rostro.
Un cutis, por cierto, que ya quisiéramos para nosotras ahora mismito muchas señoras treinta años más jóvenes.
Los últimos días se la veía lozana, pizpiretísima, feliz de la vida, en la trastienda del programa Amigas y Conocidas, de Televisión Española, en cuya mesa de debate tenía silla fija cuando a ella le daba la gana.
Llevaba un año de cosecha, con el Premio de la Academia de Televisión a toda una carrera, como último galardón a medio siglo de carrera inigualable.
Hace tres semanas, las maquilladoras de Prado del Rey, que la idolatraban, como todo el que se topaba con ella, la encontraron con mal color de cara.
El blanco de los ojos verdes amarilleaba.
Aun así, hizo el programa. Bromeó, rajó, rio lo más grande.
Las compañeras la convencieron para ir al médico.
No volvió. Hasta hace nada, cuatro días, aún mandaba whatsapp al grupo como una adolescente convocando a las colegas a atizarse un copazo en cuantito le dieran el alta.
No podrá ser.
No aquí abajo.
Mucho antes de que la reportera Letizia Ortiz, futura reina de España, estuviera siquiera en la imaginación de sus padres.
Mucho antes de Google, Twitter y Facebook, Paloma Gómez Borrero ya entraba en estancias infinitamente más sagradas, se comía la cámara y el micro de aquellas teles en blanco y negro con kilo y medio de nieve emborronando la pantalla, y tenía un archivo de crónicas y reportajes propios que ya quisieran muchos buscadores de noticias.
Paloma, la Borrero, con el artículo por delante que solo se les otorga unánimemente a las muy divinas en lo suyo, fue la primera mujer corresponsal de Televisión Española.
Y lo fue en Italia y en el Vaticano, con toda la pompa y la prosopopeya de tan magníficos escenarios.
Quienes la oímos, aún tenemos metido en el tímpano aquel “el Santo Padre” con que se refería a los Papas que iban pasando por delante de ella.
Pues bien, después de enterrar a cuatro pontífices, dar 29 veces la vuelta al mundo a la vera de los sucesivos sucesores de Pedro y de jubilar al último Papa emérito antes que a ella misma, la Borrero se ha ido como fue en vida: sin dar un ruido más alto que otro salvo el ¡ay! incrédulo y herido de quienes la conocieron.
Cuando las chicas de mi añada queríamos ser periodistas, ya había una generación de colegas que nos había abierto camino a golpe de pasión, talento y cabezonería.
La Calaf. La Sarmiento. La Mateo. La Campos. La Prego y tantas otras.
Pues bien, aún bastante antes que ellas, la Borrero ya había creado escuela, aunque con el cretinismo, la estrechez de miras y la soberbia propia de los pocos años y las menos luces, a algunas nos pareciera un personaje.
Y claro que lo era.
La Borrero no le metía el micro en el gaznate del entrevistado, ni el dedo en el ojo, ni le tuteaba, ni le repreguntaba, ni le sacaba de sus casillas ni le ponía de los nervios.
Al revés, se ponía la mantilla, se encasquetaba la peineta, se trasmutaba en polvorilla entre sotanas y adoptaba toda la reverencia que hiciera o hiciese falta según el escenario.
Pero contaba lo que había que contar.
Y nosotros nos enterábamos.
Así fue, la Borrero, una maestra sin saberlo.
Habrá estos días quién cuente aquellos tiempos épicos e ingenuos en los que nos lo creíamos todo.
Personalmente, solo puedo añadir con conocimiento de causa que Paloma era más joven que la mayoría de los becarios de cualquier redacción digital de ahí fuera.
Una compañera leal, colega de sus colegas y divertida hasta la carcajada.
La alegría de la huerta, cualquier huerta, en persona.
Una narradora amenísima cuya anécdota más trivial podría abrir hoy un periódico a cinco columnas.
La reina del gin tonic en las quedadas después del trabajo.
La más moderna de la mesa, fuera cual fuera la mesa.
La última en irse de la fiesta.
La Borrero, sí, tenía siempre una palabra amable para todo el mundo.
Un guiño, una picardía, un pellizco de monja y un luego te llamo y hablamos.
Quién sabe qué procesiones llevaría por dentro, pero por fuera siempre ofrecía su mejor rostro.
Un cutis, por cierto, que ya quisiéramos para nosotras ahora mismito muchas señoras treinta años más jóvenes.
Los últimos días se la veía lozana, pizpiretísima, feliz de la vida, en la trastienda del programa Amigas y Conocidas, de Televisión Española, en cuya mesa de debate tenía silla fija cuando a ella le daba la gana.
Llevaba un año de cosecha, con el Premio de la Academia de Televisión a toda una carrera, como último galardón a medio siglo de carrera inigualable.
Hace tres semanas, las maquilladoras de Prado del Rey, que la idolatraban, como todo el que se topaba con ella, la encontraron con mal color de cara.
El blanco de los ojos verdes amarilleaba.
Aun así, hizo el programa. Bromeó, rajó, rio lo más grande.
Las compañeras la convencieron para ir al médico.
No volvió. Hasta hace nada, cuatro días, aún mandaba whatsapp al grupo como una adolescente convocando a las colegas a atizarse un copazo en cuantito le dieran el alta.
No podrá ser.
No aquí abajo.
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